Ahora estaban detenidos y cantarían. Joaquín debía irse de Murcia. Y a toda prisa.
Llamó a casa de Ruiz Funes desde el teléfono público que había en la venta, pero no hubo respuesta. Mala señal. ¿Lo habrían detenido ya? Pensó que a lo mejor estaba durmiendo.
Se le pasó por la cabeza llamar a Rosa. No, era muy temprano, no debía.
Decidió darse toda la prisa posible y salió a la calle subiéndose el cuello de la gabardina para protegerse del frío que le traspasaba como si le clavaran mil cuchillas. Subió al coche, arrancó y pisó a fondo el acelerador. Temía por Joaquín, pues, dijera lo que dijese, era comunista y corría peligro.
Tuvo la suerte de hallar poco tráfico en la carretera. Apenas se atascó al adelantar a un par de camiones, pero una vez rebasada Cieza pudo pisar a fondo y llegar a la pensión a eso de las nueve y cuarto de la mañana. Cuando llegó al portal, comprobó sorprendido que la calle estaba cortada. Había muchos curiosos, policías e incluso fotógrafos de prensa. Delante de la entrada del edificio yacía un cuerpo cubierto por una manta. Reconoció las zapatillas caseras de Práxedes, el loco comunista de las palomas. Preguntó a unos y a otros y le dijeron que había saltado desde la azotea. Comenzó a invadirle una desagradable sensación de irrealidad.
Cuando intentó entrar en el portal, dos agentes uniformados se lo impidieron, pero alegó que vivía en la pensión y le dejaron pasar, pues lo conocían de comisaría. Subió las escaleras y tras comprobar que había agentes de paisano que venían de arriba, llegó hasta la azotea movido por la curiosidad… Allí comprobó cómo algunos de los hombres de Guarinós registraban a fondo el cuartucho del viejo comunista destrozando sus aparatos de radio y espantando a las palomas.
¿Por qué registraban la pequeña habitación, si aquello había sido un suicidio?
Decidió bajar a la pensión, estaba cansado. Inés le abrió muy alterada y, según le dijo, el viejo se había arrojado por la azotea al ver que los de la Político Social iban a detenerle. Se decía que lo iban a apresar por comunista.
– ¡Hombre, don Julio! -exclamó la dueña de la pensión al verle entrar.
Alsina la saludó con una inclinación de cabeza, cortésmente, pero con cierta frialdad.
– Tengo un recado para usted. Le ha llamado su amigo Ruiz Funes, dice que le telefonee usted a su casa, es muy urgente.
El policía dejó la maleta en el mismo pasillo, junto a la pared, y marcó el número de Joaquín. Él mismo se puso al aparato.
– Soy yo.
– ¡Alabado sea Dios! -se alegró al escuchar a Julio al otro lado del aparato.
– Pero ¿qué haces en tu casa? Sal de ahí ahora mismo.
– Te estaba esperando.
– ¿Qué has hecho? ¿En qué lío te has metido?
– No es momento de reproches. No localizo a Blas desde ayer. He ido a su casa tres veces y no abre. Su coche está aparcado en el garaje. Le ha pasado algo, Julio.
– Tienes que colgar el teléfono y salir de casa. Coge dinero, voy para allá. Nos vemos en el jardín de Santa Isabel.
Colgó el teléfono y salió a la calle a toda prisa. En los escasos diez minutos que tardó en llegar a su destino repasó los hechos: Joaquín era comunista, seguro. Había alojado a unos jóvenes en su casa que hablaban en catalán y, ahora, la policía había detenido a unos estudiantes fugados de Barcelona tras los incidentes de la universidad. Eran ellos, no podía darse tal casualidad en una ciudad tan pequeña como aquélla.
Joaquín le había concertado una cita con un espía comunista de la embajada de México y además se relacionaba con un viejo y conocido rojo que supuestamente se acababa de lanzar por la ventana ante su inminente detención por los perros de Guarinós. Era cuestión de horas que detuvieran a Joaquín, quizá de minutos. De hecho, no se explicaba cómo seguía en libertad. Aún tenía tiempo de escapar. Debían encontrar a Blas y conseguir un billete de tren que los sacara de la ciudad. Ruiz Funes era hombre previsor y seguro que tendría dinero en el extranjero.
Cuando llegó al jardín de Santa Isabel se encontró con Joaquín hecho un guiñapo, sin corbata, con la camisa arrugada y con la cara descompuesta por el miedo.
– Se lo han llevado, seguro -dijo refiriéndose a Blas. Era evidente que le preocupaba más la seguridad del forense que la suya propia.
– ¿Tienes dinero?
El otro asintió.
– Bien, pues cálmate. Os voy a sacar de aquí. Práxedes ha muerto.
Ruiz Funes quedó sorprendido ante la noticia, pero como Alsina continuaba la marcha muy decidido no tuvo más remedio que seguirle. No tardaron en llegar al domicilio del forense, en la calle Pascual. Ruiz Funes tenía llave, por lo que accedieron sin problemas al portal y subieron hasta el segundo piso. Era un edificio antiguo, con solera, de enormes escaleras de mármol y amplios ventanales de roble con cristaleras de colores.
– Está echado el cerrojo -dijo Ruiz Funes tras intentar hacer girar la llave en la cerradura del piso infructuosamente.
– Quita -dijo Alsina sacando una maza que usaba Inés para cascar almendras de debajo del abrigo. Ruiz Funes puso cara de susto, pero se hizo a un lado. Con un par de martillazos, Julio reventó la cerradura. Logró que la puerta cediera de una patada y entraron a toda prisa.
– ¡Blas, Blas! -gritaba Joaquín fuera de sí.
Alsina fue el primero en encontrar al forense, exánime en su sillón favorito, con un agujero de color rojo oscuro en la sien derecha y el lado izquierdo del cráneo reventado por la salida del proyectil. Aun así, pese a lo dantesco de la escena y los fragmentos de pelos, sesos y sangre que impregnaban las cortinas, rostro parecía sereno.
Julio quedó inmóvil y escuchó los gemidos de Joaquín, que lo sobrepasó llorando como un niño.
Arrastraba los pies como temiendo llegar hasta lo inevitable. En el momento en que Ruiz Funes tomaba a su amado en brazos como acunándolo y gritando: «¡No!, ¡no»!, se oyeron los pasos de los guardias entrando en el pasillo. Alsina, turbado por los últimos acontecimientos, vio de reojo a Guarinós que se ponía a su altura. Sonreía.
Un guardia se acercó a Ruiz Funes por la espalda e hizo amago de sacar algo del bolsillo de la chaqueta.
– Mire, jefe -dijo llamando la atención del responsable de la Político Social.
Alsina advirtió que mostraba una pistola. Ahora entendía por qué no habían detenido a Ruiz Funes. Lo habían preparado todo.
– El arma del crimen -sentenció Guarinós-. Cosas de mariconas.
– Pero ¿qué dices? Si la traía el guardia. Yo lo he visto -protestó Julio.
– Tú eres un mierda, un alcohólico. El arma estaba en el bolsillo de Ruiz Funes. Además, es comunista -contestó el jefe de la Político Social.
Antes de que pudiera decir nada más, habían esposado a Joaquín y lo arrastraban por el pasillo. No se resistía, parecía como ido, lejos de allí. Daba la sensación de que ni sabía lo que le estaba pasando. El cuerpo del forense rodó por el suelo mientras Alsina se encaraba con Guarinós:
– ¿Qué coño te pasa, hijo de puta? ¿Qué quieres?