No; si estaba detenida era porque se les había enfrentado. O eso quería pensar.
Todo lo que tocaba se convertía en mierda. Las únicas dos personas que le importaban algo en aquel mal sueño que otros llamaban vida le habían traicionado.
Bueno, no tan rotundamente.
Lo habían utilizado, sí, pero sabía que le respetaban y él los necesitaba.
Quería sacarlos del calabozo y sólo había una manera de hacerlo. Resolver el asunto de La Tercia.
Sabía quién era Robert y eso le llevaba a intuir qué demonios estaba pasando allí. Tenía que jugar esa baza. Se sentía agotado, a punto de desfallecer. No había dormido y necesitaba pensar con claridad. Vio a lo lejos la puerta de la pensión y deseó acostarse para reponer fuerzas. Cuanto antes.
A la mañana siguiente, nada más levantarse, tomó un café en la cocina junto a una taciturna doña Salustiana que acusaba la ausencia de Eduardo, su joven amante. Desde el desagradable incidente en que fuera detenido corriendo semidesnudo por la calle no había vuelto a la pensión. Se limitó a enviar a un amigo en busca de sus efectos personales. La mujer del representante de pantalones Lois se había mudado a casa de su hermana y la esposa de don Serafín, ya en la cárcel por haber hecho abortar a una menor, se trasladó con su ruidosa prole a Valladolid, a casa de sus padres. Todo resultaba más tranquilo en aquel pequeño mundo.
Antes de salir pasó por casa de Rosa y comprobó no sin pesar que los padres de la chica habían pedido ayuda a los superiores de su hija sin éxito. No querían saber nada. Nadie se atrevería a dar la cara por una joven acusada de comunista.
No había pruebas, ni podía haberlas, pero es que tampoco estaban muy claros los cargos. El abogado no se había podido entrevistar con los detenidos y ni siquiera sabía qué pruebas obraban en su contra. El periódico relataba el «suicidio» de Práxedes y se hacía eco de la desarticulación de una pequeña célula comunista, «apenas unos revoltosos».
En la calle se rumoreaba que bien podían ser llevados a Madrid, al temido TOP. Alsina supo que sólo le quedaba una opción y fue a recoger su coche para dirigirse a La Tercia. Una vez allí se encaminó al Teleclub y le dijo al dueño que tenía que hablar con don Raúl y con míster Thomas sobre la foto, urgentemente.
Aquel tipejo salió de allí y al poco volvió con un recado:
– Dicen que espere aquí.
En quince minutos lo había recogido un coche negro, el inmenso Cadillac de la otra vez. Escoltado por dos gorilas, llegó a la finca en un cuarto de hora. Lo llevaron a la casa de don Raúl, desde la cual se divisaba la vivienda de los americanos, La Casa, a lo lejos, y al fondo, la sierra de Columbares. Míster Thomas, don Raúl y Richard se hallaban sentados en un pequeño empedrado en la parte delantera de la inmensa mansión, al sol. Estaban tomando vermú con sifón y aceitunas. La casa era grande, señorial y añosa, más vieja que la de los hombres de Wilcox. Tenía enredaderas en las paredes y muchos tiestos con geranios que le daban un cierto aire andaluz. Al fondo se adivinaba un pequeño tentadero y, más allá, un amplio picadero con amplias cuadras.
– Siéntese y tome algo -invitó don Raúl por todo saludo.
Alsina se sirvió un vermú para darse ánimos.
– ¿Quería vernos? -preguntó míster Thomas.
– Sí.
Se sentó junto a Richard. Observó al espía de la CIA. El sol le daba en la cara y se filtraba por los cristales verdes de sus gafas de sol dejando entrever sus ojos. Era imposible percibir el color, pero supuso que serían claros. Pensó en que en la fotografía de aquel hombre que había visto en Barcelona llevaba gafas de sol, al igual que en las dos ocasiones en que había estado con él en persona. Tomó nota de ello.
Observando de reojo a míster Thomas, comenzó a decir:
– Tengo que hacerles una oferta.
– ¿A nosotros? -repuso don Raúl sonriendo.
– Sí, sé lo de la fotografía, ya se lo dije a Richard.
El agente de la CIA lo miró con fiereza. Pudo percibirlo gracias a que el sol delataba hacia dónde se movían sus ojos. Vio sus cejas arquearse, como si lo hubiera contrariado demasiado con su comentario. Don Raúl le incitó:
– Usted dirá.
Julio bebió un sorbo de vermú en una pausa efectista que dio resultado. Leyó la expectación en los ojos de sus interlocutores.
– Sé lo que hacen ustedes aquí.
Don Raúl comenzó a carcajearse mirando a míster Thomas.
– He identificado a Robert, sé quién es y tengo los negativos de la foto que se hizo con Antonia. Una prueba inequívoca de que estuvo aquí. -Don Raúl dejó de reír al instante, mientras el policía continuó a lo suyo-: Mis amigos han sido detenidos por la Político Social. Necesito su ayuda o hablo. Iré a los rusos.
– No podemos hacer nada en este asunto -aseguró don Raúl-. Para eso los detuvieron, para presionarle a usted.
Alsina advirtió que Richard tenía vuelta la cabeza hacia la izquierda, hacia la sierra, pero que le miraba de reojo, un viejo truco que usaba el hermano Ildefonso, en los maristas, cuando Alsina era crío. Aquel cura vigilaba los exámenes con gafas de sol para que sus alumnos no supieran adónde miraba. Era evidente que el americano no se había dado cuenta de que el astro rey le traicionaba. El detective supo que aquello suponía una mínima ventaja y decidió aprovecharla.
– Los del búnker saben que ustedes tienen un montón de cadáveres enterrados en algún lugar de la finca.
– ¡Qué tontería! -exclamó don Raúl.
Alsina, con cuidado, había mirado a Richard, cuyos ojos giraron con disimulo hacia un punto situado tras él.
– Sí, es como buscar una aguja en un pajar -admitió. Entonces, mientras continuaba hablando, se volvió para mirar hacia el mismo punto donde el agente de la CIA había fijado la vista durante unas imperceptibles décimas de segundo-. Esta finca es inmensa; debo felicitarle por ello, don Raúl.
– Gracias -dijo el terrateniente.
El depósito.
Richard había mirado al enorme depósito de agua que se veía desde cualquier punto de la propiedad. No había otra cosa que se percibiera en aquel punto.
El detective se levanto para repetir la experiencia. Haciendo como que paseaba arriba y abajo y asegurándose de que veía el rostro del espía y el depósito de agua a la vez, añadió:
– Tienen ustedes razón. Lo tengo todo perdido. Además, no creo que hayan sido ustedes tan estúpidos como para colocar todos los fiambres juntos. Son profesionales.
Otra vez.
No había duda.
Richard había movido los ojos, no la cabeza, hacia el lugar en que se encontraba el depósito. Se creía protegido por las gafas de sol y había cometido un error de principiante. Sintió que le temblaban las piernas. Intentó no parecer nervioso, así que se acercó a la mesa y apuró el vermú.
– Exquisito -alabó-. Ustedes ganan, me rindo. Total, mi amigo Joaquín es comunista y la chica trabajaba para ellos. Al menos me la beneficié varias veces. Sólo les diré una cosa. La fotografía y la identidad de Robert se harán públicas en caso de que me suceda algo; de lo contrario, no tienen ustedes nada que temer. Espero que sean inteligentes y me dejen en paz, yo me voy a vivir lejos de aquí.