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– No, gracias, como ya sabe usted, he dejado de beber recientemente. Julio Alsina, encantado.

– Richard Smith -dijo el otro sin levantarse. Había mentido sobre su apellido.

– Ya.

Era un tipo menudo, delgado y de aspecto insignificante, cabello abundante, lo peinaba con raya al lado. Era castaño tirando a rubio, llevaba bigote y gafas de sol de estilo milita como de piloto, que no dejaban ver sus ojos.

Julio sentía que su rival le estaba escrutando. No hablaba, sólo le miraba, paladeando cada trago de su copa.

– Se preguntará por qué quería verle.

– Pues la verdad, sí.

– Tienen ustedes unas instalaciones preciosas.

– Nos gusta que nuestra gente se sienta a gusto, están muy lejos de casa.

– ¿Eso incluye fiestas con prostitutas?

Richard sonrió:

– ¿Ha venido sólo para provocarme con tonterías como ésa? Le queda a usted mucho por aprender.

Obviamente, Julio estaba dando palos de ciego, se sentía presionado por Guarinós y no sabía cómo actuar. Había sido un ingenuo.

– Richard, usted sabe que ha desaparecido gente por aquí, del pueblo.

– ¿Sí?

Dos tipos bien parecidos, rubios y altos, pasaron junto a ellos ataviados como tenistas profesionales.

– Sí. Los asesinatos son asesinatos aquí y en Estados Unidos.

– No sea imbécil, Alsina, una vida norteamericana no vale lo que una española. No se ofenda y no me mire así. Hoy por hoy es la verdad -replicó el agente de la CIA.

El policía sintió que la furia crecía en su interior y no pudo contenerse:

– Sé lo que están haciendo ustedes aquí.

Richard Smith estalló en una sonora carcajada. De hecho, se atragantó cómicamente con su bebida y a consecuencia de aquello comenzó a toser como si se ahogara. Cuando se encontró más repuesto volvió a tomar la palabra:

– Es usted fantástico; pero ¿qué pretende? ¿Ahogarme de risa? Ni yo mismo sé lo que hace Wilcox, yo no entiendo de abonos, lo mío es la seguridad.

– Y el robo de fotografías.

El veterano agente de la CIA no pudo disimular. Hasta se le cayó el vaso al suelo.

Había dado en el blanco.

Richard intentó rehacerse. Entonces, mirándolo con odio por encima de los cristales verdosos de sus Ray Ban de piloto americano, añadió:

– Deje ya de decir tonterías. Me está enojando, ¿sabe?

– Sé que usted robó la foto y sé que es importante. Ah, y sé por qué.

– ¡Yo no robé nada! Sería el asesino, Honorato.

– Vaya, ¿y cómo sabía a qué foto me refería? ¿De qué domicilio? No lo he mencionado.

Richard dio un puñetazo en la mesa. Apretaba los puños con furia. Era evidente que se trataba de un tipo violento.

– ¡Not now! -gritó amenazando con el dedo a una criada que había salido de La Casa para barrer los cristales. La chica, sumisa, volvió sobre sus propios pasos.

Alsina se había crecido:

– ¿Sorprendido? -remachó-. Además, no ha reparado usted en otro pequeño detalle: cuando se produjo el robo de la fotografía, Honorato Honrubia ya había sido detenido. Él no pudo ser. ¿Cómo no se le ocurrió llevarse unas alhajas o algo de dinero para que aquello pareciera un robo de verdad, hombre? La verdad, pensaba que era usted un profesional, quizá se ha relajado pensando que aquí somos tontos. ¿Cree usted que está en Cuba o en Vietnam?

Aquello ya era demasiado.

Antes de que pudiera darse cuenta, aquel energúmeno había saltado sobre él. Sintió el frío acero de un estilete que el americano había sacado de no se sabía dónde. Parecía una navaja de esas cuya hoja se acciona con un muelle. Richard tenía una fuerza descomunal pese a ser tan menudo.

– Escuche, hijo de puta -barbotó aquel carnicero-. Tiene diez segundos para salir de esta finca y no volver a poner aquí los pies nunca más. Es usted hombre muerto.

Se separó de su presa de un salto y dos gorilas se llevaron al incómodo visitante en volandas. Cuando lo dejaron junto a su coche y se alejaron derrapando en su jeep, a Julio Alsina aún le temblaban las piernas.

Eran las cinco de la tarde cuando Alsina hacía su entrada en el despacho del comisario. Allí, don Jerónimo apuraba un habano junto con don Faustino Aguinaga, el gobernador civil, y el gusano de Adolfo Guarinós. Estaban sentados en unos cómodos sillones que rodeaban una recargada y horrible mesa de café.

– ¡Aquí está nuestro hombre! -exclamó el gobernador-. Siéntese, siéntese, pollo.

Alsina lo miró con cara de pocos amigos.

Le sirvieron una copa de coñac que ni tocó: -Ustedes dirán.

– No, no, habla tú primero, Alsina.

Julio suspiró; aquellos tipos no iban a rendirse.

– No sé nada. He ido allí, me he colado tres veces en la finca e incluso intenté infiltrarme en las instalaciones de Wilcox y no sé qué coño se traen entre manos.

– ¡Modera el lenguaje, escoria! -escupió Guarinós.

– No importa, no importa. Estamos entre amigos -terció el gobernador.

– Esta mañana he ido a la finca y me he entrevistado con Richard, el de la CIA.

– ¿Cómo? -preguntó don Faustino incorporándose en su silla.

– Sí, que Richard, el jefe de seguridad de la Wilcox, es de la CIA. ¿No lo sabían?

El comisario y el gobernador civil miraron al jefe de la Polí tico Social con cara de pocos amigos.

– ¿Ves, Guarinós? Este hombre piensa y por eso progresa. Siga joven, siga.

– Bueno, el caso es que me he plantado allí y le he apretado. Por poco me mata. Se me ha lanzado al cuello con una navaja y me ha dicho que soy hombre muerto.

– Bah, bravatas. Está usted con nosotros, se lo dice Faustino Aguinaga.

– Perdone usted, señor gobernador, pero esa gente no se anda con chiquitas, y con respecto a eso de que estoy con ustedes… no sabría qué decirles.

– ¿Cómo dice?

– Sí, que quiero desvincularme de este asunto en el que, sea dicho de paso, siempre he estado solo. Además, me falta información. Por ejemplo, ¿qué pasó con Ivonne?

El comisario, muy serio, dijo:

– Ya se te dijo que no siguieras por ahí. No hay nada que rascar. Podrías hacerte daño.

Alsina pensó en que aquello comenzaba a ponerse feo y se tranquilizó al sentir el tacto de la pistola en sus costillas. Después de lo ocurrido aquella mañana con Richard, había decidido ir armado como precaución.

– Ustedes la mataron -sentenció.

– Ésa es una acusación muy seria, hijo -apunto el gobernador-, pero haré como que no la he oído. Le necesitamos, es usted bueno; ha resultado ser un… descubrimiento. Tiene dos opciones: o colabora o está acabado, usted elige. Tiene una semana. Se ha colocado usted justo donde no puede estar, entre los dos bandos, y eso es lo peor que podía hacer. Debe tomar partido. Bueno, piénseselo.