– Tengo que saber si dos mujeres se hospedaban aquí, una rubia, la otra morena, tirando a caoba, muy elegantes. Eran unas prostitutas de posibles.
– Perdone, señor, pero éste es un hotel serio y elegante. Serio porque no podemos desvelar la identidad de los clientes y elegante porque nunca, y digo bien, nunca, se ha ejercido la prostitución en el hotel Victoria.
– Perdone usted, don… -dijo el detective encendiendo un pitillo pausadamente.
– Desiderio.
– Eso, Desiderio. Yo no he dicho que ejercieran aquí, pero es muy probable que se dedicaran a la vida fácil. Una de ellas ha muerto, no creo que quiera usted que se asocie su nombre en la prensa al cargo «obstrucción a la justicia».
– Espere, espere, señor Alsina. Yo no he dicho eso.
– Tengo que hablar con la amiga, la rubia.
– No quería darle una impresión equivocada; aquí se colabora con las fuerzas de seguridad, descuide. De hecho… -añadió mirando a uno y otro lado a la vez que bajaba la voz- colaboro con el Somatén.
Alsina miró a aquel tipo con asco.
– Acompáñeme -solicitó entonces el director a la vez que se levantaba.
Llegaron a recepción y le mostraron la ficha de ingreso; estaba a nombre de Assumpta Cárceles Beltrán.
– Ésa es la mujer rubia -precisó el recepcionista-. Hace varios días que no se les ve el pelo.
– ¿Y no sospecharon nada?
– Es normal, a veces acuden a fiestas, monterías, qué sé yo, y tardan un par de días en volver.
– ¿Y la otra, la morena?
– La señorita Ivonne.
– Un nombre de guerra.
– La rubia, se hace llamar Veronique -añadió el director-. Una auténtica belleza.
– Quiero ver su habitación.
– El botones le acompañará.
Un crío, pecoso y de aspecto despierto, lo acompañó en el ascensor hasta la tercera planta.
– Tienen dos habitaciones contiguas que se comunican por una puerta.
El chaval abrió la puerta y se quedó boquiabierto.
Alsina entro.
Deambuló entre los dos cuartos. Parecía que por allí había pasado un maremoto. Las camas y las cómodas, volcadas; la ropa por el suelo y los colchones y almohadones rajados. Había plumas por todas partes.
– Esto lo han registrado a conciencia. Llama al director, ¡rápido!
Mientras subía don Desiderio, realizó una inspección a fondo. No halló ni un solo documento, ni un solo papel. Había dinero en un cajón; obviamente, no se trataba de un robo.
– ¡Válgame Dios! -exclamó el director al ver aquello.
– Llame a la camarera que ha hecho la habitación esta mañana.
– Fernando, que suba Juana echando leches -ordenó el jefe al botones perdiendo un tanto su estudiada compostura.
Mientras el director maldecía intentando ordenar algo todo aquello, el policía siguió inspeccionando a su alrededor. El baño que compartían las dos mujeres aparecía con el suelo lleno de frascos rotos y olía en exceso a perfume. Faltaba el aire. Alsina abrió la pequeña ventana. En un rincón había una especie de polvera, quizá una pitillera. Sabía qué era aquello. Se agachó, tomó el pequeño estuche y comprobó que había restos de cocaína.
– Vaya…
Entonces llegó la camarera, Juana, una joven baja, casi enana, de brazos fuertes y aspecto retraído.
– ¿Has hecho tú esta mañana la habitación? -dijo el director.
– No -contestó ella, resuelta-. Hice las camas y el cuarto por última vez dos días antes de Nochebuena, desde entonces no han vuelto. Cada mañana me asomo y veo que sigue igual.
Alsina tomó la palabra:
– ¿Te has asomado esta mañana?
– No -negó la joven bajando la mirada-. Iba mal de tiempo y en recepción me dijeron que anoche tampoco habían venido a dormir.
– Ya -asintió el policía-. Gracias.
En aquel momento supo que no iba a sacar nada en claro allí, así que añadió:
– ¿Va usted a poner una denuncia?
– No, no, esto no debe saberse -rehusó el director.
– Descuide. En lo que a mí concierne, no ha ocurrido. Buenos días.
Cuando cruzaba la Gran Vía, ya a la altura de la parada de taxis, oyó que le chistaban:
– ¡Oiga! ¡Señor! -dijo una voz.
Era el botones.
– Dime, hijo.
– Las dos señoras, eran mis amigas, creo que les ha pasado algo.
– La morena se suicidó en Nochebuena. Lo siento.
El crío quedó quieto, mirando al suelo. Parecía afectado.
– Eran muy buenas conmigo; cuando terminaba mi turno, subía a su cuarto y me invitaban a una Coca-Cola. A veces me dejaban echarle un poco de ginebra.
– ¿Sabías el verdadero nombre de la morena?
– No; eran las señoritas Ivonne y Veronique.
– Ya. ¿Algún amigo? ¿No las visitaba nadie?
– Muchos señores. Y muy importantes.
– Me lo imaginaba, Cosme.
– La señorita Veronique decía que si algún día se hiciera público su diario, se hundiría hasta el Vaticano.
– ¿Cómo? ¿Llevaba un diario?
– Sí, eso decía cuando se emborrachaba.
– Eso que me cuentas es muy interesante. Toma, hijo, un duro. Y no hables con nadie de esto. Con nadie, recuerda.
Todo comenzaba a encajar. Aquellas dos prostitutas llevaban un diario. Gente importante. Quizá de ahí el registro de los dos cuartos. Comenzó a temer de veras por la vida de la rubia, Assumpta, alias «Veronique».
Justo cuando iba a comenzar a andar sintió que le tiraban de la manga de la chaqueta.
Era el botones de nuevo.
– Tenían un amigo -dijo-. Un maricón. Acudía todas las noches a verlas. A veces trabajaba con ellas.
– ¿Sabes dónde vive?
– Ni idea, pero le llaman el Lolo; es rubio y delgado.
– Gracias, Fernando. Que no te echen de menos, vuelve a tu trabajo.
Mientras el crío regresaba trotando al hotel, Alsina contempló su estridente uniforme, con el ridículo gorro y las excesivas hombreras. Parecía un buen chaval.
Advirtió entonces que se había metido en un caso. Un caso. Había interrogado testigos y hecho indagaciones como si nada. Como un verdadero policía. Palpó el hierro bajo el sobaco, en la funda. Entonces, por primera vez en mucho tiempo, reparó en que llevaba más de un día sin beber. Decidió acercarse al bar El 42 a tomarse un buen café con leche con churros. Tenía apetito.
Después de comer, se tumbó un rato en su cuarto. Hacía frío, así que encendió el brasero eléctrico que solía calentar la pequeña habitación en unos minutos.