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– Sí, claro.

– ¿No le parece raro que no se llevaran nada de valor y sí una sola fotografía?

– Mi hija era guapísima.

– Sí, quizá esa sea la explicación. El caso es que me gustaría verla, cosas de policías.

– ¿La foto?

– Sí.

– No tengo otra copia.

– ¿No tiene los negativos?

– No, se la hizo un fotógrafo de esos que van por la playa…

– Ya -dijo él con fastidio.

– Fue el Julián.

– ¿Cómo? ¿Lo conoce?

– Pues claro, mi hija me contó que fue él quien le hizo la fotografía. Es un tullido que trabaja por Santiago de la Ribera y San Pedro del Pinatar. Lo encontrará usted con facilidad, se gana la vida haciendo fotos a los turistas.

– ¿Cree usted que tendrá los negativos?

– Pues no sé, aunque, la verdad, no lo creo. Pero bien podría usted preguntarle.

– Pues claro que sí, doña Sara, tiene usted toda la razón.

Alsina se incorporó con una sonrisa de oreja a oreja.

Pasó toda la mañana buscando al Julián, que cojeaba ostensiblemente según le habían informado; unos decían que por la polio, otros que por un ajuste de cuentas y los más opinaban que estaba así por una herida de guerra sufrida en la Legión luchando con los moros.

No lo halló en Santiago de la Ribera ni en San Pedro del Pinatar, donde le dijeron que igual estaba en Los Alcázares, otro pequeño pueblo situado en el Mar Menor. Allí lo encontró, en un bar casi a la orilla de la playa llamado El Rey. Estaba sentado en un taburete en la barra, apurando una cerveza con una tapa de hígado frito con patatas y llevaba una cámara al hombro.

– ¿Julián?

El otro se giró con cara de ir a decir: «¿Qué tripa se te ha roto, amigo?», pero al ver que se trataba de un forastero, un posible cliente, esbozó una falsa sonrisa, a todas luces desafortunada, pues le faltaban demasiadas piezas dentales.

– ¿Quiere una foto?

– No, no, siga comiendo, por favor. ¡Camarero, una caña! ¿Quiere usted tomar algo más? Corre de mi cuenta, por supuesto.

El fotógrafo, pese a mirar a Alsina con cara de desconfianza, pidió un bocadillo de calamares con tomate. Era alto y muy flaco y lucía unas inmensas patillas, como un hippie.

– Usted dirá.

– Soy policía y quiero hablar con usted de una foto que sacó hace un tiempo.

El Julián levantó la cabeza y lo miró esperando más datos.

– Antonia García; ¿la conoce?

– Ni idea.

– La chica que destriparon en La Tercia.

– ¡Ah, sí, coño! La Antonia, claro.

– Usted le hizo una fotografía en verano, en la playa. A ella y a un novio suyo, un americano.

El fotógrafo sonrió al recordar y volvió a mostrar unos dientes separados, escasos y podridos.

– Sí, sí, pagaba bien el fulano. Un americano, sí. Lo recuero se la hice en el Hermanos Rubio, un restaurante de allí. Del de ser por… ¿por qué le interesa?

– Eso es asunto policial.

– Ya; ¿y la placa?

Alsina mostró su placa y el otro pareció convencerse.

– ¿Tienes los negativos? -dijo el detective pasando al tuteo para intimidar a aquel fulano.

– Eso le costará dinero.

– No vengas con hostias o te llevo al calabozo por obstrucción a la justicia y te caerá una buena paliza.

– Vale, vale. Tenía que intentarlo, ¿no?

– Los negativos. ¿Los tienes?

– No sé, tendría que mirarlo.

– ¿Dónde?

– En mi casa, en Lo Pagán.

– Pues vamos, te llevo.

Dejaron allí el ciclomotor del fotógrafo y se acercaron en el coche de Alsina al domicilio del Julián, una casa de pueblo de planta baja a unos cien metros del mar.

Mientras Julio tomaba asiento sorprendido por el aspecto ordenado de la vivienda de aquel tipo, éste buscó y rebuscó en los cajones de una cómoda que parecía centenaria.

– Aquí -dijo al fin, y sacó dos cilindros de plástico que debían de llevar los carretes dentro-. Junio de 1968. Veamos.

Abrió los pequeños botes y se puso a examinar los negativos al trasluz. Al cabo de unos minutos, dijo:

– Aquí, mire.

El policía observó el pequeño fotograma: una fotografía en la que se veían dos caras, pequeñas y de color oscuro, como dos negros. Era la foto en cuestión, pero no se distinguía nada.

– Revélala. Ya -ordenó.

Entraron en un cuartito con cortinas negras que el fotógrafo usaba como lugar de revelado y éste se dispuso a hacer su trabajo.

– Tengo para un rato -expuso.

Julio echó un vistazo aquí y allá. Salió del minúsculo cuarto y comprobó que la casa no tenía salida trasera y que las ventanas estaban enrejadas.

– Esperaré en la calle. Hace buen día.

Pasó un buen rato hasta que el Julián apareció de nuevo. Lo vio venir cruzando la calle con un sobre ocre en las manos que decía «Fotos Ruiseñor».

– Aquí tiene.

Julio sacó un billete de cien pesetas y se lo tendió.

– Vaya, gracias -agradeció el fotógrafo visiblemente sorprendido-. Ya sabe dónde me tiene para lo que se le ofrezca.

– ¿Quieres que te lleve de vuelta a por tu moto?

– No, voy a echarme un rato, luego me llevará un amigo, gracias. Tiene usted también los negativos en el sobre. Un placer.

Esperó un momento para quedarse a solas. Entonces, asegurándose de que no había nadie alrededor, abrió el sobre y miró la foto. Antonia y su hombre, el americano, juntaban las caras en una foto veraniega, casi un primer plano. Parecían felices.

Tuvo la certeza de que había visto antes el rostro de Robert anteriormente.

Un momento.

Sí.

Conocía a aquel tipo.

Se quedó helado.

Sin saber muy bien cómo, había vuelto a guardar la instantánea en el sobre y miraba alrededor con aire asustado.

Increíble.

Ahora lo sabía.

Aquello era algo definitivamente muy, muy gordo.

Antonia García había muerto por aquella fotografía. Malditos hijos de puta. En aquel momento fue consciente de que él había visto la cara de Robert anteriormente y supo que aquella foto no debió de haber existido nunca, era la prueba de que el americano había estado en La Tercia.

Volvió a sacarla asegurándose de que nadie le veía.