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– He venido por vosotros -explicó Alsina con la mirada ida-. ¿Estás bien? ¿Te han hecho algo?

– Sí, sí, estoy bien. He pasado mucho miedo, pero estoy bien. Pero ¡estás herido!

– No es nada.

Ella sacó un pañuelo de no se sabe dónde y le hizo un torniquete. Era el mismo brazo en que lo hiriera el gitano.

– ¿Y Joaquín?

Ella señaló la puerta de enfrente con la cabeza.

– Lo han torturado. Oía sus gritos de noche.

– Siéntate en la cama y espera. Tranquila. Puede haber alguien con él -susurró Julio.

Se encaminó hacia la puerta del otro cuarto con decisión. Quitó el cerrojo y le dio una patada que reventó el marco. Apuntó su arma al interior y sólo vio un cuerpo sobre el lecho.

Era Ruiz Funes.

Se acercó y vio que estaba semiinconsciente. Tenía el rostro tumefacto, los ojos morados y le faltaban uñas en la mano derecha. Llevaba la camisa ensangrentada y tenía una mancha oscura en el pantalón, junto a la bragueta. Olía a mierda y a orines.

– Sabía que vendrías, amigo -musitó el preso abriendo los ojos y con una horrible y patética sonrisa. Le faltaban varios dientes.

– Sí, Joaquín, sí. Nos vamos -dijo Alsina, que comenzó a sollozar.

Pasos.

Cuando quiso darse cuenta, era tarde. Salió del cuarto a toda prisa y vio a Rosa en manos de Guarinós. Se ocultaba tras ella apuntándole a la sien derecha.

– Tira el arma o la mato -conminó el canalla.

– No he llegado hasta aquí para rendirme -replicó él, cuya mirada evidenciaba que su mente estaba muy lejos de allí; parecía un loco, quizá un poseso.

– Tira el arma, Alsina.

– Eres un imbécil, Guarinós. ¿No te has dado cuenta de que no me conoces? Siempre crees que sabes cómo voy a reaccionar y nunca aciertas. Como el día de Nochebuena.

Guarinós sonrió con frialdad. Alsina recordó su paso por el ejército y sus primeros días como policía. Estaba considerado un buen tirador.

– Sí, pensamos que era el día ideal para simular el suicidio de Ivonne. Un borrachín de guardia y una puta muerta que no importaba a nadie.

– Pero no hice lo que esperabais, ¿verdad?

– Pues no. Me sorprendiste, lo reconozco.

– Como ahora.

Un disparo.

El pómulo derecho de Guarinós estalló en mil pedazos y se desplomó, arrastrando a Rosa con él. Julio le pisó la muñeca del brazo en que sujetaba aún el arma, exánime.

– ¿Estás bien, Rosa?

– Sí.

– Vamos por Joaquín, nos largamos -concluyó mientras arrojaba el arma de Guarinós por la ventana. Por un momento miró a aquel hijo de puta, un torturador, y se sintió bien por haber hecho del mundo un lugar mejor. Pensó que si había de penar en el infierno por aquello, merecía la pena.

– Jódete -le dijo al muerto-. Te dije que si le tocabas un pelo, te mataba.

Y salió de allí.

Les costó trabajo llevar a Ruiz Funes hasta el coche, pues no caminaba, apenas podía hablar y deliraba musitando incoherencias. Al fin lograron acomodarlo en el asiento trasero, tumbado, y lo cubrieron con una manta. Ellos ocuparon los asientos de delante.

– ¿Podrás conducir con el brazo así? -se preocupó la joven.

– Sí. Ahora que se me curaba el navajazo… -comentó él sonriendo con resignación.

– Tengo que hablar contigo.

– No tienes que explicarme, nada, Rosa. Te quiero -contestó mientras ponía en marcha el motor.

Justo cuando el Simca 1000 se perdía tras doblar la esquina, un jeep hizo su aparición al otro lado de la calle. Tres tipos armados con fusiles de asalto descendieron de un brinco, al mando de Richard. Entraron en la casa al instante.

– ¡Limpio abajo! -gritó uno de ellos.

– ¡Limpio arriba! -dijo otro.

Un tercero se dirigió a Richard.

– Han volado, señor.

– Me lo temía -manifestó el agente de la CIA con fastidio.

Entonces el tipo que había subido al primer piso urgió:

– ¡Señor, suba a ver esto!

Adolfo Guarinós volvió en sí recordando como en un sueño que Alsina le había volado la cara. Se palpó el rostro, muy mareado, y comprobó horrorizado que tenía abierto un agujero en el pómulo. Tenía la zona de detrás de la oreja como mojada, húmeda, y sin osar levantarse se tocó, para comprobar que la bala había salido por allí dejándole un inmenso boquete. Una sombra se movía delante de él. Logró enfocar algo mejor entrecerrando los ojos y acertó a ver a uno de los gorilas de Wilcox que le apuntaba con un arma. Entonces, como si hubiera llegado al infierno, apareció Richard en el umbral de la puerta y, tras mirarle, lo señaló con el índice, esbozó una sonrisa y, para que el herido le entendiera, dijo en perfecto castellano:

– Aquí no hay nada que hacer ya. Nos vamos. Ah, y nos llevamos a éste; ahora es mío.

El oficial de guardia de la Embajada de Francia en Madrid, el teniente Douillet, se sorprendió mucho cuando uno de sus soldados requirió su presencia en la calle por cierto asunto de importancia; allí, delante de la verja principal, vio un tipo alto que escondía un brazo herido bajo una gabardina y venía acompañado por dos personas que le aguardaban en un vehículo estacionado en la acera de enfrente.

– Me llamo Julio Alsina -le dijo muy serio el individuo-. Soy policía y dispongo de cierta información que permitirá a su gobierno tener agarrados por los huevos a los mismísimos americanos para siempre. Necesito ayuda médica urgente, asilo y pasaportes para mí y para mis amigos. Me siguen y no tardarán en encontrarme si me quedo quieto, no tengo tiempo para que haga usted consultas. ¿Qué me dice?

Douillet miró a aquel loco con extrañeza y en lugar de mandarlo a freír espárragos se sorprendió al oírse decir:

– Abra la verja, soldado, y avise ahora mismo al médico y al agregado militar.

Apuntes

Don Raúl falleció una semana después a consecuencia de la herida del hombro; una septicemia agravada por la diabetes que padecía se lo llevó sin que los médicos del Hospital Provincial de Murcia pudieran hacer nada por salvarle. Se decía que hasta el propio Caudillo había acudido, con absoluta discreción, al sepelio del finado cacique. El fiel servidor de don Raúl, Edelmiro García, el alcalde pedáneo, fue condenado por varias muertes acaecidas en El Colmenar. Bautizado por la prensa como «el carnicero de La Tercia», murió un año después tras una reyerta carcelaria.

El gobernador civil, don Faustino Aguinaga, expiró dos días después que don Raúl al sufrir un desgraciado accidente doméstico: se electrocutó en la bañera al caerle encima un aparato de radio, infortunio al cual hubo que añadir el triste deceso del comisario don Jerónimo Gambín que, incomprensiblemente, se estrelló contra un árbol al salirse su coche en una recta camino de Águilas.