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– Alsina, te buscaba.

Se giró y vio que era Guarinós. Debía de haberle visto desde comisaría y había acudido a su encuentro.

– ¿Qué diablos quieres ahora?

– Resultados.

– Ya no trabajo para la policía, ¿recuerdas?

– Tenemos un trato. ¿Quieres? -dijo ofreciéndole un chicle Cheiw.

– ¿Qué trato? Don Serafín se autoinculpó y eso demuestra que soy inocente de lo del aborto de la chica, y además, os llevé al coche. Pensé que tenía el asunto resuelto, pero me quedé en puertas. No puedo hacer más.

– No es suficiente. Hemos quedado como idiotas. Se me va a caer el pelo. El gobernador y el comisario quieren los cuerpos. Sólo así echaremos el guante a don Raúl. No encontramos un juez que nos expida una orden para registrar la finca, que, además, es inmensa. Estamos en situación de empate y tú nos vas a ayudar a salir de ella.

– No.

– Trabajas para mí, Alsina, te guste o no. No te conviene enfadarme.

– ¿Trabajo para ti? ¿Y qué hay de Ivonne?

– ¿Quién?

– Ivonne, la prostituta del Victoria.

– No sigas por ahí, no te interesa.

– Todos tenéis cadáveres en los armarios, Guarinós. Dices que trabajo para ti y no me das suficiente información. ¿Cómo voy a a trabajar a oscuras? Vosotros la liquidasteis, ¿verdad?

– Te he dicho que dejes ese asunto. ¿De verdad crees que a alguien le importa una triste puta muerta? Quiero los cuerpos, Alsina. Tienes una semana. Si no me entregas la cabeza de ese traidor lameculos de los americanos iré a por ti. Avisado quedas. Por otra parte…

– ¿Sí?

– Está lo de tu asunto con la falangista…

Julio levantó la cabeza y miró con odio a Adolfo Guarinós, por lo que éste puso cara de satisfacción para continuar diciendo:

– Es una pena que no te puedas casar con ella. Quién sabe, quizá, si eres buen chico y cumples con tu patria, igual te caía algún regalito. Ya sabes, al pendón de tu mujer, allí, en África, podría pasarle algo y tú quedarías libre para siempre. Qué zorra era, chico, pero la verdad es que en la cama era una fiera.

– Hijo puta… -murmuró por lo bajo.

Por primera vez en más de un mes, Alsina sintió la necesidad de emborracharse mientras veía alejarse a aquel malnacido.

Respiró hondo y aquella sensación se fue alejando cuando pensó en Ivonne.

Rosa Gil tomó el autobús de Algezares, un pequeño pueblo situado en la falda de la sierra, bajo el santuario de la Fuensanta. A eso de las cinco se apeó en la última parada y subió en un Simca 1000 que la esperaba. Julio y ella se besaron y él arrancó el coche para subir hasta la Cresta del Gallo. Allí, lejos de miradas indiscretas, pudieron caminar de la mano y charlar pese a que la tarde era muy fría, paseando entre pinos sin rumbo fijo.

Le contó lo ocurrido con Guarinós aquella misma mañana.

– Es obvio que están nerviosos, no saben qué hacer -dedujo Rosa.

– Me temo que don Raúl no va a quedarse quieto y, ¿sabes?, me siento como si estuviera entre dos trenes que van a chocar

Ella sonrió:

– Es un buen símil.

– Pensé que había dado con los cuerpos y ya ves, sólo encontré un coche.

– Lleno de sangre.

– Sí, lleno de sangre. ¿Qué estará pasando en aquel lugar?

– No lo sé, Julio, pero nada bueno. Debes tener cuidado, sobre todo con los del búnker; los animales heridos son muy peligrosos.

– ¿Heridos? Yo los veo más fuertes que nunca.

– No te equivoques. Desde la misma Sección Femenina se está nadando y guardando la ropa. Los ideales de José Antonio se traicionaron hace ya muchos años, e incluso su propia hermana, mi jefa, Pilar Primo de Rivera, ha dado algún que otro bandazo que la gente no entiende. Por pragmatismo, claro. Hay que adaptarse a los tiempos. La Sección Femenina ha llegado a adquirir mucho protagonismo dentro del Régimen, y no podemos perderlo todo por seguir a los del búnker. Hemos ido perdiendo influencia poco a poco, Julio. Al principio, Franco necesitaba a los falangistas, una primera línea aguerrida y fiel, tropas de choque, gente idealista y, a veces, casi suicida. Ya no hay un enemigo interno al que combatir, la guerra se ganó y la posguerra sirvió para aniquilar cualquier disidencia. Lo que ahora le interesa a Franco es la economía.

– Pan y circo.

– Sí, más o menos, y bienestar. No creas, no me parece mal. El milagro económico lo ha cambiado todo. Falange ya no es tan necesaria para ellos, y los del búnker lo saben. Han perdido mucha influencia, y eso duele; afecta a los bolsillos, a los negocios, al poder. No entienden de aperturismo. Nosotras nos estamos reciclando, en cierto modo somos como un ministerio más y no un apéndice de Falange. Pero dentro queda gente que piensa morir matando, y no sólo políticamente. Ten mucho, pero que mucho cuidado.

– Descuida, lo tendré.

Siguieron caminando de la mano, en silencio. Comenzaba a oscurecer.

– ¿Y tú qué opinas, Rosa?

Ella sonrió con amargura:

– Yo ya no sé qué pensar. Todas esas consignas, mis lecturas, el nacionalsindicalismo y el papel de la mujer como piedra sobre la que construir un imperio eran verdades inmutables para mí y… ahora, de repente…, aparece un hombre y ¡zas! Comienzo a comportarme como una imbécil. Todo por la borda.

Él sonrió y la atrajo hacia sí. Comenzaba a oscurecer. Entraron en el coche y comenzaron a besarse apasionadamente. Hicieron el amor con el ansia que en los seres humanos despierta lo prohibido.

Richard

Eran las diez de la mañana cuando Julio se presentó en la finca de don Raúl. La cancela estaba cerrada, pero pudo hablar con dos empleados que entraban en aquel momento en una furgoneta.

– Digan que Alsina quiere hablar con Richard, alias «Gun-boy», de la CIA.

Aquellas palabras, como esperaba el policía, surtieron efecto, porque poco después acudió un jeep con dos tipos de Wilcox a recogerle.

Lo condujeron por entre un mar de almendros hasta una casa inmensa y señorial. Al fondo, hacia el sur, estaba la residencia de don Raúl. Alsina sabía que se hallaba en La Casa. El jardín era precioso, de ensueño, con un césped bien cuidado, piscina y setos de cipreses rodeando el conjunto. Aquello parecía una residencia de las que aparecían en las películas americanas. Había pistas de tenis y canchas de baloncesto, una pista de atletismo e incluso un pequeño y cuidado campo de golf.

Allí, en un solarium junto a la enorme piscina, le esperaba Richard, sentado al sol con un whisky en la mano.

– ¿Un Licor 43? -ofreció, recibiendo al policía con una clara alusión a que lo sabía todo de él.