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– No me cree, ¿eh?

– No, la verdad. He visto cómo grababan ustedes un alunizaje; fue anoche mismo, ¿recuerda?

Míster Thomas hizo una pausa y aspiró una buena bocanada de humo. Reanudó el discurso al instante, con calma. Se notaba que estaba acostumbrado a mandar y que sabía controlar aquellas situaciones:

– Veamos, Alsina. A nadie se le escapa que, quitando cuatro guerras de otros aquí y allá, como es el caso de Vietnam, nosotros no estamos combatiendo con los rusos directamente. Puede que ocurra, no le digo que no, pero, de momento, la amenaza nuclear evita una confrontación directa. A eso se debe que nuestra gran rivalidad política, técnica, y sobre todo militar, haya derivado hacia la carrera espacial. Un asunto que, dicho sea de paso, vuelve locas a las masas. Ellos golpearon primero con lo de Laika, Yuri Gagarin y todo eso, pero ahora nosotros hemos recuperado la iniciativa con la expedición en que participó Frank Berthold.

– Si es que existió…

– Existió, créame. El caso es que esta carrera es una auténtica guerra. Consume muchos recursos y en gran parte alienta nuestra investigación en áreas como la militar, las telecomunicaciones, la física o la aeronáutica. Temas que, por supuesto, son vitales. Si tenemos éxito, más recursos asignará el Congreso, ¿entiende?

– Perfectamente.

– Bien. Puedo repetirle que estamos en condiciones de conseguirlo este mismo año. Tenemos varios equipos trabajando en turnos, sin dejar de avanzar sea de día o de noche y la cosa pinta bien, pero…

– ¿Sí?

– … no estamos libres de que se produzca un fallo, un error, un bandazo, no sé, que dé al traste con la misión. Imagine, por ejemplo, que lanzamos una nave desde Cabo Cañaveral y anunciamos con tambores y… ¿cómo se dice, Raúl?

– A bombo y platillo.

– Eso, a bombo y platillo. Imagine usted que en el trayecto perdemos la nave o estalla. Quedaríamos mal, ¿no?

– Un ridículo.

– Exacto. Esto que ha visto usted no es otra cosa que una opción, la opción b. La operación fue bautizada como operación Hollywood.

– Por el cine, claro.

– Exacto. Di con este paraje hace años, por casualidad. Vine a hacer una visita a mi amigo Raúl y me encontré con esa maravilla que tienen ustedes al sur de la Cresta del Gallo: nada menos que un paisaje lunar. Aquí, en un país amigo y en una provincia pequeña, discreta, alejada del mundanal ruido. Un hermosísimo y desolado paisaje lunar. Por eso, cuando surgió la idea de desarrollar esta operación, pensé en Murcia al momento. La carrera espacial va viento en popa, pero esta misión tiene como objetivo crearnos otra alternativa. Como un seguro de vida. Imagine que la nave, en la misión definitiva, estalla. No problem. Seguiríamos con la misión como si nada. Pasaríamos las imágenes grabadas, que serían emitidas por televisión a todo el mundo y asunto resuelto.

– ¿Y los astronautas?

– Tenemos incluso imágenes grabadas que muestran su feliz regreso, pero sería más sencillo decir que hubo un problema técnico en la entrada a la atmósfera, por ejemplo. Ya sabe, un accidente tras cumplir la misión con éxito. Fabricaríamos tres héroes, pero, eso sí, tras pisar la Luna por primera vez en la historia de la humanidad. Hay más alternativas, todo está pensado. Pero el caso es que tendríamos las espaldas cubiertas, ¿entiende?

– Claro.

– Hay otro posible problema que nos cubre esta operación que usted ha descubierto tan brillantemente: los rusos. Nosotros estamos cerca de conseguirlo, pero ellos también. Trabajamos contra reloj. En los dos bandos. Tenemos gente en Moscú que puede avisarnos con una semana de antelación en caso de que ellos decidan acometer la misión. Eso nos daría un margen razonable para lanzar una nave desde Cabo Cañaveral, vacía, claro, y hacer la pantomima con la película. No crea, lo vamos a conseguir y pondremos un hombre en la Luna. Seguro. Pero tenemos que cubrirnos las espaldas y esta operación vale su peso en oro.

– Y debe permanecer secreta.

– En efecto. No le voy a mentir, pero lo tiene usted mal.

– No, no lo entiende.

– ¿Cómo?

– Ustedes son quienes lo tienen mal. Tengo imágenes, fotos, pruebas. Si esto se hace público, usted sabe que aunque llegaran a la Luna, nadie les creería. Los rusos darían lo que fuera por tener esta información. ¿Sabe usted por qué estoy tan tranquilo? Aquí, en la boca del lobo, donde otros murieron por saber muchísimo menos que yo. ¿No le parece curioso que esté tan relajado? Pues la respuesta es sencilla: lo tengo todo muy atado. Un amigo mío tiene que verme cada tres días, vivo, solo y sano. Ni nos hablamos, pero él o ella debe verme pasar por la calle, feliz y libre. Si pasan más de setenta y dos horas sin que me vea, debe enviar un paquete a la embajada soviética en apenas unas horas. -Ni Alsina podía creerse la mentira que estaba urdiendo, pero pensó en Rosa y sacó fuerzas de flaqueza para seguir hablando con aparente seguridad-. Por eso, si Richard se me acerca o me molesta, si no me dan lo que pido, o si me matan, me torturan o me despellejan, todo el orbe sabrá la patraña que han construido aquí. Si tenemos en cuenta que me capturaron ayer, que no pasé a que me viera mi amigo y que me tienen retenido durante todo el día de hoy, les comunico que deberían soltarme mañana a más tardar, o su misión se irá al carajo.

Míster Thomas se pasó la mano por el pelo resoplando como un toro, desesperado. Lo miró como queriendo parecer amable y dijo:

– ¿Y qué quiere?

– Pues eso es lo mejor. Que quiero poco, muy poca cosa. Quiero a mis amigos libres y tres pasaportes de Estados Unidos con otras identidades. Nos iremos a vivir una nueva vida y no sabrán más de nosotros. Allí, en su país.

– ¿Sólo eso?

– Sólo eso. Creo que la situación es sencilla. Un asunto fácil de resolver. Dos detenidos liberados y pasaportes extranjeros para salir de aquí para siempre. Así de simple.

Míster Thomas miró hacia atrás como diciendo: «¿qué os parece»? Don Raúl asintió y Richard, hombre de pocas palabras, dijo:

– Es un farol. No tiene nada. Dejádmelo media hora y os lo demostraré.

– Si ese gilipollas vuelve a abrir la boca, no hay trato, que quede claro -disparó Alsina-. Desde este momento, en mi presencia, se ha vuelto mudo.

Míster Thomas hizo un gesto con las cejas al agente de la CIA, que se levantó y salió de allí claramente contrariado. El americano que controlaba aquel asunto tomó la palabra:

– Es usted muy razonable. Y quizá incluso podría trabajar para nosotros en un futuro.

– No creo. No me ha gustado ver la carnicería que han hecho aquí.

– Richard se empleó demasiado a fondo, lo reconozco; pero la seguridad de la nación más poderosa del mundo está por encima de esas minucias.

– Una vida sencilla, sólo pido eso. No quiero ni que me busquen trabajo. Mis amigos y yo saldremos adelante.

– Tengo que hacer unas gestiones. No le prometo nada.

– Es razonable. Me parece que nos vamos a entender.