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Alsina se levantó y salió de allí arrastrando los pies. Guarinós le miraba con odio, por haberle hecho quedar mal con sus superiores. Había conseguido enemistarse con dos sicarios en un solo día, primero Richard, luego, Adolfo Guarinós. Pensó que las cosas no podían irle peor.

Comenzaba a oscurecer cuando llegaba a la pensión en la calle de Almenara. Debían de ser poco más de las seis. Nada más entrar en el portal intuyó que algo iba maclass="underline" desde detrás, algo a la izquierda, surgió un tipo. Estaba aguardando en la sombra, oculto, y preguntó:

– ¿Alsina?

No pudo contestar. Apenas había asentido cuando vio brillar el acero de una navaja que iba directa a su corazón. Oyó gritar a una mujer. Gracias a que llevaba la gabardina en la zurda pudo oponer cierta resistencia, usándola como antaño hacían los espadachines con su capa. Adelantó el brazo lo justo como para que la hoja del arma se enredara con la prenda, aunque en seguida supo que el agresor le había herido, pues sintió un intenso dolor en el antebrazo. En esas décimas de segundo estuvo rápido y pudo empujar a aquel tipo con el brazo derecho haciéndolo rodar por el suelo. Julio dio un paso atrás, aún confundido, y acertó a meter la mano en la funda para tirar de pistola. ¿Qué estaba pasando?

El atacante se había rehecho, y tras rebuscar por el suelo en la oscuridad del portal, recogió la navaja y saltó hacia él con la intención de apuñalarlo de nuevo. El policía, reculando asustado y con la pistola al pecho, logró hacer fuego y reventó la cara del hombre antes de caer de espaldas al suelo.

Había estado muy cerca.

Oyó voces y se levantó mareado. Notaba el brazo caliente y la sangre manaba en abundancia. Tuvo que sentarse en los peldaños. En un momento, aquello estaba lleno de curiosos que gritaban. Él sólo escuchaba ecos, sonidos sordos procedentes de algún lugar muy lejano. Únicamente podía oír los latidos de su corazón que redoblaba como un tambor, haciendo que sus sienes parecieran ir a estallar. Alguien le hizo un torniquete y sin saber ni cómo, lo subieron a un coche camino de la casa de socorro.

– Es un gitano, el Manolete, de la calle Ericas. Andaba metido en trapicheos. ¿Lo conocías? -preguntó Yesqueros.

Alsina, ya más tranquilo, en pijama, con el brazo en cabestrillo y medio incorporado en su cama de la pensión, dijo:

– Ni idea.

– Entonces, si tú no lo conocías…, ¿por qué te atacó?

– Era un encargo. De los americanos.

– Ya. Bien pudo ser un atraco.

– Sabía mi nombre, me buscaba. Cuando entré se dirigió hacia mí y dijo: «¿Alsina?».

Hubo un silencio.

Yesqueros volvió a hablar tras hacer un gesto al agente que le acompañaba, quien, discretamente, los dejó a solas:

– ¿No pueden haber sido los del búnker?

– No -negó Alsina-. Esos me necesitan. Todavía, claro. Ha sido ese americano, Richard. Esta misma mañana hemos tenido un altercado.

– Debes tener cuidado, Julio. Esa chica, Inés, lo vio todo; es un caso muy claro de defensa propia y no tendrás pegas, pero sé cauto. Ese tipejo había actuado ya por encargo en otras ocasiones, un mal bicho. Pero esto es serio. No puedes permitirte cometer más errores.

– Sí, el médico me ha dicho que descanse unos días. ¿Ha cantado el pedáneo?

– No, se mantiene en sus trece. Dice que sólo enterró el coche, y no creas, le han dado lo suyo.

– Pobre hombre. Un perro fiel. Ése no tiene idea de dónde están los cuerpos. Por eso lo entregó su jefe.

– Sí, dudo que podamos cazar a don Raúl.

– Ni a Guarinós.

– De eso olvídate, directamente.

– No quiero que lo de Ivonne quede impune.

– Pues me temo muy mucho que será así. A no ser que en lugar de los del búnker terminen ganando los amigos de don Raúl, los tecnócratas.

– No pierdo la esperanza de que paguen todos, unos y otros. Los primeros por lo de Ivonne y los segundos por lo que han hecho a esa pobre gente del pueblo.

– Cuídate mucho.

Yesqueros se levantó para despedirse y dio paso a una visita que aguardaba: eran Ruiz Funes y Blas Armiñana.

– ¿Estás bien, amigo?

– No es nada, no es nada -contestó quitando importancia al asunto-. Sólo ha sido un rasguño.

– Me ha comentado tu patrona que la herida es profunda.

– El médico me ha dicho que ha pasado cerca de un tendón, pero he tenido suerte. Una semana y fuera los puntos.

– ¿No has pasado miedo? -preguntó el forense.

– Pues, sinceramente, no. No tuve tiempo más que de defenderme.

– ¿Y ahora? -quiso saber Ruiz Funes.

– Tampoco, la verdad. Me sorprende, pero es así. ¿Que podrían hacerme? ¿Matarme? Total, yo ya estaba muerto.

– Chico, lo dices de una forma…

– No, no, Joaquín. Me encuentro bien, nunca me he sentido mejor. No tengo miedo, y eso es raro, lo sé, pero te hace sentir muy poderoso. Voy a por todas.

– Estás loco, amigo. Pensaba proponerte que dejaras de investigar este caso. Vete de vacaciones una buena temporada.

– No.

Armiñana y Joaquín se miraron como con pena.

– Tienes un futuro, Julio…

– Todos lo tenemos; minutos, segundos, días, meses…, quién lo sabe. Pero no pienso vivir nunca más con miedo. Esos hijos de puta van a pagar.

– ¿Quiénes?

– Todos.

Doña Salustiana asomó la cara y dijo:

– Tiene usted visita.

Julio sintió que le daba un vuelco el corazón al ver aparecer a Rosa Gil acompañada por su madre.

– Nosotros ya nos íbamos -dijo Ruiz Funes con expresión picara al observar que su amigo se había ruborizado.

– Sí, sí, mañana volveremos. Hala, a mejorarse -añadió Armiñana.

La madre de Rosa, doña Ascensión, le entregó unos bombones mientras doña Salustiana traía un par de sillas:

– ¿Está usted bien? -preguntó Rosa con cara de susto.

– Muy bien, no ha sido nada. Un rasguño -contestó sonriendo para tranquilizarla.

– Ha sido terrible. Terrible -comenzó la madre de la chica-. Parece que estas cosas sólo ocurran en las películas y fíjese. Cuando lo he sabido me he quedado muerta, y mi Rosita me ha dicho: «Vamos a verle, mamá». Sé que se portó usted muy bien con uno de sus descarriados y también con ella misma.

Alsina se sintió doblemente culpable.