Entonces su secretario sacó un papel de una carpeta y se lo tendió. Él lo agitó con autoridad y dijo:
– Tengo órdenes del Caudillo de parar esta opereta inmediatamente. ¡Ya! Tengo plenos poderes y esto se acaba aquí o fusilo hasta a mi puta madre. ¿Entendido? ¿Qué coño está pasando aquí?
– Hemos hallado los cuerpos… -comenzó a decir tímidamente el comisario.
– ¡Silencio, hostias! ¿Quién lleva la investigación?
– Yo mismo -contestó don Jerónimo, que apenas se atrevía a volver a hablar.
– Pues bien, los americanos, a casita. ¡Cagando leches! Don Raúl, usted se viene conmigo, y usted, don Jerónimo, me avisa al juez de guardia y al forense, y en cuanto lleguen se viene usted para el Gobierno Civil. Allí mantendremos una reunión con el gobernador. ¡Y cada mochuelo a su olivo!
Míster Thomas hizo un gesto a Richard, que retiró a sus hombres de inmediato. Don Raúl saludó a modo de despedida a su amigo americano y tras abrazarse con el teniente general como si fueran amigos de toda la vida subió a su coche y desapareció.
– ¿Los soltaréis ya? -preguntó Julio a Guarinós sin salir aún de su asombro por lo ocurrido.
– Aguanta, Alsina, aguanta -respondió aquel maldito bastardo mientras el comisario daba órdenes aquí y allá.
Cinco horas tardó en tener noticias de lo que iba a suceder, y fue el propio Guarinós quien fue a buscarlo a la sala de espera de la comisaría.
– ¿Ya? -inquirió ansioso.
– No hay trato -repuso el jefe de la Político Social negando con la cabeza.
– ¿Cómo?
– Que no hay trato.
– Pero… yo os entregué la cabeza de don Raúl, los cuerpos, la finca…
– No. No ha sido suficiente. Tiene influencias y el asunto se ha resuelto por las buenas. El Caudillo ha tomado cartas en el asunto. No quiere que se estropee el negocio con los americanos. La reunión ha sido larga, pero desde arriba había órdenes de poner de acuerdo a unos y otros. Asunto resuelto.
– ¿Entonces…?
– Don Raúl es inocente. Los mató el tipo ése al que detuvimos…, el que enterró el coche.
– El pedáneo.
– El pedáneo.
– Pero ¿fue él?
– Se ha decidido que fue él y punto.
– ¿Ha confesado?
– Confesará, créeme. Se lo llevan a Madrid, no se fían de nosotros, Alsina. Hemos caído en desgracia, me temo. Don Raúl y esos tecnócratas del Opus son más poderosos que los verdaderos falangistas.
– Pero yo os localicé los cadáveres.
– No hay trato, repito. El precio era claro, la cabeza de don Raúl, y no me la has conseguido.
– No ha sido por mi culpa, y tú lo sabes.
– Eso no me importa. Digamos que hemos quedado en empate con los meapilas y gracias. Tus dos amigos sabrán ayudarme a reponerme. Han sido trasladados a la «Casita».
– ¡No! -gritó Alsina, lo cual hizo que dos guardias que estaban sentados en una mesa al fondo se levantaran e interrumpiesen su partida de cartas.
Guarinós lo miró divertido y dijo:
– Las reclamaciones, al maestro armero. Esto está finiquitado. ¡Guardias! Esta piltrafa a la puta calle.
Llegó a su cuarto arrastrando los pies y sacó la botella de Licor 43 que acababa de comprar. Buscó un vaso en el cajón de la mesita y se sentó en el borde de la cama.
Estaba hundido.
Su mente no podía procesar lo ocurrido. Todo se le había ido de las manos y Joaquín y Rosa seguían en poder de Guarinós, que a buen seguro pagaría con ellos la rabia que sentía por la derrota sufrida en su enfrentamiento con los tecnócratas.
Él era un piojo, un ser insignificante pululando entre bandos de gente poderosa, con comunistas, espías, americanos y militares. ¿Cómo se le había ocurrido que podía salir bien librado de aquello?
Creía que su inteligencia le iba a permitir resolver el asunto y salir indemne, llevarse a la chica y vivir felices como en las películas, pero no había contado con que él era Julio Alsina…
Llenó el vaso y lo miró.
Olió su contenido y pensó en la noche en que se «suicidó» Ivonne.
– Va por ti, Ivonne. Y gracias -murmuró, brindando con una joven imaginaria situada delante de él.
Cuando iba a acercarse el vaso a los labios, se abrió la puerta.
Era doña Salustiana.
– Le llaman por teléfono -anunció la patrona-. Creo que es una conferencia.
Dejó el vaso en la mesilla de noche y lo miró como diciéndole: «Ahora vuelvo».
Salió al pasillo y se arrastró hasta el aparato:
– ¿Diga? -murmuró apenas.
– ¿Alsina? -dijo una voz femenina.
– Sí, soy yo.
– Soy Assumpta; ya sabe, Veronique.
Se apeó de su Simca 1000 maldiciendo porque hacía un frío del demonio. En un par de pasos llegó a la puerta del bar Paco situado en la misma orilla de la carretera de Madrid, en la Roda. -Buenas -saludó.
– Buenas. Le espera dentro -contestó el padre de la chica, que hacía guardia.
Entró y comprobó que la joven se hallaba sentada en una mesa del fondo. Estaba tomando un café con leche y le saludó con un leve arqueo de cejas.
Él pidió un café con leche y un par de «miguelitos»; se dijo que en las últimas horas apenas había pensado en comer.
– Gracias por avisarme.
El camarero trajo el pedido y ella esperó a que se fuera para decir:
– Quiero contarle lo que pasó. Me voy.
– ¿Al extranjero?
– Sí. En barco. Sale de Alicante.
– No me diga más. Debe usted pasar una larga temporada fuera de aquí, hasta que esto se enfríe.
– Así lo pensaba hacer.
Se quedaron en silencio. El policía volvió a reparar en que la chica era bella, aunque tal vez menos que Ivonne, más sofisticada y cuya fotografía miraba a menudo para darse fuerzas.
– Ella murió por mi culpa -comenzó Assumpta.
– ¿Cómo?
– Sí, que Ivonne murió por algo que vi yo.
– Vaya. Dígame, ¿quién les contrató?
– Don Raúl. No era la primera vez. Celebraba fiestas en su finca y cuando nos encontrábamos en Murcia siempre contaba con nosotras. Pagaba bien. No crea, ese tipo es un cerdo, no tiene usted idea de lo asquerosos que son esos hombres. Cuanto más poderosos y más dinero tienen, más les gustan las cosas raras en la cama.
– No me extraña.
– El caso es que nos contrató para una fiesta en su casa, bueno, mejor dicho, en casa de los americanos. Dentro de su finca. Nos dijeron que había trabajando allí unos ingenieros que necesitaban un desahogo al estar tan lejos de casa. Le interesábamos porque las dos hablábamos inglés. Ivonne tuvo una buena educación, y a mí me retiró un abuelo de Bristol durante dos años.