– ¿Y los rasguños de tu cara? -terció Yesqueros-. Convendrás que esto es un poco raro.
– Esta noche me he colado en la finca y he hecho averiguaciones. Casi me trincan los americanos y he salido por piernas. He llegado a la pensión, me he duchado y cuando me iba a acostar ha venido a buscarme ese tipejo, don Serafín. Preguntadle a la criada. Ella le ha abierto. Se ha quitado de en medio, tenía miedo y la cría se moría, le he dado un empujón y he conducido su coche hasta la Casa de Socorro.
Los interrogadores se miraron. Era evidente que lo que contaba Alsina tenía sentido:
– Don Serafín tiene seis o siete hijos, su mujer está embarazada y de ésta se busca la ruina; creedme, ha sido él.
Guarinós dio un paso al frente y apoyó las manos en la mesa mirando a Alsina.
– Julio -comenzó con tono compasivo-, ¿de verdad te crees que a mí me importa la verdad? El destino ha sido bueno conmigo y te me ha entregado con un lacito de regalo. Sabes que te tengo agarrado por los huevos y que si quiero, te empapelo. Si quiero, obviamente, podría investigar lo de ese… Serafín, pero, claro, deberías motivarme. Estamos a oscuras en lo que tú ya sabes.
Quedaron todos en silencio.
– Parece razonable -reconoció Yesqueros-. Dales algo.
– Con la condición de que Yesqueros esté siempre delante.
– De acuerdo -aceptó Guarinós. -Sé dónde enterraron los fiambres.
Los del búnker tuvieron suerte: el juez de guardia, Humberto Astudillo, era uno de los suyos. A eso de las seis de la mañana tenían la orden de registro y aproximadamente a las siete hacían su entrada en la finca por un camino lateral. Iban en dos coches. En unos de ellos viajaba Alsina esposado. Éste los guió hasta el claro y de inmediato comenzaron a cavar.
A los pocos minutos de haber llegado apareció un jeep con dos guardias españoles. Gente del campo. No supieron qué hacer cuando les mostraron las placas y la orden judicial, pues eran claramente analfabetos. No tardó en llegar el mismísimo don Raúl, escoltado por el pedáneo y un pequeño ejército de mercenarios de Wilcox.
– ¿Qué pasa aquí? -dijo bajando de un jeep con aire de enojo.
La situación era tensa, pues daba la sensación de que iban a liarse a tiros en cualquier momento. Alsina leyó el miedo en el rostro de Guarinós.
Yesqueros les enseñó la orden judicial e intentó calmar a don Raúl, que parecía muy nervioso.
– ¡Aquí! -dijo de pronto uno de los policías que cavaba.
Todos giraron la cabeza. Había golpeado algo que sonaba como metálico. De inmediato se emplearon a fondo cavando en aquel punto y finalmente dejaron al descubierto un fragmento de metal negro. Quedaron algo confusos.
– ¿Ven? Una tontería -dijo don Raúl sin poder exteriorizar su alivio-. Chatarra…
– Es el coche en que iban Paco Quirós y su novia. Un mil quinientos negro -especificó Alsina, lo cual provocó que el dueño de la finca lo fulminara con la mirada.
– ¡Seguid cavando! -ordenó Yesqueros a la vez que don Raúl subía en un vehículo y volvía a su casa para telefonear al gobernador civil. El jefe de Homicidios optó por pedir refuerzos por radio de manera urgente. Allí podía armarse una buena.
Los guardias uniformados que llegaban se fueron sumando al trabajo. Salió el sol y subió la temperatura en una mañana que parecía casi primaveral. Hubo un momento en que cavaban más de veinte hombres. Conforme iba quedando al descubierto el vehículo, comprobaron que no había nadie dentro. Se fueron desanimando poco a poco. A las dos de la tarde lo habían desenterrado entero. Abrieron el maletero con una cizalla y no hallaron nada.
Don Raúl regresó muy indignado:
– ¿Ven como no hay fiambres dentro? Un coche; ¿y eso qué significa?
Yesqueros encendió un cigarrillo y se acercó al preboste:
– Ese coche era conducido por un joven que desapareció misteriosamente con su novia. Ha aparecido oculto en su finca. Esto no es ninguna tontería. Hablamos de una propiedad privada. Suya. Me temo que tendrá que acompañarnos. Podríamos hablar incluso de asesinato.
Don Raúl quedó confuso. Como un boxeador al borde del KO. Hasta que, de pronto, señaló al pedáneo y dijo:
– Bueno, no merece la pena ocultarlo. Fue él.
– ¿Cómo? -dijo sorprendido el acusado, Edelmiro García.
– Sí. Intenté disuadirle, pero se empeñó. Me vino con el cuento de que los hombres habían encontrado el coche en mitad de la finca, abandonado. Yo le dije: «Llame a las autoridades, Edelmiro». Pero él se empeñó en que aquello podía causarnos problemas y que era mejor enterrarlo -dijo el dueño de la finca.
– ¿Yo? -repuso el alcalde de La Tercia, que, claramente, no sabía de qué le hablaban.
– ¡Sí, tú! Pero tendrás los mejores abogados, no te preocupes. No has hecho nada malo. Sólo enterrar un coche.
– Pero yo no… yo no…
– ¡Basta! -cortó don Raúl-. Harás lo que se te dice. Todo irá bien.
Entonces intervino Guarinós, que parecía disfrutar mucho con aquello:
– Mire, don Raúl, usted comprenderá que se trata de su palabra contra la de su capataz, o lo que sea. Me temo que, como dice mi compañero, debe venir usted con nosotros.
– Fui yo -terció de repente el pedáneo para sorpresa de todos-. Yo mandé enterrar el coche pese a la oposición de mi patrón, sí. Le dije que lo habíamos sacado de la finca con una grúa, pero mentí. Él no sabe nada de esto. Como los jóvenes habían desaparecido, al ver el coche en la finca temí que nos acusaran a nosotros de cualquier barbaridad. Es evidente que robaron el coche y lo abandonaron aquí para luego fugarse. Quizá me equivoqué desobedeciendo a mi jefe, ahora veo que debía haberles avisado.
Don Raúl sonreía exultante y Guarinós no pudo disimular su enojo ante la confesión, falsa a todas luces, del pedáneo. Pobre siervo. Llegó un camión grúa para llevarse el vehículo al depósito.
– Esposadle, entonces -ordenó Yesqueros a sus hombres, que metieron en el coche policial a Edelmiro García. Don Raúl había ganado aquel asalto y, de momento, la guerra continuaba.
Cuando llegaron a comisaría, Alsina quedó libre y sin cargos. Clarita había recobrado la consciencia y a las seis y media de la mañana preguntó por «su Serafín», por lo que la madre, doña Tomasa, avisó a la policía, que detuvo al empleado de Hacienda cuando iba a salir de casa. El susodicho había confesado en cuanto sintió que le ponían las esposas, entre el llanto de su esposa y el insoportable griterío de aquellos diablillos que tenía por hijos.
– Mejor que esto, cualquier cosa. Al menos, en la cárcel estaré tranquilo -comentó el pobre desgraciado.
La niña, ingresada en el Hospital de la Cruz Roja, junto al río Segura, parecía mejorar.
Alsina se fue a dormir a la pensión. Necesitaba descansar y valorar las posibles consecuencias de aquel fiasco. Despertó a eso de las siete y aprovechó para hacer una llamada a Rosa según la clave que habían convenido. Tres tonos y colgar. Luego, otra llamada, un tono y colgar. Entonces salió y fue a la plaza de San Pedro, al hotel Majestic, y tomó una habitación, la doscientos uno. Subió. Al rato llegó Rosa, que había entrado por la puerta de atrás, como Julio había convenido con el botones a cambio de una generosa propina. Pudieron amarse hasta las diez de la noche y ponerse al día de los últimos acontecimientos. La joven pensaba que él había corrido riesgos excesivos y, además, la reacción de don Raúl y de sus amigos los tecnócratas prometía ser contundente. Salieron por separado y caminaron de vuelta a casa dejando entre sí más de cien metros de distancia. Una pantomima.