El americano dio unas instrucciones en inglés y apareció un tipo que lo tomó por el brazo y le llevó a una habitación del piso superior. Había una silla en la puerta, para un vigilante. Le hizo entrar en el cuarto y lo dejó a solas. Una habitación espartana, una cama, una mesa y rejas en las ventanas. El suelo estaba enmoquetado.
Quedó sentado en el borde la cama y se dijo que la entrevista había ido bien. Manejó a sus tres oponentes, jugó hábilmente con las informaciones de que disponía y los colocó entre la espada y la pared. Pensó en Richard: era un tipo listo y se había olido desde el primer momento que aquello era un farol. No. No podían ser tan ingenuos. Hablarían entre sí y verían que él era un policía fracasado, un cornudo y un alcohólico al que traicionaban sus amigos,. Un pobre hombre.
Sintió que le invadía el pánico. Estaba perdido y pensó en Rosa, torturada en la «Casita».
En ese momento, y quizá debido a la enorme tensión que había vivido, se desmayó como una colegiala.
Cuando volvió en sí se sintió más repuesto. Estaba tumbado en la cama y fuera era de noche. Debía de haber dormido varias horas. Había una pequeña lámpara encendida en la mesa, donde alguien había colocado una bandeja con un vaso de leche, un sandwich y una manzana. Estaba hambriento. Se levantó y se acercó a la puerta caminando despacio, sin hacer ruido. Aplicó el oído al tablón de madera y escuchó a alguien que canturreaba. Había un guardián al otro lado. Entonces fue hacia la bandeja y sopesó la posibilidad de que hubieran puesto alguna droga en la comida: algún suero de la verdad o cosa similar.
Tenía apetito, así que decidió arriesgarse y comió con ansia. Sabía que tendría que afrontar pruebas difíciles aún y necesitaba reponerse. Entonces, con el estómago lleno, se tumbó en la cama y sacó la fotografía de Ivonne. Se entretuvo mirándola bajo la luz tenue y cálida de aquel cuarto que ahora le parecía incluso acogedor. No quería pensar en Rosa o en Joaquín porque le invadía el miedo, la impotencia por no poder hacer nada por ellos. No les reprochaba su comportamiento. Lo entendía y sabía que, en el fondo, le querían.
O eso quiso pensar, porque, total, no tenía otra cosa.
Pensó en su mujer, Adela. Lejos de allí, con el Sobrao. Ya no podía hacerle daño.
– Hasta aquí has llegado, Alsina -se dijo a sí mismo.
Y se colocó la foto de Ivonne sobre el pecho.
Vinieron por él cuando la mañana ya estaba avanzada. Eran más de las diez. El guardia abrió el cerrojo y Alsina se despertó y se incorporó de un salto. Había pasado una mala noche, inmerso en una etérea duermevela que lo llevaba desde el mundo de las pesadillas hacia el peor y más descorazonador presente que, la verdad, no se presentaba nada halagüeño.
Pensó que, en su última noche, un condenado a muerte debía de pasar por las divagaciones, sueños y miedos que él había experimentado en la velada anterior.
El inmenso guardia lo esposó de nuevo y lo llevó junto a la piscina, al lujoso empedrado en que don Raúl, Richard y míster Thomas disfrutaban de un suculento desayuno. Allí, en una mesa repleta de bandejas plateadas, había de todo: bollos suizos, jamón, huevos con bacon, tostadas y dulces; así como café, leche, té y zumo de naranja. Aquella estampa parecía salida de una película norteamericana.
– Siéntese, Alsina -invitó míster Thomas, que parecía llevar ya la voz cantante-. ¿Quiere café?
– Sí, por favor. ¿Podrían quitarme las esposas?
Míster Thomas y Richard se miraron.
Julio añadió:
– Tengo un tío de dos metros detrás de raí, con un M16, y estoy rodeado de gente armada en una finca enorme.
Míster Thomas hizo una seña al guardián y éste liberó al preso.
– Querido amigo -anunció el jefe de Wilcox-, he hecho las gestiones que le prometí y no hay posibilidad alguna de darle lo que pide.
Alsina resopló.
Don Raúl tomó la palabra:
– Lo siento, amigo, pero los del bunker hicieron mucho ruido. No olvide que gracias a Richard sacaron de aquí cinco cuerpos. Logramos cargar el muerto al pedáneo, que ya ha confesado, pobre hombre. Pero desde Madrid nos han dicho que no demos más problemas. La situación con respecto a esos malnacidos de la Político Social es de empate técnico. Así me lo han definido desde El Pardo. Lo siento, pero no hay nada que hacer.
– Ya.
Míster Thomas apuntó entonces:
– Reconozco que esto nos coloca en mala situación con usted. Lo lamento, pero no podemos ayudarle.
– Pues entonces canto.
– Le eliminaremos.
– La información saldrá.
– ¿No entiende que no podemos hacer nada? -gritó míster Thomas fuera de sí.
Don Raúl tomó la palabra de nuevo:
– Razone, Alsina, usted no entiende. Thomas le quiere ayudar, pero no puede meterse en asuntos policiales de un país extranjero. Usted le ha dado un plazo muy corto. No puede hacer nada por sus amigos, créame. Los del búnker están muy jodidos y van a pagarla con sus amigos, sí, pero está usted vivo. Lo sacaremos del país y vivirá a cuerpo de rey en Estados Unidos.
– Los quiero libres hoy mismo o no me presento ante mi amigo. Ustedes sabrán.
Míster Thomas y don Raúl se miraron con desesperación.
– No me deja usted salida -murmuró el primero de ellos-. Richard insiste en que todo es un farol, lo que se comprobará en veinticuatro horas. Quizá deba hacerle caso y eliminarlo, Alsina. Esa historia que nos ha contado de su amigo, películas y fotografías me suena increíble. Además, ¿qué otra cosa puedo hacer? Total, si me equivoco, me pegaré un tiro y adiós.
– Inténtelo. Usted puede hacerlo.
– Le digo que estamos bloqueados. Yo no puedo liberar a sus amigos y usted insiste en presionarme. Lo siento, no tengo otra opción que seguir el instinto de Richard. Ha sido un placer conocerle.
Míster Thomas se levantó y se dio la vuelta mirando los fértiles campos. La tierra estaba rojiza porque, tal como pronosticara Jonás, había llovido la jornada anterior.
El guardián se dirigió hacia Alsina para ponerle las esposas y éste captó una sonrisa de triunfo en el rostro de Richard. Supo que había perdido la partida. Nunca fue un buen jugador de cartas.
Cuando aquel gorila se situaba delante de él, se oyó un disparo de postas y el guardia se desplomó y cayó boca abajo. Tenía un boquete inmenso en la espalda.
– ¡Cagontó! -había gritado alguien.
Entonces vio a Richard que corría hacia la casa, mientras míster Thomas saltaba detrás de un seto. Frente a él, Jonás recargaba su escopeta de caza aún humeante. Un nuevo escopetazo le hizo mirar hacia la izquierda, a la vez que escuchaba el silbido de los perdigones que pasaban demasiado cerca de él. Antonio Quirós había hecho fuego y herido a don Raúl, que, pistola en mano, rodó por el suelo llevándose la mano al hombro.
Julio se hizo con el arma que el orondo preboste había soltado. Tenía el hombro destrozado, convertido en una masa sanguinolenta de carne y trozos de tejido de la camisa y la chaqueta. Gritaba como un cerdo.