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Estaba confundido porque no sabía cómo iba a hacer que los del búnker pagaran por la muerte de Ivonne o que don Raúl y los de Wilcox penaran por eliminar así a la gente de La Tercia. Sólo podía seguir adelante, averiguar más cosas, husmear. Su instinto le decía que acabaría encajando las piezas. La aparición del pobre Hocicos muerto por herida de bala era la primera pista que había aportado algo de luz en lugar de enredar más la trama.

Se despidió del Alfonsito dándole cinco duros, subió al coche sin dejar de sentirse observado y se encaminó hacia Cartagena. Tenía que dejar pasar el tiempo hasta la tarde y qué mejor forma de hacerlo que vender unos cuantos televisores.

Después de una tarde bastante lucrativa en la ciudad departamental, Alsina pasó por el cortijo del Manzano, una pequeña agrupación de casas, misérrima, entre Pozo Estrecho y Torre Pacheco, donde un compadre de Jonás le iba a prestar un sabueso que respondía al nombre de Sultán.

Allí le esperaba Paco Pepe, un tipo de aspecto bragado, con la boina calada hasta la orejas, que calzaba alpargatas y ceñía una faja como las de los labriegos de las postales. Al fondo, en la puerta de la casa, dormitaba en una silla de mimbre una anciana vestida de negro, con un inmenso pañuelo negro en la cabeza y cuya piel parecía tener el color de la de un cadáver. Tres críos mocosos y llenos de roña jugaban al fútbol con una pelota de trapo. Uno de ellos iba descalzo. No tuvo valor para regatear al hombre las cien pesetas que le pidió por alquilarle el perro. Era un abuso, pero ¿qué más daba?

Subió a Sultán en el coche y se detuvo a cenar en un bar de Torre Pacheco. Hizo tiempo viendo las noticias y ojeando la prensa. Barcelona había rendido homenaje a la bandera nacional y al ejército. Una fotografía de las calles repletas de gente brazo en alto completaba la noticia. Era un acto de desagravio por los incidentes de la universidad. Pensó en los dos chicos que había visto de refilón en casa de Joaquín; ¿no serían los fugados de Barcelona, aquellos que habían escapado de sus casas antes de ser detenidos? Él les había oído hablar en catalán, seguro. ¿Dónde estarían ahora? En casa de Ruiz Funes, no. Joaquín no era tan tonto. ¿Sería comunista su amigo? No se lo imaginaba como un idealista, aunque, la verdad sea dicha, antes pensaba que se trataba de un mujeriego y había resultado ser homosexual. Era un tipo listo que daba el pego, proyectaba justamente la imagen que quería proyectar y eso lo hacía triunfar, alcanzar sus objetivos.

Salió del bar a eso de las ocho y media, subió al coche y se llegó al taller de Antonio Quirós, el mecánico. Éste le abrió la puerta de su vivienda, anexa al taller, con cara de susto.

– No corren tiempos para ir a las casas de la gente después de oscurecido -espetó.

– Lo sé, lo sé. Necesito alguna prenda de su hermano.

El otro lo miró con extrañeza.

– Me había quedado clisao en el sofá -explicó-. ¿Qué coño dice que quiere?

– Para buscar los cuerpos. Tengo un sabueso. Necesito algo de ropa de su hermano.

Antonio se rascó la cabeza. -Un minuto -pidió.

Desapareció por una escalera. Oyó ruido de cajones que se abrían y cerraban y el golpeteo de las puertas de algún que otro armario. Poco después bajó con dos camisas.

– No tienen que estar lavadas -precisó Alsina.

Antonio se las tendió y comprobó que desprendían un fuerte aroma a sudor.

– Bien. Muchas gracias.

Volvió al coche y dejó tras él al sorprendido Antonio. No tardó en llegar al escondite tras las cañas donde había estado dos días antes. A eso de las nueve y media se vistió de nuevo de la misma forma que hacía dos noches, tomó al perro por la correa y enfiló el camino hacia el sur. En unos diez minutos llegó al punto donde había estado aparcado el mil quinientos en que Paco Quirós y Pascuala se amaban la noche de su desaparición. Entonces sacó las prendas de él y se las dio a oler a Sultán. Éste siguió el rastro tras partir del punto en que días antes estaban las huellas del coche y siguió en dirección a uno de los caminos que daban acceso a la finca. Estaba cerrado por una inmensa verja que no tenía aspecto de ser abierta demasiado a menudo. Allí el perro se detuvo, al parecer, confundido. Alsina se acercó a la alambrada en un punto algo alejado y la cortó con los alicates. Él y el perro entraron en El Colmenar. El sabueso buscó de nuevo en el camino, ya dentro de la finca, y dio con el rastro. Parecía divertirse, se aplicaba al trabajo y lanzaba ladridos de alegría de vez en cuando.

– ¡Calla! -musitó el policía temiendo que los descubrieran.

De pronto, Sultán salió del camino y continuó a paso vivo por un olivar. Alsina casi choca con las ramas de un olivo de inmenso tronco, por lo que tuvo que caminar a toda prisa y agachado. Corría a punto de caerse a cada momento pero excitado porque el perro parecía haber dado con el buen husmillo. Entonces llegaron a un claro bastante amplio que resultaba algo artificial en mitad de aquel mar de árboles. Era raro. El perro se paró y marcó el lugar.

– Es aquí -dijo el detective a la vez que sacaba una salchicha de la mochila para premiar al sabueso, tal como le había aconsejado que hiciera su dueño.

Encendió la linterna y examinó el suelo. Habían removido una porción muy amplia de tierra, un cuadrado de cuatro por cuatro metros o más. Pensó en que buscaba cuatro o cinco cadáveres, pero, aun así, aquello era demasiado grande. Sultán estaba contento, y comenzó a ladrar.

– Chiiist -chistó Julio-. Lo has hecho muy bien, pero nos van a oír.

Iba a sacar una pequeña pala plegable de la mochila, pero los ladridos del perro cada vez se hacían más audibles. ¿Qué le pasaba? ¿Quería más salchichas? ¿Estaba contento?

Empezó a ponerse nervioso. Los iban a descubrir.

De repente, se le heló la sangre. Alguien gritó con marcado acento extranjero.

– ¿Quién está ahí?

Y se encendió un foco.

Un vehículo arrancó el motor. El jeep. Estaba demasiado cerca. Alsina soltó la correa del perro y echó a correr a toda velocidad. No veía nada y se iba golpeando la cara con las ramas, pero ni podía ni debía parar. El corazón le latía en las sienes, alocado, y apenas escuchaba nada. Se adentró entre los árboles, lo más lejos posible del camino, mientras escuchaba al perro ladrar y ladrar. Se detuvo en cuanto pensó que estaba a salvo y aguzó el oído. El jeep frenó y el perro comenzó a rugir a los recién llegados. Julio se pegó al inmenso tronco de un algarrobo. Sonó una ráfaga y Sultán dejó de ladrar tras emitir un par de angustioso quejidos de dolor.