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Aquel crimen llegó a conmocionar al país entero: en la calle Carril de la Farola se produjo la muerte de una niña de nueve meses, María del Carmen; el médico dictaminó que a causa de una meningitis. A los cuatro días falleció un hermano de la niña, Mariano, de cinco años. El doctor que atendía a la familia achacó el óbito de nuevo a dicha enfermedad, pero unas fechas después fallecía otra hermana más de aquella nutrida prole, una niña de cuatro años, Fuensanta. La policía tomó cartas en el asunto y el caso fue a parar a Ruiz Funes. El pobre Joaquín no pudo evitar un cuarto deceso, el del más pequeño miembro de la familia que había sobrevivido, Andrés. El despiadado ejecutor resultó ser una niña, la mayor de los nueve hermanos, a quien se le había robado la infancia. A aquella niña le gustaba jugar, pero no podía, se veía obligada a limpiar, a cuidar sus hermanos y a hacerse cargo de las labores de la casa como una versión moderna de Cenicienta. Había acabado por decidir la eliminación de los menores, los que más esclavizaban, con una mezcla de DDT y matarratas. Para Ruiz Funes, que decía que aquella era una niña pizpireta, espabilada y juguetona, fue su último detenido. Ni siquiera fue a la cárcel debido a su edad, sino que ingresó por orden del juez en las Oblatas, un centro para jóvenes descarriadas donde pudo tener, al fin, algo parecido a una infancia. Había quien decía que la verdadera asesina había sido la madre de las criaturas, pero nada pudo probarse al respecto. Un caso horrible.

Ruiz Funes no volvió a ser el mismo, aunque supo reinventarse después de aquello. Al parecer, le iba bien. Mante-nía buenas relaciones con el Régimen y era un tipo muy listo.

Aquella tarde vestía traje oscuro, con rayas finas de color blanco, apenas perceptibles pero que le daban un cierto aire de acaudalado, corbata roja y camisa azul celeste. Lucía un oloroso clavel en la solapa, a la manera de los triunfadores del momento.

Charlaron un rato y Joaquín le dijo que andaba tras un negocio de envergadura, como siempre; le contó cotilleos sobre lo más granado de la sociedad murciana y se jactó de un par de aventuras amorosas. «Tú lo que tienes que hacer es venirte a trabajar conmigo», le dijo cuando se despedían. Siempre lo había tratado con respeto, hasta con cariño, pese a ser él un apestado cuya compañía todos rehuían. Alsina le estaba muy agradecido por ello.

Entonces, sin saber muy bien por qué, cruzó la Gran Vía -en realidad se llamaba avenida de José Antonio, aunque nadie usaba nunca ese nombre-, y en unos minutos se acercó, caminando a paso vivo, a la plaza de la Cruz. Llegó al pie de la torre de la catedral y miró hacia arriba. Era imponente. «Menuda caída», se dijo.

El templo era bello, sin duda. La fachada, que daba a la plaza de Belluga, le pareció algo barroca la primera vez que la vio tomando café con Adela, quizá demasiado recargada, pero ahora le parecía hermosísima cuando se recortaba contra el cielo siempre azul. Era algo que le gustaba de aquella pequeña ciudad: el sol siempre brillaba y el cielo era de color turquesa, casi sin nubes. La luz del Mediterráneo es algo a lo que uno se acostumbra fácilmente.

Sin saber muy bien por qué, entró en la catedral, pagó al sacristán y se vio escalando las empinadas cuestas que ocupaban las tripas de aquel inmenso torreón. Tuvo que descansar varias veces. En un rincón olía a orines, vio cáscaras de pipas e incluso sorprendió a una pareja besándose junto a una ventana. Cuando lo vieron llegar salieron corriendo a toda prisa cuesta abajo mientras ella intentaba bajarse la falda. Un grupo de niños se cruzó con él cuando iban de vuelta. Parecían felices y sintió envidia. Llevaban golosinas en la mano, un par de piruletas y un paquete de chicles Cheiw. Aquellos rapaces pasaban la tarde entre carreras arriba y abajo. Jugaban a policías y ladrones, a la guerra, y se meaban desde arriba intentando acertar a los viandantes. A veces tiraban petardos que estallaban mucho antes de llegar al suelo. Cuando llegó arriba, donde las campanas, se sintió exhausto. Apoyó las palmas de las manos en los muslos y tomó aire. Entonces vio allí a Ramiro Herrera, un pedófilo muy conocido en comisaría. Pensó en las piruletas que llevaban los niños que se había cruzado al subir.

Cabrón.

Mostró la placa para acojonarlo y le dijo que avisaría al sacristán para que llamara a comisaría si le volvía a ver por allí. El otro salió por piernas farfullando una excusa.

Cuando quedó a solas miró la hora. Las siete menos cuarto. Respiró con alivio, no quería estar allí cuando sonaran las campanas. Se acercó al ventanal por el que debía de haber saltado aquella pobre mujer. Pasó bajo una inmensa campana y se asomó al exterior. Tenía miedo. Volvió a mirar el reloj. Desde allí se veía toda la ciudad, la huerta, el edificio Alba que tenía deslumbrados a los lugareños por su altura, y a lo lejos, el campo de fútbol La Condomina. Pensó que Murcia era aún pequeña.

Su mente, inconscientemente, la comparaba a menudo con su ciudad natal, Madrid. La noche y el día.

Aquélla era una pequeña urbe que había pasado de ser una ciudad compacta en la preguerra a una población desordenadamente estrellada. Su crecimiento se complicaba por la existencia de núcleos rurales muy cercanos y por la nebulosa presencia de la huerta, muy hermosa, que en algunos puntos distaba menos de ochocientos metros del centro de la población. Aun así, el viejo casco había crecido hacia levante, rozando los cien mil habitantes: en el Polígono de la Paz habían nacido seis bloques y se levantaron viviendas de cierta altura junto a la plaza de toros, y la Gran Vía se estaba convirtiendo en una arteria que vertebraba la expansión hacia la plaza Circular que todos llamaban «la Redonda». Pero con todo, aquélla era una ciudad pequeña, coqueta, casi un pueblo.

Alsina miró hacia abajo y contempló a la gente que pasaba: hormigas, tipejos insignificantes cuya vida no importaba a nadie.

Como la suya. Vislumbró por un momento la sensación que vivió la suicida, el viento en la cara, los brazos abiertos y el suelo que se acerca, rápido, rápido…

Entonces la vio.

En un pequeño saliente, en la base de la balaustrada de piedra, había algo rojo que brillaba con el soclass="underline" la uña.

Se dobló sobre sí mismo y alargó el brazo sujetándose con fuerza con la otra mano. Temió que la campana sonara en aquel inoportuno momento. Lo lanzaría al vacío. Qué tontería, quedaba tiempo. Su pie izquierdo quedó en el aire. Cuidado, podía caer. Con las yemas de los dedos palpó la uña. Hizo pinza a duras penas con el extremo del índice y el anular y se hizo con ella. Casi se le cae. Poco a poco recuperó la verticalidad. Respiró hondo. Salió de debajo de la campana y se situó en el centro de la torre.

Miró el reloj: menos cinco.

De pronto, todas las campanas comenzaron a sonar haciendo que casi le estallaran los oídos. Salió de allí a la carrera. ¡Su repugnante reloj atrasaba! Se juró a sí mismo que lo machacaría de un martillazo al llegar a la pensión. Por poco lo mata. Había sido cuestión de segundos. Si hubiera sonado la campana cuando estaba suspendido, lo habría lanzado al vacío.

¡Maldito reloj! Recordó que era un regalo de Adela, claro.

Triturar aquel odioso reloj de un martillazo fue algo liberador, terapéutico. Entonces no lo sabía, no era consciente de ello, pero aparte de vengarse de aquel chisme por intentar asesinarle, rompiéndolo se había deshecho del último objeto, el último nexo que, de manera invisible, lo mantenía unido a Adela. Le temblaban las manos, ¡había estado a punto de morir! Sacó la botella de Licor 43 de su mesilla de noche para endosarse un buen trago.