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Alsina comprobó que todo el vecindario contemplaba el espectáculo entre conmocionado, expectante y curioso. Había ropa por el suelo, y pequeñas lamparitas de mesa, trastos viejos y figuras de porcelana tiradas aquí y allá, hechas añicos. Entonces el hombre entró en la casa y salió con un puñado de ropa que arrojó al suelo para dar una patada a la mujer, que cayó de bruces. Volvió a entrar por más cosas. Julio salió del cuarto y comprobó desde el pasillo que doña Salustiana contemplaba el espectáculo desde la ventana de su cuarto con los brazos cruzados y una evidente sonrisa de satisfacción. Ahora entendía por qué parecía tan alegre los últimos días: había logrado eliminar a su rival.

Bajó las escaleras a toda prisa y se encontró con varias personas que, atraídas por los gritos, habían entrado desde la calle para enterarse de qué pasaba. Allí estaba Inés:

– ¿Qué coño es esto? -preguntó a la criada justo en el momento en que don Diego, totalmente fuera de sí, arrojaba un jarrón de cristal que se rompió en mil pedazos a la vez que gritaba:

– ¡A la puta calle, zorra!

Inés contestó a la pregunta de Julio:

– Don Diego ha hecho como que se iba a Valencia y ha vuelto para pillar a esa golfa con el actor. Tenía que haberlo visto, don Julio, ha salido por patas, desnudo, cubriéndose las vergüenzas con un trapo.

Se reía disfrutando de veras con aquello.

Entonces don Diego agarró a su media naranja por el pelo, pues volvía en sí, y le asestó un tremendo puñetazo en la boca. Alsina se abrió paso entre los curiosos y se plantó delante de él.

Intentó interponerse.

– ¡Quítese de en medio hostias! -gritó aquel probo ciudadano que se había convertido en una bestia, mientras alguna comadres animaban al cornudo a que continuara.

– ¡Los grises, los grises! -avisó alguien.

– ¡A ver! ¿Qué pasa aquí? -inquirió uno de los guardias que acababan de entrar en el patio.

– ¡Es una puta! -gritó don Diego.

– Está fuera de sí, llévenselo -indicó Julio.

– Hola, Alsina -saludó el más alto de los dos guardias, que luego miró a la mujer, medio desnuda y arrodillada en el suelo, e inquirió-: ¿Es su mujer?

– Sí. La he pillado en la cama con otro.

El guardia ladeó la cabeza como diciendo que el marido estaba en su derecho.

– Váyanse a casa y arreglen allí sus cosas -dijo.

– ¿Qué? -espetó Alsina.

La mujer, Fernanda, apenas se enteraba de lo que sucedía. Parecía confundida y se hallaba en otro mundo, conmocionada por los golpes y por la vergüenza.

– Huele a alcohol, está borracho; deténganlo y que duerma en el cuartel -sugirió Alsina-. No podéis dejarlo que se la lleve, la va a matar.

– ¿Y acaso no es mía? -cuestionó el marido burlado, a su modo de ver cargado de razón.

Era evidente que los guardias no simpatizaban con la adúltera. Julio hizo un aparte con uno de los dos, el más alto de ellos, y le dijo:

– Éste la mata; lleváoslo y que se le pase el calentón. Mírala, si parece un Cristo.

– Es su mujer, una adúltera.

– Si la mata es responsabilidad vuestra.

– No lo condenarían.

– Con la ley en la mano, sí.

– ¿Y quién lo iba a juzgar, una mujer?

Alsina conocía el sistema. Un crimen pasional, y más tratándose de un marido ofendido, podía salir relativamente barato al autor.

– No lo dejéis a solas con ella. Está fuera de sí. Debe reflexionar y ya le ha atizado bastante, ¿no crees?

El guardia reflexionó, miró a la pobre Fernanda como con pena, se volvió y decidió:

– Esta mujer necesita atención médica.

Julio suspiró. Parecían entrar en razón.

– Venga, se viene usted con nosotros. Simplemente le tomaremos declaración -añadió el otro guardia.

La platanera acudió en auxilio de la pobre mujer y, ayudada por otras vecinas, se la llevó a su casa para curarla. Don Diego accedió a acompañar a los guardias a regañadientes, aunque seguía mirando hacia atrás como buscando a su presa. No había tenido suficiente.

– No la dejen volver a su casa -indicó Julio a las vecinas. Una de ellas contestó:

– Tiene una hermana en Lorca; ahora mismo llamamos para que vengan a por ella.

Cuando el gentío comenzó a disolverse comentando aquí y allá los detalles más escabrosos del suceso, se sintió más tranquilo. Sabía que en aquella sociedad una adúltera lo tenía mal, muy mal; por de pronto, perdía cualquier derecho sobre hijos o patrimonio, por no hablar de la consabida reacción violenta que se esperaba del marido ofendido. Él no se comportó así con Adela y ello provocó que todos a su alrededor le perdieran el respeto, desde el comisario a los vecinos, pasando por los agentes hasta llegar al último delincuente. Él no era así y le importaba un bledo que todos esperaran de él que hubiera dado una paliza a su mujer y se hubiera enfrentado al Sobrao y a media comisaría. Por primera vez se sintió orgulloso de su comportamiento. No era como el representante o los demás. Aunque era algo consabido, casi un derecho, a él no le agradaban los tipos que pegaban a sus mujeres. Cualquier excusa podía provocar un bofetón, un empellón o un grito: una comida muy salada o fría, la casa demasiado sucia o un escote algo pronunciado. Si se trataba de una infidelidad, todo el mundo esperaba y aceptaba como natural una reacción violenta por parte del marido: una buena paliza o incluso algo más. Alsina no entendía aquello, aunque quizá él era raro.

Nunca le agradó la violencia gratuita. Aunque así le iba, pensó para sí. Si una persona engañaba a otra, si le era infiel, ¿no era lo más lógico dejarla? ¿A qué tanta violencia? Por otra parte, él no había sido capaz de abandonar a su mujer, que era lo procedente. Con la ley en la mano, la habría dejado de patitas en la calle.

Pero… ¿por qué?

Entonces recordó aquel dolor. La quiso, era eso. Amó a Adela, que desde siempre lo había utilizado. Fue quien se portó mal con él, ella lo hundió, degradó y abandonó y, aun así, la había querido.

Se sintió bien por haber ayudado a Fernanda; a lo mejor incluso le había salvado la vida.

Al parecer, el actorucho había llegado corriendo semidesnudo hasta la plaza de San Pedro, donde un urbano lo detuvo por escándalo público. Un gran espectáculo para una ciudad tan pequeña como aquella. Cuando volvía a su cuarto, se cruzó con doña Salustiana. Lucía una evidente sonrisa de satisfacción.

– Enhorabuena, patrona. Estará usted satisfecha… -le dijo antes de encerrarse en su cuarto.

Julián «el Cojo»

No salió a cenar. Estaba malhumorado, deprimido, y sentía una vieja sensación que le recordaba su niñez, una especie de pesimismo endógeno, casi genético, que quizá había anidado en su ser alentado por su madre y por el hecho, a todas luces deprimente, de que creciera sin padre por hallarse éste en la cárcel. En el fondo nunca había sido un tipo optimista ni vital, y le habían afectado los últimos acontecimientos: el atentado contra su vida, el supuesto suicidio del Alfonsito y el desagradable incidente que acababa de vivir en el patio de su comunidad de vecinos. ¿Por qué la gente era así? Violenta, mentirosa y egoísta, así era la raza humana. Lo había comprobado con creces en su trabajo, y lo ocurrido con don Diego era la prueba. Su mujer, Fernanda, le engañaba con el actor. Doña Salustiana gozaba de los favores sexuales del chico a cambio del alojamiento y la comida. El joven se aprovechaba de ambas mujeres de mediana edad, y el cornudo, al saberse burlado, había actuado de aquella manera tan violenta, tan cruel.