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¿Había hablado con Assumpta Cárceles, alias Veronique?

¿Estaba viva y en Madrid?

Era increíble.

¿No sería todo producto de un fallo en la línea, un cruce de llamadas?

Se sentó en la cama, mirando al suelo, y echó un vistazo a sus zapatillas de cuadros.

¿Se estaba volviendo loco? ¿Lo había soñado?

Un momento. Tomó el expediente y leyó: «Nombre del padre, José María; nombre de la madre, Piedad».

¡Maldito cabrón! Le había engañado, su mujer no se llamaba Assumpta.

¿Estaba viva Veronique?

Aquella noche no pegó ojo. Salió a pasear muy temprano, fue al barbero, se compró la prensa y tomó una Coca-Cola en el bar La Tapa. Pensando al sol. Al pasar junto al mercado de Verónicas vio de lejos a Ruiz Funes; hablaba con un chico muy joven, bien vestido y con libros en la mano. Parecía un estudiante. Ambos se hallaban enfrascados en una conversación importante, pues gesticulaban mucho, con vehemencia, como apoyando sus argumentos. Decidió no acercarse por no interrumpir y siguió su camino. Cuando volvía a la pensión se encontró con doña Ascensión, la madre de Rosa. Se ofreció para ayudarle con su brazo sano a subir unas bolsas que llevaba. La mujer le dijo que, curiosamente, quería verle:

– ¿A mí? -dijo algo preocupado. ¿Sabría lo de Rosa?

– Sí, esta noche cena usted en nuestra casa. Tiene que reponerse, y nada mejor que la comida casera.

Se quedó con la boca abierta, sin saber qué decir:

– Me lo tomo como un sí. A las nueve y media -concretó la buena mujer cerrando la puerta de su casa tras ella.

Pensó en que si se presentaba en su casa, Rosa bien podía matarlo, pero, por otra parte, no podía rechazar la invitación de doña Ascensión. Lo que le faltaba. Las cosas parecían precipitarse a su alrededor, sentía que perdía el control de los acontecimientos por momentos y, definitivamente, no le gustaba. Se sentía como en un tobogán del que ya no podía bajar.

Al menos aquel asunto de la cena le hizo olvidar el tema de La Tercia. Intentó localizar a Rosa como buenamente pudo, pero le resultó imposible. No sabría cómo reaccionaría ella si lo veía aparecer por su casa, pero no tenía otra opción. Rezó porque todo saliera bien. Finalmente, a la hora convenida, se presentó en la puerta de la vivienda de la joven, vestido con su impecable traje negro, el que comprara para la fiesta en el casino.

Le abrió la misma Rosa; iba arreglada y se había maquillado levemente, por lo cual supuso que lo esperaba. Suspiró aliviado. Ella lo recibió con su mejor sonrisa y le presentó a su padre, don Prudencio. Un tipo que tenía un comercio en la plaza de San Pedro, alto, delgado y con bigote. Era el dueño de casi todo el edificio y trabajaba como una mula. Parecía simpático y jovial, y le invitó a un vino dulce con almendras. Era un tipo sencillo pese a lo holgado de su posición económica. Doña Ascensión salió de la cocina y se mostró muy cariñosa con él. ¿Lo sabría todo?

No, seguro que no. Si lo supiera, lo echaría de allí; toda la vida criando a una hija con esmero, esforzándose por sacarla adelante y darle una educación, para que viniera un policía separado, un alcohólico, un cornudo venido a menos, a convertirla en su querida.

Las cosas resultaron fáciles durante la cena, exactamente como debían de ser en la vida real, cotidiana. Don Prudencio le pareció una buena persona y doña Ascención, aunque un tanto cotilla, adoraba a Rosa. Le cayeron bien. Le sorprendió comprobar cómo don Prudencio, en la intimidad de su hogar, hacía comentarios despectivos, brillantes e irónicos sobre el Régimen, sobre el estado de excepción y sobre la irreparable situación de atraso en que aún se hallaba el país. Sorprendentemente, Rosa no se molestaba en contradecirle y doña Ascensión le recriminaba diciéndole que no se metiera en politiqueos.

– Mi casa es mi castillo, y aquí digo lo que quiero. Además, para politiqueos ya tenemos a mi hija, que se mete en esos asuntos por todos nosotros.

Los cuatro rieron. Doña Ascensión sirvió una carne mechada que tenía cierto regusto a vino, patatas fritas, una ensalada y un plato con queso, jamón y embutidos caseros que le traían de su pueblo, Archivel. Después de comerse una naranja, y mientras los restantes comensales degustaban un flan que había hecho Rosa, don Prudencio dijo que se iba a la cama. Solía acostarse a las diez y eran y cuarto. Se despidió entre halagos de Alsina y lo dejó a solas con su esposa y su hija. En la sobremesa tomaron café y charlaron. Julio habló un poco de su historia, de Adela y de que había estado alcoholizado. Doña Ascensión le quitó importancia al asunto. Rosa parecía feliz.

Por último, la madre de la chica sacó una caja de galletas antigua llena de fotos y se entretuvieron en mirarlas. La pareja de recién casados; Rosa de pequeña; sus cumpleaños; un viaje a Palamós; las fotografías de los abuelos y toda clase de recuerdos que Julio contempló con cierto agrado. Recordó la primera vez que vio a Rosa y convino que ahora le parecía una persona diferente. O había cambiado o mejoraba al conocerla. O tal vez las dos cosas.

Entonces reparó en una fotografía especiaclass="underline" Rosa con catorce años en un campamento. Era un primer plano y el pelo le caía sobre el rostro, bronceado por el sol. Estaba guapa, muy guapa, y sus ojos color avellana atraían la atención, inmensos y gatunos.

– Vaya, aquí estás guapísima. Si se me permite decirlo, claro.

– Pues es una pena -terció doña Ascensión-, porque a mí me pasa igual que a usted, que me encanta esta foto y querría ampliarla, pero perdí el negativo.

– ¿Cómo ha dicho?

La madre de Rosa miró al policía como si fuera tonto y repitió:

– El negativo, que perdí el negativo y no puedo hacer más copias.

– ¡Eso es! ¡Eso es! -exclamó el detective levantándose y dando un beso a la asustada mujer-. ¡Es usted fantástica, fantástica!

Rosa lo miraba como si estuviera loco, y su madre, también, pero él lejos de amilanarse rio divertido. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?

Cuando Sara López, la madre de Antonia García, iba a abrir su tienda de chucherías, se encontró con que aquel policía de la capital la esperaba apoyado junto a su Simca 1000.

– Buenos días -saludó Julio.

– Buenas.

– ¿Tiene un minuto?

– Claro, pase, pase. Acabo de encender la estufa y esto tardará en caldearse.

– No se preocupe por mí, doña Sara.

– ¿Un café?

– Sí, me vendría de perlas.

La buena mujer ya tenía preparado café de sobra, así que en un momento le sirvió una taza que olía realmente bien.

– ¿Tiene leche?

– Claro, claro -asintió Sara haciendo los honores.

– Verá -aclaró Alsina a la vez que removía la cucharilla dentro de la taza-. He pensado en el asunto ése de la foto.

– ¿Cómo?

– Sí, ¿recuerda usted el robo? Ya sabe, el día del entierro de su hija.