– Lo sabes perfectamente -replicó el otro sin inmutarse con una desagradable sonrisa en los labios.
Los guardias salieron igual que habían entrado a un gesto de su jefe y Guarinós se dio la vuelta para abandonar la casa.
– ¡Llévame a mí, cabrón! ¡Es lo que quieres! ¡Llévame! -se oyó gritar a sí mismo Alsina, solo y junto al muerto que yacía en el suelo, sin dignidad. Se sentía preso de la más horrible desesperación. ¿Qué le había ocurrido?
Todos habían salido de allí.. -¡Hijos de puta! -gritó como si estuviera loco-. ¡Hijos de puta!
¿Qué estaba pasando? Tenía que pensar.
Se habían llevado a Joaquín detenido. Le iban a cargar la muerte de Blas.
Un momento, ahora lo veía claro. Lo habían matado ellos. Para cargarle el muerto a Joaquín y presionarlo a él. Tenía que hablar con Rosa. Cuanto antes.
Dio la vuelta al cuerpo de Blas para dejarlo boca arriba, le colocó las manos sobre el pecho intentando no mirar el lado izquierdo de su cabeza y le cerró los ojos. No supo por qué, pero le hizo la señal de la cruz en la frente. Salió corriendo del piso chocando con un guardia que vigilaba en la puerta y se cruzó con el juez, que llegaba al lugar del deceso con expresión de no poder soportar la rutina.
Salió a la calle sin reparar en que las nubes habían cubierto el cielo y comenzaba a chispear.
Corrió todo lo que pudo hasta llegar a la calle Almenara. Una vez allí, subió las escaleras de dos en dos y llamó al timbre de casa de Rosa. Abrió doña Ascensión, que parecía fuera de sí. Lloraba convulsamente como una niña.
– ¿Qué ocurre? -preguntó temiéndose lo peor.
– Han detenido a Rosa. Dicen que es comunista.
El depósito
Tres horas tardó el abogado en volver a la sala de espera de la comisaría. Alsina, desesperado, se levantó y dijo:
– ¿Qué?
Alfredo Ayala ladeó la cabeza. Pintaba mal. Alsina había acudido a buscarle a toda prisa a su gabinete de la Gran Vía diciéndole que no reparara en gastos. Los padres de Rosa permanecían atrás, como en un segundo plano. No se atrevían ni a acercarse.
– Los acusan de conspirar para cometer un atentado.
– ¿Cómo?
– Dicen que son comunistas, que los jóvenes de Barcelona los han delatado. Quieren acusar a Joaquín de asesinar a Blas, el forense, porque, según ellos, les había traicionado.
– ¡Qué tontería! ¿Y Rosa? Es falangista.
– Una infiltrada del PCE, según ellos.
– Están locos.
– Voy a solicitar que salgan bajo fianza, pero con la Político Social de por medio me temo que será imposible. Me voy al juzgado, les van a tomar declaración y no me dejan estar presente. Se plantean llevarlos a Madrid, al TOP [2].
– Jesús, María y José! -exclamó doña Ascensión santiguándose mientras su marido la abrazaba.
– Váyanse a casa. No teman -los tranquilizó el letrado-. Por cierto, Alsina, dicen que pases, que quieren hablar contigo.
Julio miró a los padres de la chica y les dijo:
– Descansen un rato. Yo me encargo. No le va a pasar nada, yo respondo. Luego les llamo.
Antes de entrar en el despacho que le indicaba el abogado miró de reojo y vio que los tres iban camino de la puerta de la comisaría. Adolfo Guarinós lo esperaba con los pies encima de la mesa. Al verle entrar descolgó un teléfono y ordenó:
– Que bajen.
– ¿Qué quieres? ¿Qué he de hacer?
– Un momento, sin prisas.
No habían pasado ni tres minutos cuando el comisario y el gobernador civil hicieron su entrada en el despacho de Guarinós. El jefe de la Político Social les invitó a sentarse en un sofá de tres plazas que tenía para las visitas y les sirvió sendas copas de coñac:
– ¿Un Licor 43? -le ofreció el comisario con cierto retintín.
– No, gracias -rechazó Alsina mirándole con cara de pocos amigos.
Guarinós se sentó en una silla frente a él, junto a sus jefes, como un perro fiel. Era obvio que disfrutaba con todo aquello. Ni siquiera le invitaron a sentarse.
– Bueno -comenzó diciendo el gobernador, don Faustino Aguinaga-, la cosa ha hecho crisis.
– ¿Y?
– Ha hecho crisis por tu culpa -añadió Guarinós.
– ¿Cómo?
– Sí, sabemos que lo sabes.
– Que yo sé, ¿qué?
– Lo que hacen los de Wilcox. Queremos las pelotas de don Raúl.
– Yo no sé nada.
El comisario, don Jerónimo, dijo entonces con una amplia sonrisa en los labios:
– Tú dijiste antes de ir a Madrid que habías aclarado el misterio.
Sabían que había estado en Madrid. ¿Sabrían que Veronique estaba viva?
Entonces reparó en algo peor, algo que le hizo sentir un escalofrío. Él sólo había dicho saber lo que estaba ocurriendo delante de Blas, Joaquín y Rosa. Su rostro debió de reflejar que sentía como si, de repente, le hubieran sacado toda la sangre del cuerpo.
Aquellos tres hijos de puta estallaron en una violenta carcajada:
– Sí, hijo mío, sí, uno de sus amigos le traicionaba -dijo el gobernador.
– Das pena, créeme. Deberías verte -apuntó Guarinós.
Intentó pensar. Rápido.
Blas.
Eso era. Blas le había traicionado y se pegó un tiro por ello, o le habían matado. Claro, era evidente, Blas.
– ¿Qué quieren de mí?
– Cuéntanos lo que sabes -concretó Guarinós.
– ¿Y los soltarán?
– ¿Todavía te preocupa esa puta que te ha traicionado? -dijo el comisario.
Julio sintió que se le doblaban las piernas.
– ¿Cómo? -acertó a decir-. ¿Rosa?
Los otros tres volvieron a reír a carcajada limpia. Se daban codazos e incluso el gobernador sacó un pañuelo para secarse las lágrimas.
– Ay, ay -suspiró el comisario-. Este Alsina me mata. Tan listo para unas cosas y tan rematadamente tonto para otras. A ver, amigo, ¿se te ha escapado que la joven es falangista?
El gobernador se partía de risa y Guarinós llegó a mirarlo incluso con pena. Se sintió morir.
– Rosa trabajaba para ustedes.
– En efecto-asintió sonriente el gobernador.
– Entonces, ¿qué hace detenida?
– Se pasó de lista. Os ibais a Francia, ¿no?
Intentó pensar. A ver. Ella le había traicionado, sí. Rosa. Quizá por eso había sido tan amable desde el principio. Por eso habían conectado de aquella manera desde el primer momento Le extrañaba que una joven de la Sección Femenina hubiera sido tan comprensiva, tan abierta.