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Otra voz, esta vez sin acento extranjero, gritó al viento:

– ¡Y no volváis por aquí, malditos furtivos!

No dejó de correr hasta llegar al coche. Tenía localizado el lugar y había escapado por poco. Era un tipo afortunado.

Llegó a la pensión a eso de las once y media, sucio, cansado y triste por el destino que había tenido el fiel Sultán, pero eufórico porque sabía dónde estaban los cadáveres. O eso pensaba. Se duchó, y cuando terminó de ponerse el pijama y la bata acudió a la cocina. Entonces sonó el timbre de la pensión e Inés se asomó a la cocina.

– Tiene visita -anunció lacónica.

Salió a la puerta y se encontró con don Serafín, que parecía descompuesto. Hablaba como en susurros, temeroso de que lo escucharan, y farfullaba incoherencias. Lo llevó a la cocina e hizo que se bebiera un copazo de coñac.

– Tiene que ayudarme -pidió el visitante-. Es Clara. Se me va, se muere.

– ¿Cómo dice?

– Sí, venga, no hay tiempo que perder.

Fue al dormitorio, se puso unos pantalones y se abrochó la gabardina sobre la chaqueta del pijama para acompañar al pobre hombre. Salieron a la calle y don Serafín lo guió hasta su seiscientos, aparcado bajo una farola en la calle de Juan de la Cierva. Allí, en el asiento trasero, estaba Clara. Yacía inmóvil y estaba tapada con una manta a cuadros.

– ¡Se muere, se muere! -gimió aquel miserable.

– Pero ¿qué le ha hecho?

– Era una matrona de confianza, me la habían recomendado… -explicó entre sollozos.

Alsina retiró la manta y vio una enorme mancha oscura en el regazo de la niña: sangre.

Estaba pálida, como una muerta. Se acercó y dijo:

– Respira.

– Yo no puedo llevarla, es mi ruina.

Lo apartó de un codazo y se subió al asiento del conductor. Las llaves estaban puestas. Justo cuando arrancaba escuchó a aquella comadreja que decía:

– No dé mi nombre, por amor de Dios.

No tardó ni un minuto en llegar a la casa de socorro, situada al lado del Club de Remo, junto al río.

– Es un aborto, tiene una hemorragia -dijo al llegar.

Los enfermeros la subieron en una ambulancia y se fueron a la Cruz Roja. Dejaron que Julio subiera con ellos, pese a que lo miraban con desprecio.

Cuando llegaron, entraron por la puerta de urgencias y Alsina se quedó dando los pocos datos que sabía sobre la chica: nombre, domicilio y la razón de su madre, poco más.

– Llama a la policía -pidió la enfermera a una compañera.

La madre de la niña llegó al cabo de una hora de aquello, al mismo tiempo que una pareja de grises acompañados por un secreta, Jiménez. No se sorprendió al ver que le ponían las esposas sin siquiera preguntar. En aquel momento, un médico salía a dar noticias.

– Está muy grave, en coma. Ha perdido mucha sangre. No creo que pase de esta noche.

Tuvieron que sujetar a doña Tomasa, que se lanzó sobre Alsina para arrancarle los ojos.

Jiménez permanecía sentado al revés en una silla, con la camisa arremangada y los antebrazos apoyados en el respaldo. Su barbilla descansaba sobre éstos y miraba a Alsina fijamente.

– Dime otra vez cómo te has hecho esos arañazos de la cara.

– Esta noche, en una finca de La Tercia, El Colmenar. Con las ramas. Me he colado a buscar unos fiambres.

– Tú…, ¿lees muchas novelas?

– No, coño, no.

– ¿Qué le has hecho a esa niña? La has violado, ¿no?

– ¡No, hostias! La han llevado a hacerle un aborto con alguna carnicera y se ha desangrado.

– El hijo era tuyo, claro. Te la follaste. Se te va a caer el pelo, es una menor.

Guarinós abrió la puerta y entró en la estancia. Alsina se estremeció al verlo allí. Lo que faltaba.

– Fuera -ordenó a Jiménez, que salió de allí a toda prisa.

Entonces miró a Alsina desde el fondo de sus profundos ojos, gélidos y plenos de impiedad:

– Te tenemos trincado por los cojones.

Julio miró al suelo.

– Sabes que te la has cargado con todo el equipo.

– No tengo nada que ver en este asunto, sólo he intentado salvar la vida a la chica.

– ¿El seiscientos es tuyo?

– No, de un vecino. El culpable.

– ¿Te lo ha dejado?

– No.

– O sea que lo robaste.

– ¡La chica se nos iba! Adolfo Guarinós sacó un cigarrillo y lo encendió con un gesto lento, estudiado y efectista:

– Corrupción de menores, aborto, robo de vehículo, quizá violación…

– Ha sido mi vecino, don Serafín. Trabaja en Hacienda.

– Ya. Hay una vecina, una platanera, que dice haberte visto un par de veces con la chica…

– Soy inocente. Lo juro.

– Mira, Alsina, yo podría ayudarte. Pero si quieres salvar las pelotas, o lo que te quede de ellas, tendrás que entregarme las de ese cerdo, don Raúl.

Alsina quedó pensativo.

Entonces lo vio claro: lo tenían bien agarrado.

– Que venga Guillermo Yesqueros. Es cosa de Homicidios -dijo muy seguro de sí mismo.

Sintió un gran alivio cuando vio entrar a Yesqueros, el jefe de Homicidios, acompañado de dos de sus hombres.

– ¡Alabado sea Dios! -exclamó Julio-. He pedido que te llamaran.

– ¿Qué tripa se te ha roto, Alsina? Es la una de la madrugada.

Jiménez le contó lo de la joven, Clara, mientras Guillermo Yesqueros tomaba asiento. Guarinós permanecía de pie, al fondo, expectante.

– Quiero ofrecerte un trato, Yesqueros -propuso Alsina.

– De eso, nada -intervino Guarinós.

El jefe de Homicidios tomó la palabra:

– Este hombre es mío, Adolfo, y lo sabes. Si la cría palma, será homicidio por imprudencia, y ahí entro yo.

– La chica sigue viva que yo sepa -repuso Guarinós.

– El trato sirve para los dos -dijo Julio-. La presencia de Yesqueros en el asunto sería como un seguro para mí, pero Guarinós puede estar presente. Yo no soy quien llevó a la chica a abortar. Estaba embarazada de mi vecino, Serafín. Él vino a buscarme para que le ayudara.

– Sí, claro. ¿Y por qué iba a buscarte a ti? -preguntó el jefe de la Político Social.

– Porque yo conocía su secreto. Un buen día dieron un escándalo en el cine Coy, en una matinal, y yo los salvé. Lo podéis comprobar con el acomodador.