Entonces, una voz sonó detrás de ellos:
– ¡En pie!
Alsina giró la cabeza y vio a uno de aquellos mastodontes armado con un M16 que les apuntaba.
– ¡Corre, Jonás! -gritó a la vez que arrojaba un puñado de tierra a los ojos del guardia y le asestaba una patada en las corvas que lo hizo rodar.
Del fusil del americano surgió una ráfaga que rasgó la noche y provocó que todos se volvieran a mirar hacia el punto en que se hallaban. Alsina no se giró para mirar, porque Jonás corría monte abajo y no quería que lo cazaran como a una rata. Corrió a todo lo que daban sus piernas, hasta que, en unos segundos apenas, se vio frente al cortado rocoso. Jonás estaba abajo y le hacía gestos con la mano para que se diera prisa. ¿Cómo había llegado allí tan rápido? ¡Tenía sesenta y ocho años!
Oyó voces y se volvió. Tres figuras se le acercaban en la oscuridad.
– ¡Toma, Jonás, ponía a salvo! -gritó.
Le lanzó la cámara, que el labriego asió al vuelo para salir al galope de allí ladera abajo. A los pocos segundos había desaparecido.
Justo en ese momento, Alsina sintió un brutal golpe en la nuca y todo se volvió negro.
Despertó con un fuerte dolor de cabeza y comprobó que estaba esposado a una silla. Se encontraba en una especie de sótano con amplias ventanas a ras del suelo, un cuarto de juegos o algo así, grande y espacioso, con una mesa de billar y un futbolín. Estaba bien iluminado y la luz del sol se filtraba inundándolo todo. Atardecía. Recordó el rodaje en las instalaciones de Wilcox, la huida de Jonás con la cámara y el golpe en la cabeza. Había llegado lejos, muy lejos. Demasiado tal vez.
– ¡Ehh! -gritó-. ¿Hay alguien ahí?
Al momento se escuchó el ruido de un cerrojo que se abría y apareció ante él uno de los mastodontes de Wilcox, que lo miró con curiosidad.
– Wait a minute -dijo, para desaparecer a continuación.
No tardaron en llegar otros dos hombres, que lo liberaron de las esposas, lo levantaron y le tomaron en volandas para subir unas escaleras e introducirlo en una estancia más amplia plagada de butacas. Lo sentaron en una silla y alguien encendió un proyector cuya bombilla, sin película, le daba en la cara impidiéndole ver a las tres figuras que se sentaban frente a él.
– Ha llegado usted lejos -comentó una voz que identificó como la de don Raúl.
– Sí, hace un momento he pensado lo mismo -repuso, reparando en que, curiosamente, no se encontraba nervioso ni tenía miedo. Había vivido una vida de mierda, había estado muerto, atrapado, y la muerte de Ivonne le había hecho resucitar para perderlo todo de nuevo. Estaba harto y no le importaba abandonar este valle de lágrimas, así que se sintió bien, poderoso, fuerte.
– ¿Qué estaba haciendo anoche? -preguntó la voz de Richard.
– Vaya, Richard. Supongo que la tercera sombra que intuyo es de míster Thomas. ¿Es así?
– En efecto -contestó el interpelado.
Se hizo un silencio.
– ¿Por qué ha venido? -preguntó don Raúl.
– Para el acto final. Toda película, novela u obra de teatro lo requiere, ya saben, el momento en que los implicados juegan sus cartas y ganan los buenos.
– Ya -repuso don Raúl que parecía hacer de portavoz-. ¿Y qué cartas son ésas?
– Las mejores.
– Le recuerdo que está en nuestro poder, esposado y a punto de ser interrogado por Richard.
– Ese medio mierda no me va a tocar un pelo. Usted se encargará de ello. Si se me acerca a menos de un metro no habrá trato y los rusos dispondrán de toda la información: fotos y película incluidas.
Pudo ver que los tres se miraban entre sí. Debían de estar asombrados.
– Vaya, creo que no mide usted bien sus fuerzas.
– Un metro he dicho -contestó-. No lo pienso repetir.
Silencio.
Se oyó el ruido de un fósforo que rascaba la lija de la caja y prendía. Don Raúl encendía un puro. Escuchó su soplido, exhalando el humo. Habló:
– ¿Qué cree tener?
– Lo sé todo.
– ¿Qué es todo?
– Todo: qué hacen aquí, quién era Robert, por qué mataron a los desaparecidos, lo de sus películas, por qué murió Antonia García… ¿Sigo? -Sí, por favor.
– Los dos cazadores no murieron por estropearle la caza. Fueron ejecutados por el mismo motivo que Paco Quirós y su novia: se acercaron demasiado a la finca y vieron algo que no debían.
– Eso que dice usted es de Perogrullo. No demuestra que sepa nada de valor.
– ¿De Perogrullo? -interrumpió míster Thomas.
– En castellano quiere decir que es de cajón, evidente -aclaró el dueño de la finca.
– Murieron por lo que vieron -insistió Alsina.
– ¿Y qué era, si puede saberse?
– Los ángeles blancos del Alfonsito.
Don Raúl estalló en una violenta carcajada que resultó algo forzada.
– Y ahora dirá que también matamos a ese pobre subnormal.
– Pues sí. Pero no por ver los ángeles, sino por Frank Berthold.
Silencio.
Había dado en el clavo.
– Vaya, es evidente que lo subestimamos -reflexionó don Raúl.
– No me lo tomo a mal. Todo el mundo lo hace. Escuchó que murmuraban entre sí. Al fin, don Raúl volvió a hablar:
– Bien. Pensamos que es inútil andarse con subterfugios. Total, usted no va a salir vivo de aquí…
– El pobre chico terminó resultando incómodo.
– En efecto.
– Vagaba por los campos de noche y vio a «los ángeles» -prosiguió el policía-. Supongo que, al principio, la gente se lo tomaría a risa, pero luego, al comenzar las desapariciones, cundió el pánico.
Don Raúl dijo:
– Ese cura histérico empeoró las cosas. Sí, al principio era algo anecdótico y, de hecho, no me costó convencer a mis amigos americanos de que no le hicieran daño. Richard es muy profesional para estas cosas.
– Dirá usted muy asesino.
Don Raúl continuó hablando como si no hubiera oído nada:
– Intenté protegerlo, bien lo sabe Dios. Lo hice en memoria de la amistad que tuve con su madre, pero, como usted dice, vio la fotografía de Frank Berthold en la prensa y la recortó. Comenzó a hablar del asunto y hubo que eliminarlo. Por fortuna, el periódico sólo llega al Teleclub y él había recortado la foto. No descubrió el pastel por poco.
– Porque Frank Berthold, héroe del viaje del Apolo VIII, la primera nave que orbitó alrededor de la Luna, y que ahora se halla de gira por Europa, era en realidad Robert, el novio americano de Antonia García -puntualizó Julio.