Выбрать главу

– ¿Cómo lo supo usted? -preguntó míster Thomas.

– Por el Alfonsito. Fui a su casa después de su suicidio y comprobé que estaba empapelada de estampas de ángeles y santos. La única fotografía que no encajaba era un recorte de periódico de un tal Frank Berthold. Luego, pasado el tiempo, pensé en la fotografía que Richard había robado de casa de Antonia. Su madre me contó que se quedó muy confuso el día que vio que Robert y Antonia se habían hecho una foto. No robaron más que eso, y Honorato Honrubia, el supuesto asesino de Antonia, estaba en la cárcel en el momento del robo. Me pareció evidente que había sido Richard y me pregunté por qué podía ser tan importante una foto de un ingeniero y una chica de pueblo para un agente de la CIA.

– ¿De la CIA? -repitió míster Thomas.

– Sí, no disimulen. Les digo que lo sé todo: Richard Black Weaber, alias «Gunboy», alias «Jesús». Destacó en sus trabajos en la Cuba de Baptista y en Vietnam.

Dejó pasar unos segundos para que encajaran el golpe, y luego continuó:

– Trabajo a medias con los comunistas; una asociación digamos temporal, pero no teman, no les he contado lo que sé -mintió-. No pagan bien, y ustedes sí me darán lo que pido.

Dejó que sus últimas palabras flotaran en el aire. Se hallaba cómodo, controlando la situación. Los tenía en sus manos.

– Continúe -pidió don Raúl.

– ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! La casualidad, la suerte y el Alfonsito. El caso es que hablé con la madre de Antonia respecto a la foto y me dijo que había sido realizada por un fotógrafo ambulante al que localicé con facilidad. Me hizo copias y compré los negativos. Cuando miré la fotografía de Antonia y su novio americano, me quedé de piedra: yo había visto aquella cara. No era un ingeniero, era Frank Berthold, un famoso astronauta que llevó a cabo una peligrosa misión en Navidades. Se había ido de España en octubre. No crean, miré los ejemplares de prensa atrasados en la hemeroteca del diario Línea y supe que por aquellas fechas se hallaba oficialmente culminando su duro adiestramiento en Cabo Cañaveral. La fotografía era la prueba de que había estado aquí, y no podía saberse, ¿me equivoco?

– No -admitió don Raúl-. Aunque da usted a la foto más importancia de la que tiene. Esa putilla se quedó preñada y amenazó con escribir a Indiana, a casa de Frank o Robert, como ella lo llamaba. Richard tuvo que actuar.

– Y le cargaron el muerto a Honorato Honrubia con una prueba falsa, el cuchillo.

– Exacto. Fue fácil. Ya la había maltratado antes.

– ¿Podrían traerme un vaso de agua? Tengo sed.

Alguien pulsó un timbre, se abrió la puerta y apareció uno de los hombres de Richard. Hablaron en inglés y en seguida le trajeron un vaso de agua que Julio apuró de un trago. Una vez repuesto, volvió a tomar la palabra:

– Aquello me llevó al siguiente paso: ¿qué era tan importante como para eliminar así a la gente? ¿Qué hacía aquí un astronauta de la NASA? ¿Por qué se había calificado este terreno como zona militar? Los rusos estaban muy interesados, créanme. Mi amigo el comunista me puso en contacto con ellos -mintió de nuevo.

– ¿Los rojos saben que estamos aquí? -preguntó alarmado míster Thomas.

– Sí, han sido ustedes muy poco… discretos. Pero no saben qué hacen ustedes. Y, claro, se mueren por saberlo. Pero eso es otra historia. Como ya sabrán, yo comencé a meterme en este interesante negocio por la investigación de un suicidio muy peculiar. Fue en esta misma sala, ¿no, Richard?

– Hijo de puta -masculló el americano con su característico acento.

– Calma, calma -lo apaciguó don Raúl-. No perdamos los nervios.

– Eso, don Raúl. Que este asunto no es mo-co-de-pa-vo. Usted ya me entiende.

– ¿Cómo?

– Sí, ya sabe, moco de pavo, moco. Las putas lo cuentan todo. Hablé con Veronique. Moco, mocos. Hay gente muy rara.

– Es usted un maldito hijo de puta.

Alsina chasqueó la lengua a la vez que movía la cabeza hacia los lados:

– No perdamos los nervios, don Raúl, somos gente civilizada. Sólo pretendo demostrarle que estoy bien armado, nunca usaría esa información contra usted, créame.

– Raúl, ¿de qué habla este idiota? -quiso saber míster Thomas algo confuso.

– Nada, nada -disimuló el dueño de El Colmenar-. Bromas entre españoles. Sigamos hablando, joven.

– Ah, sí, las putas -añadió Julio-. Aquí, Richard, que si me permiten decirlo ha sido un modelo de negligencia tras negligencia, acudió a esta misma sala con un tal Steve y dos putas. Los muy zopencos, en lugar de poner una película pornográfica como pretendían, se equivocaron de filme.

– Vaya -intervino ahora míster Thomas-. Sí que sabe usted cosas.

– He hecho mis deberes.

– ¿Y de qué trataba? ¿Era del Oeste, de la Segunda Guerra Mundial o quizá de amor? -preguntó don Raúl con retintín.

– No -contestó él muy seguro de sí mismo-. El tema era el mismo que grababan ustedes en la sierra.

– O sea…

– Veronique vio una película de un astronauta paseando por la superficie lunar.

Un seguro de vida

– ¿Cómo? -dijo don Raúl con tono burlesco-. Me parece, Alsina, que su imaginación le ha jugado una mala pasada. ¿De veras ha dejado el alcohol? ¿Está seguro?

– Mire, don Raúl, usted y yo sabemos de lo que hablamos. Da la casualidad de que la de anoche no fue mi primera visita -mintió una vez más-. He venido en cuatro o cinco ocasiones y he hecho fotos y he grabado muchos metros de película con mi tomavistas. A estas alturas dispongo de material, a buen recaudo y en el extranjero, claro, como para dar un escándalo de dimensión mundial.

Percibió que sus interlocutores volvían a mirarse. La sombra que él creía era míster Thomas sacó algo del bolsillo. Parecía la silueta de una pipa. Encendió una cerilla.

– Thomas, haz los honores -dijo don Raúl.

El intenso aroma de tabaco de pipa que, dicho sea de paso, le encantaba, llegó hasta donde estaba Alsina. El americano que dirigía aquel circo se levantó, se acercó hasta donde él estaba y se sentó en una butaca junto a su silla. Casi frente a frente. Podía verle la cara perfectamente.

– Me sorprende usted. Ya quisiera tener muchos hombres así -dijo míster Thomas en una velada alusión a los errores de Richard.

– Gracias.

– Debo decirle que se equivoca. Usted no ha visto al hombre poner un pie en la Luna. Eso no ha ocurrido aún, pero ocurrirá. Puedo adelantarle que será este mismo año y que lo lograremos nosotros.

– Vaya, pues enhorabuena. Pero entonces, ¿para qué este tinglado? ¿Por qué los muertos?