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Sólo en aquella casa de putas, en la que dicho sea de paso se satisfacían las más extrañas perversiones de los varones adinerados de Murcia, accedían a irle guardando excrecencias a lo largo de la semana para que los sábados por la tarde alcanzara el paroxismo. Al parecer el origen de su trastorno se debía a una primera experiencia sexual en la que, siendo un niño, había sido iniciado por una criada de Don Benito que servía en casa de sus padres, en un día en que la joven, rolliza y entrada en carnes, estaba constipada. Don Raúl se había hecho visitar por varios especialistas de renombre, pero finalmente había optado por continuar con su vicio secreto, ya que no hacía daño a nadie. Por eso adoraba los sábados por la tarde.

– ¿Don Raúl?

El preboste levantó la cabeza sin dejar de chupar la cabeza de un langostino y se encontró con Joaquín Ruiz Funes.

Iba a soltarle un exabrupto a aquel maricón, pero se lo pensó dos veces y respondió muy educado:

– ¿Usted gusta?

– No, gracias -denegó su interlocutor, que vestía un elegantísimo traje azul marino con unos llamativos gemelos-. Sólo vengo a decirle una cosa: anoche un matón a sueldo intentó acuchillar a Julio Alsina.

– ¡Qué me dice!

– No se moleste en hacerse el sorprendido, don Raúl; sólo dígale a Richard y a míster Thomas que si le ocurre algo a Alsina, un notario suizo hará público el asunto de la foto. -Tanto él como Alsina ignoraban por qué la instantánea era tan importante, pero había que apostar fuerte-. A Wilcox no le interesa. Ah, y créame, no es un farol. Que aproveche.

Ruiz Funes salió de allí a toda prisa. Don Raúl apretó con tal fuerza el langostino que lo estrujó y se puso perdido: aquel hijo de puta le había dado la comida. Tenía que telefonear a la finca; Alsina debía seguir vivo costara lo que costase. Se levantó para acercarse al teléfono a la vez que con disimulo sacaba de su bolsillo una pequeña cosita, que ingirió para tranquilizarse.

El domingo, Julio despertó de buen humor. El brazo no le dolía y se quitó el pañuelo que usaba para llevarlo en cabestrillo. Había decidido desayunar, salir a comprar la prensa y dar un paseo por el Malecón aprovechando el fantástico sol invernal. Apenas había comenzado a mojar una tostada en su café con leche cuando Inés, sospechosamente algo más gruesa de la cuenta, entró en la cocina y le dijo:

– Don Julio, tiene usted una llamada.

Se levantó con fastidio y se encaminó hacia el pasillo. Una vez allí, cazó al vuelo el auricular que aún se balanceaba rozando la pared y dijo:

– Alsina.

Una voz de varón, tímida e insegura, preguntó al otro lado:

– ¿Alsina?

– Sí, el mismo.

– ¿Alsina?

– Le he dicho que sí. Le oigo mal. ¿Quién habla?

Hubo un silencio.

– Soy Antonio Quirós, el hermano de Paco, el que desapareció con la novia en el mil quinientos.

– Claro, Antonio, el mecánico, sí, ¿qué tal?

– Hombre, pues… no sé qué decirle, el que encontrara usted el coche, con tanta sangre… En el fondo quería creerme que mi hermano estaba por ahí, con la Pascuala, pero no le llamo por eso.

El mecánico de La Tercia volvió a quedar en silencio.

– ¿Antonio?

– Sí, sí…

– Diga, ¿qué ha pasado?

– El Alfonsito ha muerto. El viernes por la tarde se colgó de un olivo.

Ahora fue Alsina quien quedó en silencio.

– ¿Oiga? ¿Alsina?

– Sí, sí, estoy aquí, perdone. No entiendo…

– Se ahorcó. Se ha suicidado.

– Pero ¿por qué iba a hacer algo así?

– No sé, estaba loco.

– Habrá que esperar a la autopsia.

– ¿Qué autopsia?

– Pues la autopsia, Antonio. Se lo habrán llevado a Murcia o a Cartagena. Es una persona joven que muere en extrañas circunstancias y…

– Lo enterraron ayer tarde.

– ¿Cómo?

– Sí, en cuanto hizo veinticuatro horas del suceso. Por la mañana vino don Raúl desde Murcia y dispuso que se le enterrase en cuanto fuera posible. Un juez lo ordenó. No crea, don Raúl se hizo cargo de todos los gastos.

– Ya.

Se hizo de nuevo el silencio. La línea era realmente mala y se escuchaba como si alguien hiciera girar un sintonizador de radio, ruidos de fondo y ecos de conversaciones de otras personas.

– Pensé que querría usted saberlo…

– Sí, sí. Ha hecho usted bien en llamarme, gracias.

Colgó y se fue arrastrando los pies hacia su cuarto. Se sentó en la cama. ¿Quién podía hacer daño a un pobre imbécil como aquel? Quizá se había suicidado de verdad.

El Alfonsito debía de resultar molesto para la gente de Wilcox, un demente hablando por ahí de luces blancas, ángeles y ruidos raros. Era seguro que don Raúl debió de protegerlo, pero quizá el pobre tonto había forzado demasiado su suerte.

Se incorporó y comenzó a quitarse el pijama. Se puso un pantalón gris, una camisa y un jersey de cuello de pico. Mecánicamente, como si se tratara de un autómata, tomó la gabardina, fue a la cocina, apuró su café con leche y salió a la calle. De camino hacia el coche, pensó que poco importaba si hacía alguna gestión más. El Alfonsito no se había suicidado. Si no, ¿por qué se tomó tantas molestias don Raúl en que lo enterraran tan aprisa? Pensó que se había ahorcado el viernes por la tarde, justo cuando a él le habían enviado al sicario; ¿casualidad?

Subió al coche y comprobó que el brazo herido no le dolía demasiado y que se bastaba para sujetar con él el volante mientras cambiaba de marcha con el otro, el derecho, que era el que debía hacer el esfuerzo para conducir de verdad el vehículo.

Viajó hasta La Tercia pensando en que prepararlo todo para su huida con Rosa le llevaría días o incluso semanas. Ella tenía un trabajo y quizá debería poner sus asuntos en orden antes de desaparecer así como así. Era soltera y vivía con sus, padres, debía de tener dinero ahorrado, como él. No había caído en ello. Lo del Alfonsito le resultaba raro, así que decidió echar un vistazo. Quizá el tonto sabía más de lo que todos pensaban. Era el único que había visto a «los ángeles blancos» y vivió lo suficiente como para contarlo. Además, la forma en que le relató la captura de Ivonne por la Político Social o la desaparición de Paco Quirós y Pascuala a manos de «los ángeles blancos» le había demostrado que el joven tenía una memoria excelente, fotográfica.