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– Sí, se dice por ahí que fue él quién los mató. Cosas de un loco.

– ¿Y usted qué cree? -preguntó Antonio como si pidiera consejo a alguien de más edad.

El labriego se rascó la cabeza tras quitarse la gorra y después de pensárselo afirmó:

– Fue cosa de los americanos.

Hubo un silencio.

– Voy a ayudar a aquí, al señor Alsina -explicó Antonio-, quiero que paguen y le necesitamos. Usted conoce la sierra como nadie.

El viejo los miró con la cabeza ladeada, como sopesando los riesgos.

– ¿Qué hay que hacer?

– Debo colarme en Wilcox, en las instalaciones que tienen al sur de la Cresta del Gallo -expuso el policía.

– ¿Cuándo?

– Esta noche.

– ¿Podrá usted hacer que paguen por lo que hicieron?

– Al menos podré hacerles daño, mucho daño.

– Cuente conmigo.

– Será peligroso.

Jonás miró sonriente a los dos jóvenes y fue concluyente:

– Tengo sesenta y ocho, hice la guerra con el Campesino y nunca me he puesto de rodillas delante de nadie. ¿De verdad creen que me voy a asustar por cuatro yanquis pelirrojos?

– Pasaremos a recogerle a eso de las once.

– Dense prisa, no sea que me duerma.

– Descuide -dijo Alsina encaminándose hacia el coche.

Cuando subieron al vehículo, miraron atrás y comprobaron que el hombre seguía a lo suyo, con su valla. Como si nada. Alsina le envidió el temple.

Eran las doce de la noche cuando Antonio Quirós detuvo el vehículo de Alsina en el punto que les indicó Jonás. El policía y el labriego bajaron del coche y el mecánico quedó esperando por si había que salir huyendo. Jonás se puso en marcha sin tardanza, guiando al policía por una estrecha cañada. Caminaba a paso vivo en la oscuridad, trepando de roca en roca como si fuera una cabra. Al detective le sorprendía que el viejo se moviera así a su edad y que pudiera ver algo en aquella noche cerrada y lóbrega. De vez en cuando, Jonás, que se apoyaba en una especie de garrote, se giraba y aguardaba al policía, que caminaba con dificultad. Por último, y cuando caminaban entre pinos, comenzaron a escuchar un sonido ensordecedor que venía de lejos.

– Por aquí -dijo el campesino pasando bajo un pequeño puente que cruzaba un ramblizo.

Siguieron caminando, siempre hacia arriba. Alsina no veía el momento de llegar. ¿Conseguiría lo que buscaba? ¿Llegaría a tiempo? Había hablado con la madre de Rosa por teléfono y ésta se había mostrado inquieta porque los presos habían sido trasladados. No les decían adónde.

Él lo sabía. Estaban en la «Casita», donde el sádico de Guarinós podría despacharse a sus anchas, ensañarse con ellos. Pensó en Ivonne, golpeada, torturada y violada por aquellos bárbaros. La sola idea de que Rosa pudiera estar pasando por algo similar le volvía, sencillamente, loco.

– Silencio -musitó Jonás-. Un coche.

Quedaron quietos, agazapados, junto a un camino de tierra. El no oía nada, pero sabía que debía fiarse del instinto del viejo. Al poco, el murmullo de un motor se hizo ligeramente audible. No tardó en pasar junto a ellos un camión de Wilcox, muy parecido a los del ejército estadounidense.

– Ahora -decidió el viejo reanudando la marcha.

Llegaron a una especie de cortado y escalaron unas rocas. El detective pudo ver desde cerca aquella inmensa nave metálica. Al fin llegaba a la última etapa de aquella aventura y podría ver con sus propios ojos, comprobar qué era lo que había costado tantas vidas. Lo sabía, o creía saberlo, pero estaba allí para conseguir pruebas que le ayudaran a salvar a sus amigos. La nave estaba enclavada al final del valle, al sur de la sierra de la Cresta del Gallo. Un trozo de terreno árido, yermo, de suelo gris como la ceniza y sin apenas vegetación. Un lugar solitario y apartado que recordaba las películas del Oeste.

– Chiiist -chistó Jonás, que consideraba las pisadas del policía demasiado ruidosas.

Quedaron agazapados, tras una inmensa roca.

La nave estaba abierta y había focos que iluminaban el terreno por todas partes. De una inmensa grúa colgaba una extraña cápsula, como las de los astronautas que circunvalaban la Tierra describiendo órbitas y realizando proezas espaciales. Más de cien hombres se agitaban laboriosos. Iban de aquí para allá como minúsculas hormigas afanadas en sacar adelante a su colonia. Unos reparaban unos cables, otros se encargaban de los focos, y la mayoría se empleaba a fondo ultimando detalles. Un tipo daba órdenes en inglés a voz en grito, muy exaltado, con un gran megáfono, mientras varios operarios se subían en grúas para hacerse cargo de sus cámaras.

– ¿Están rodando una película? -repuso Jonás en un susurro.

– Sí -asintió Alsina-. Una película.

Las luces se apagaron de pronto con un gran estruendo y se escuchó una voz por la megafonía que decía:

– Silence!

Todos los operarios quedaron en sus puestos, en la oscuridad. Entonces se encendió una luz, un foco, otro y otro. Todos enfocaban a un punto determinado. Poco a poco la nave fue bajando, lentamente. No se apreciaba que se encontraba colgada de la inmensa grúa y daba la sensación de estar aterrizando. Alsina lo miraba todo con la boca abierta. El piso era como arenoso, de un color gris ceniza y salpicado por algunas rocas aquí y allá. Sacó la cámara que había comprado y comenzó a sacar fotos como un loco. A la grúa, a los operarios, a la cápsula y a todo lo que se veía o podía medio intuirse. Al fin la nave se posó y, tras unos segundos que se hicieron eternos, se abrió una especie de escotilla. Por ella descendió un astronauta vestido de blanco, inmenso y grande. Llevaba luces que salían del casco para iluminar, como un minero, su camino.

– Los ángeles blancos -murmuró Alsina.

Entonces, por la megafonía, y a la vez que el tipo ponía e pie en el suelo, se oyó decir:

-That's one small step for man, one giant leap for men[3].

Hubo un silencio y entonces el tipo del megáfono interrumpió aquello gritando como un loco:

-No, no, noooo! Mankind, Neil! Men, no! No! Mankind! [4]-gritaba fuera de sí-. Mankind!

El astronauta se quitó el casco con cara compungida, como excusándose.

– Mankind! -gritó de nuevo el director de la película como si el otro fuera tonto.

Como si estuvieran acostumbrados a ello, todos los operarios corrieron raudos de aquí para allá para dejar el decorado como al principio: barrían la arena del suelo, medían la luminosidad o tensaban los cables, mientras el actor que hacía de hombre de las estrellas se excusaba farfullando excusas en inglés. Alsina lo fotografió todo, mientras Jonás, hombre sencillo y de otra época, miraba todo aquello con cara de asustado.

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[3] «Un pequeño paso para el hombre y un gran paso para los hombres.»

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[4] ¡No, no, noooo! ¡Humanidad, Neil! ¡Hombres, no! ¡No! ¡Humanidad! ¡Humanidad!