Todos se habían comportado egoístamente, sin pensar en las consecuencias de sus actos. Doña Salustiana, la peor: había ido con el cuento al marido engañado, que aguardó pacientemente el momento de actuar. Aquello no había acabado peor de milagro. ¡Cuánta mezquindad!
Lo mismo ocurría con La Tercia. Nada había trascendido a la prensa y nadie lo sabía, si acaso los del pueblo y cuatro más, pero allí había desaparecido gente por satisfacer los intereses de alguien. No importaba que por el camino se hubieran quedado Ivonne, Honorato Honrubia, Antonia García o Pepe «el Bizco». Alguien estaba llevando a cabo su plan, maquiavélico, de manera inexorable y mecánica, sin importarle cuántos cadáveres quedaran a su paso.
¿Qué era aquello? ¿Un fenómeno extraño? ¿Los asesinatos de un loco? ¿Un complot de la CIA y de Wilcox que investigaban algún tipo de recurso de uso militar ultrasecreto?
Quizá eran todas esas cosas a la vez y ninguna de ellas en concreto.
Encontró a Hocicos y el mil quinientos negro, pero no había cuerpos. Estaba perdido, desorientado; Cercedilla, el patético ufólogo había desaparecido y el Alfonsito había muerto.
Todo aquello comenzaba a darle igual. Quería salir de allí, perderse con Rosa y empezar de nuevo. Entonces pensó en los padres de Ivonne y sintió pena.
Ivonne. Sus padres.
Veronique.
Dos amigas.
Un momento, un momento…
La compañera de Ivonne, Veronique, estaba muerta, seguro. Pero él no había hablado con sus padres. Sacó el informe correspondiente del cajón de su mesilla de noche, el que le enviara Herminio Pascual desde Madrid. Había una dirección y un teléfono. Bien podía llamar a sus padres para decirles que su hija estaba desaparecida. Hacer como había hecho con los padres de Ivonne en Barcelona. Era lo mínimo, hablar con ellos, darles la noticia.
Veronique, de nombre Assumpta Cárceles Beltrán.
Salió del cuarto y fue a la cocina:
– Doña Salustiana, tengo que poner una conferencia.
La patrona, sin atreverse apenas a mirarle a los ojos, dijo:
– Vaya, vaya.
– Ya haremos cuentas.
– No, no, don Julio, ésta es su casa.
Llegó al teléfono y pidió una conferencia a la telefonista con el número que constaba en el expediente:
– Espere -dijo una voz femenina.
Pasaron un par de minutos en los que se entretuvo en ojear el listín que colgaba junto al aparato, atado con un cordel a una alcayata en la pared. Sonó el teléfono:
– Diga.
– Le pongo.
Hubo un pequeño silencio y se escuchó al otro lado la voz de una niña que decía:
– ¿Diga?
– Hola.
– ¿Diga?
– ¡Hola! ¿Con quién hablo?
– Soy Carmencita.
– Carmencita, ¿están tus papás?
Silencio.
– Carmen, quiero hablar con los papás de Assumpta Cárceles Beltrán.
– ¿Assumpta? -preguntó la voz infantil desde el otro lado.
– Sí, quiero hablar con los padres de…
– Espere, que se pone.
– ¿Diga? -dijo una voz femenina, de adulto, alta y clara»
– ¿Oiga? ¿Assumpta?
– Sí, soy yo.
– ¿Assumpta Cárceles Beltrán?
Silencio de nuevo.
– Soy Julio Alsina, de la policía de Murcia.
Colgaron al instante.
– ¿Señorita? ¡Señorita!
La voz de la telefonista se escuchó después de un pequeño estruendo.
– Diga, señor.
– Creo que se ha cortado.
– No. Han colgado.
– ¿Puede conectarme de nuevo?
– Claro. Cuelgue, por favor.
Hizo lo que le decían y en apenas un minuto volvió a sonar el teléfono.
– Sí.
– Espere.
– ¿Diga?
Esta vez era una voz de hombre. No parecía joven.
– Soy Julio Alsina, llamo desde Murcia, policía. ¿Hablo con algún familiar de Assumpta Cárceles Beltrán? -Soy su padre. -¿Podría hablar con ella? Nada. -¿Oiga?
– ¿Sí?
– No, nada, pensé que se había cortado. Querría hablar con Assumpta.
Un nuevo silencio. Embarazoso.
– Hace años que no la vemos. Se fue.
Aquel tipo no se lo iba a poner fácil.
– Mire, investigo la muerte de una pros… de una amiga de su hija. Assumpta desapareció sin dejar rastro y temo que podría ayudarme a esclarecer el suceso.
– Le digo que hace años que se fue. Se metió a puta, ¿sabe? Aquí no queremos saber nada de ella, para mí es como si hubiera muerto.
– Pero -musitó Alsina- acabo de hablar con una niña y me ha pasado con alguien… yo creí… pensé que… era ella.
– No, se equivoca. Aquí no hay ninguna niña.
– Perdone… ¿usted se llama?
– José María.
– Usted perdone, José María, pero yo he hablado con una joven de nombre Assumpta.
– Sería mi mujer, se llama Assumpta.
– Ah.
Un nuevo silencio.
– Me va usted a perdonar, pero tengo turno de noche.
– Ya, sí, claro, disculpe. Si se entera de algo podría…
– Y no llame más.
La llamada se cortó.
La telefonista debía de estar escuchando porque dijo al instante:
– ¿Le vuelvo a poner?
– No, no es necesario, gracias.
Colgó el aparato y se fue arrastrando los pies hasta su habitación, pensativo.