Sintió pena por aquella joven de la foto, tan feliz.
Inocente.
Creía saber qué estaba sucediendo allí y debía jugar sus cartas con tino si no quería acabar como ella.
Sabía quién era aquel tipo, Robert.
Veronique
Aquella misma tarde se reunió con Blas Armiñana, Rosa y Ruiz Funes en casa de este último. Los tres amigos del policía parecían expectantes, así que en cuanto la fámula de Joaquín sirvió los cafés, Alsina soltó de pronto:
– Sé lo que está pasando en La Tercia.
– ¿Cómo? -preguntaron los otros al unísono.
– Bueno, creo saberlo.
Joaquín lo miró y dijo:
– Venga, suéltalo.
– No puedo.
– ¿Cómo que no puedes? -repuso el dueño de la casa-. Déjate de tonterías.
– En primer lugar, no tengo la certeza, y, en segundo, cuanto menos sepáis, mejor. Creedme. Yo mismo no sé si debería saberlo. Igual hasta me cuesta la vida -lo dijo con tal naturalidad que sus amigos no parecieron asustarse.
– Danos alguna pista -pidió-. Hemos llegado hasta aquí contigo.
Julio puso cara de pocos amigos, pero le pareció razonable lo que Rosa decía:
– Sé que no hay nada de ángeles blancos o extraterrestres -precisó para contentarlos.
– Cuéntanos algo nuevo -intervino Blas.
El policía pidió calma a sus amigos moviendo varias veces la mano derecha con la palma hacia abajo:
– Un momento, un momento. He identificado a Robert, creo saber quién es de verdad…
– ¿Quién es de verdad? -quiso saber Ruiz Funes, pero Julio Alsina continuó hablando como si tal cosa:
– … y sé que Antonia murió por una fotografía que se habían hecho juntos. Sabemos que alguien, armado con un M16 mató a Hocicos, se cargó a los furtivos e hizo desaparecer a Paco Quirós y su novia. Lógicamente, fueron los de Wilcox, o mejor, la CIA, o si preferís, el Gobierno de Estados Unidos.
Los tres amigos se quedaron con la boca abierta, mirándole como si estuviera loco.
– Comprenderéis que éste es un asunto gordo, muy gordo, y cuanto menos sepáis, mejor.
– Estados Unidos… -repitió Armiñana mirándose las manos como asustado.
– Creo saber qué están haciendo en la cara sur de la Cresta del Gallo y sé que Ivonne lo debió descubrir por accidente. Me voy a Madrid, mañana por la mañana. Voy a hablar con Veronique y…
– Perdona -interrumpió Ruiz Funes-, pero Veronique es la amiga de…
– Ivonne.
– Eso me había parecido, y… ¿puedes decirme cómo cojones vas a hablar con una muerta?
– Creo que está viva.
– ¿Cómo? -se asombró Rosa.
– La otra noche llamé al domicilio de sus padres, en Madrid. Se puso al teléfono una niña pequeña, pregunté por Assumpta Cárceles Beltrán, que así se llama la joven, y se puso al teléfono. Me quedé de piedra. Dije: «¿Assumpta?». Ella me dijo: «Sí». Entonces dije que era policía y que llamaba desde Murcia y colgó. Volví a llamar y se puso un hombre, su padre; le dije lo que me había pasado y negó que en la casa hubiera una niña pequeña. Luego me dijo que hacía años que no veía a la hija y que quizá con quien yo había hablado era con su mujer, de nombre Assumpta. Era una burda mentira: su mujer no se llama así, consta en el expediente de la hija.
– Es un episodio raro, sí-admitió el forense jugueteando con su cigarrillo, un Winston de importación.
Los cuatro quedaron en silencio.
– Y vas a ir a Madrid a verla -dijo por fin Rosa.
– Voy a intentarlo. No pierdo nada. Si está viva será la clave. Los de la Político Social intentaron cazarlas y ella debió de escapar. Quizá ni lo sepan.
– Pero ¿qué vieron? -preguntó Joaquín.
– Lo mismo que, sin querer, averiguó el Alfonsito.
– Deberías confiar en nosotros… -apuntó de nuevo Joaquín-. Dinos qué está pasando, nos lo merecemos, no puedes desconfiar.
– No desconfío, os protejo.
– Debes confiar en tus amigos.
– ¿Como tú con el asunto de los jóvenes catalanes?
Ruiz Funes miró a Alsina con cara de pocos amigos.
– ¿Qué sabes tú de eso?
– Pues nada, pero suficiente Joaquín, suficiente. Dos chicos escondidos en tu casa, a los que luego habrás realojado, hablaban en catalán. Después te vi hablando en la calle con un joven con aspecto de estudiante. Me enviaste a dar un recado a un viejo comunista que vive entre aparatos de radio y palomas, supongo a estas alturas que mensajeras, y encima me concertaste una cita con un tipo de México, un diplomático que me llamaba «compañero» y tenía fotos de gente de la CIA. Blanco y en botella, leche. ¿Qué hace el Partido metido en esto?
– No soy comunista.
– Ya. ¿Y me pides sinceridad a mí?
– Julio, este asunto quema; cuanto menos sepas de según qué cosas, mejor.
– ¿Ves? -sentenció entonces Alsina.
– Touché-dijo Armiñana sonriente.
Ruiz Funes quedó pensativo.
– Debo reconocer que me has pillado. Quizá tengas razón y cuanto menos sepamos, mejor. Pero ten cuidado, ve a Madrid y cuando lo tengas todo atado, nos cuentas. ¿No ves que tu seguro de vida puede ser que lo sepa más gente?
– Parece razonable lo que dice, Julio -medió Rosa.
– Sí, tenéis razón -reconoció el policía-. Cuando vuelva de Madrid hablaremos.
Entonces Ruiz Funes y su compañero se levantaron. Dijeron que iban al teatro, aunque a Alsina le dio la sensación de que era una excusa para que él y Rosa pudieran estar a solas como despedida.
José María Cárceles se despidió de su familia y pasó por la cocina para recoger el termo de café y la fiambrera con el bocadillo que su mujer le preparaba para que pudiera reponer fuerzas durante el extenuante turno de noche. Introdujo los dos envases en una bolsa de deporte con un dibujo de los aros olímpicos y una antorcha con una leyenda que decía «México 68», bajó las escaleras y cruzó la calle para tomar una copa de aguardiente en El Dátil, que estaba casi vacío.
Mientras charlaba con Gilberto, el dueño, se atizó un buen copazo para entrar en calor; entonces se fijó en un desconocido con pinta de policía que se ocultaba leyendo el periódico en la mesa del fondo. Los enormes titulares rezaban: «Franco, de cacería en La Mancha». Una inmensa fotografía mostraba al dictador vestido de montero y con una escopeta en la mano como certificando el excelente estado de salud del jefe de Estado, pues los rumores sobre una posible enfermedad del Caudillo corrían sin freno por la calle. A José María le pareció que el desconocido le dirigía fugaces miradas, pero lo atribuyó a una desconfianza atávica que aún subsistía en su mente desde sus años de delincuente. Pensando que aquello eran figuraciones suyas, pagó y se fue a la obra que vigilaba durante aquellas eternas y frías noches de la capital de España.