– ¿Qué pasa ahí? -preguntó desde el otro lado de la puerta una voz alarmada por el golpe.
– Nada, nada, doña Salustiana, se me ha caído una cosa. Disculpe.
Hubo un silencio.
– La cena ya está lista -anunció la patrona.
– Ahora mismo voy.
Su mente voló de nuevo a la torre de la catedral. Una uña. La prostituta no había perdido la uña en la caída. De hecho, las otras nueve habían permanecido en su sitio, seguro que las pegaban a conciencia. La uña de porcelana de color carmín que tenía en la mano estaba arriba, en la torre. Junto a la barandilla. A aquella pobre la habían curtido, no dejó bolso ni identificación como todos los suicidas, tenía señales de esposas y además había aparecido una uña junto a la barandilla. La imaginó aferrándose a la balaustrada de piedra, luchando por su vida. ¿No la habrían empujado?
¿Quién era? No le costaba trabajo hacer unas preguntas. Se fue a cenar sin advertir que ni siquiera había abierto la botella.
El hotel
Desayunó en la pensión y salió para la comisaría. Al bajar la escalera se cruzó con la hija de don Prudencio, el dueño del edificio. La saludó educadamente, a lo que ella contestó con un simple «buenos días» sin apenas levantar la mirada. Vestía falda gris, una rebeca de lana negra y una sempiterna camisa azul. El abrigo que ceñía el talle era marrón claro. Iba peinada hacia atrás, siempre con moño, y llevaba unas gafitas que le daban cierto aire de bibliotecaria. Era de la Sección Femenina. Para Julio Alsina aquélla era la visión menos erótica que su mente, ya de por sí abotagada, pudiera imaginar. Además, no le agradaban los militantes del Régimen.
Una vez en comisaría, se acercó a ver a Daniela, la secretaria del comisario, un bellezón teñido de pelirroja como si fuera una estrella de cine yanqui. Era la única mujer de la comisaría y además solía ir muy maquillada, por lo que pensó que quizá podría ayudarle en su búsqueda. Las malas lenguas decían que era la querida del comisario Gambín.
– Buenos días, Daniela -saludó, sin poder evitar compararla con la hija de don Prudencio, la de la Sección. Femenina. No había color. La secretaria era toda una mujer.
– Hola -repuso ella sin apenas levantar la mirada de su máquina de escribir.
– ¿Sabes dónde puede encontrarse una como ésta? -preguntó arrojando la uña sobre su mesa.
Aquello llamó la atención de la joven, que parecía entendida en ese tipo de complementos.
– Es de porcelana -dijo, comparándola con sus propias uñas, pintadas en un tono más claro-. Quién las pillara.
– Aquí, en Murcia, ¿dónde puede alguien ponerse unas como ésa?
Ella reflexionó.
– Es una ciudad pequeña; yo creo que, si acaso…, en Llorens.
– Gracias, guapa -agradeció, saliendo a toda prisa.
Aquella era la mayor, por no decir la única, peluquería de Murcia con salón de belleza incluido. Las damas más acaudaladas de la ciudad pasaban allí las tardes enteras charlando y cotilleando mientras se daban masajes faciales, se teñían el pelo o se hacían la manicura. Algo que, sin duda, quedaba muy lejos del poder adquisitivo de la mayor parte de la población, que aún estaba a un paso, como quien dice, del hambre.
Entró en el amplio salón situado en la calle de Trapería, junto a las Cuatro Esquinas, y tres damas que ojeaban revistas con la cabeza metida en inmensos secadores le miraron con cierto interés. No era habitual ver un hombre en un santuario femenino como aquel.
Aún no se habían cerrado las inmensas puertas de cristal cuando una señora que vestía un elegante traje chaqueta de mezclilla con el pelo recogido a lo Audrey Hepburn se identificó como la encargada y dijo:
– ¿En qué podemos ayudarle?
Dio los buenos días, sacó la placa con discreción y mostró la uña.
– Quisiera saber si esta uña se colocó aquí.
– Un momento.
Esperó hojeando una revista en la que aparecía Carmen Sevilla en biquini. No se explicó cómo aquellas fotografías habían eludido la censura. Sintió un impulso que creía olvidado y su mente recordó a la hija de la costurera, Clara.
– Pase por aquí -invitó la encargada.
Le hicieron bajar unas escaleras y se vio en una especie de pequeño almacén. Allí aguardaba una joven que llevaba una bata de color azul y se recogía el cabello en una cola:
– Esta es Amalia, nuestra manicura. Ella le atenderá gustosamente -explicó la encargada, y los dejó a solas.
– Alsina, policía -dijo a modo de presentación al tiempo que le daba la uña-. ¿Es trabajo vuestro esto?
La joven la miró con atención. Le dio la vuelta.
– Sí, son caras; lo recuerdo, se las coloqué a una señora hará cosa de…, cinco, quizá seis días.
– ¿Era morena? ¿Con un tono de pelo tirando a caoba?
– Sí, muy guapa. Muy elegante.
– Está muerta. Quiero saber dónde vivía. ¿Se lo dijo?
La joven hizo memoria. Asintió.
– Se hospedaba en el hotel Victoria.
– Era una prostituta, ¿verdad?
– Sí. Al principio hablaba poco, pero llevaban aquí más de un mes y venían tres veces por semana.
– ¿Venían?
– Sí, ella y una amiga, una rubia, alta; parecían actrices de cine. Me dijo que qué hacía trabajando en esto si de los hombres se podía sacar más dinero.
– ¿Cómo se llamaba?
– Nunca lo dijo.
– Muchas gracias, has sido de mucha ayuda.
Al salir pidió a la encargada que le dejara echar un vistazo al dietario.
– Aquí -indicó la mujer señalando-. Una reserva a nombre de Ivonne.
– Ivonne.
Salió de allí a toda prisa y no tardó mucho en llegar al lujoso hotel Victoria, que, señorial y junto al Puente de los Peligros, vigilaba imponente desde lo alto la Gran Vía. Era el mejor y más lujoso establecimiento hotelero de la ciudad. Entró en el hall echando un vistazo hacia arriba como un palurdo y pidió hablar con el director tras enseñar la placa. En seguida compareció un tipo alto, de fino bigotillo, vestido con un elegante chaqué. Le recordó a un pingüino. El pantalón, gris y de mil rayas, le pareció muy elegante, y la corbata le rememoró las de los caballeros que aparecían en las ilustraciones de las aventuras de Holmes que había leído de pequeño.
– Desiderio Córcoles -se presentó estrechando su mano.
– Julio Alsina.
El director lo hizo pasar a su despacho y tomaron asiento. Una fotografía del Generalísimo presidía el cuarto.