Adolfo Guarinós desapareció misteriosamente tras el tiroteo en la «Casita»; como si se lo hubiera tragado la tierra, nunca más se supo de él, para alegría de sus víctimas y de los familiares de éstas. Hay quien rumorea que tampoco se le buscó demasiado.
Dicen que míster Thomas abandonó La Tercia tras el contratiempo de la muerte de su amigo don Raúl por complicaciones sobrevenidas tras un accidente de caza, y que adquirió una enorme finca en Panamá, adonde se retiró definitivamente del mundo hasta su muerte en 1976.
El mismo día que Julio Alsina dejó la pensión para no volver jamás llegó un telegrama para él. Doña Salustiana, ignorante de que no volvería a ver a su realquilado, lo dejó en la bandeja que había en la entrada de la pensión para depositar el correo de los huéspedes.
Allí estuvo más de dos años sin que nadie le hiciera caso, hasta que Inés lo tiró a la basura. Nadie leyó nunca su contenido:
«Su esposa Adela Gutiérrez Moreno fallecida en accidente de automóvil. Stop. Contacte con nosotros. Stop. Gobierno Civil de Ceuta. Stop.»
Alsina
Normandía, julio de 1969
El 20 de julio de 1969, el hombre puso pie, al fin, en la Luna. Julio Alsina, pegado al televisor, sonrió cuando el locutor francés tradujo la frase que acababa de pronunciar Neil Amstrong, el primer ser humano que pisaba el satélite:
– Un pequeño paso para el hombre y un gran paso para la humanidad.
Mientras el locutor se deshacía en alabanzas al progreso y destacaba lo especial del histórico momento que vivían, Julio se levantó, apagó el aparato y miró por la ventana.
Aquello le importaba un carajo.
Rosa y Joaquín, que se apoyaba en un bastón desde lo de la «Casita», paseaban sobre la hierba en el amplio jardín. Era una noche hermosa. Al fondo se atisbaba una vista preciosa del Canal de la Mancha, con sus aguas bravías y de tonos grises, tan distintas de las que él conociera, azules y calmas, en el lugar donde todo aquello comenzó.
Vio a Rosa reír conversando con Joaquín y se sintió feliz. A la mañana siguiente, los servicios secretos franceses traerían a los padres de la joven y les darían la feliz noticia de que iban a ser abuelos. Recordó a Blas Armiñana con cariño y lamentó la cicatriz que su muerte creara en su amigo Ruiz Funes para siempre. Eran muchos los que habían quedado en el camino abriendo pequeñas tumbas en su corazón. Pensó en el Alfonsito, en Cercedilla, el ufólogo ingenuo, y en el bueno de Jonás.
Pensó en Ivonne.
Entonces, tras recordar la época en que estuvo muerto, decidió salir a pasear con aquellas dos personas a las que tanto amaba, con una extraña sensación en el cuerpo.
Y es que en el fondo albergaba una duda sobre lo que acababa de ver en el televisor.
¿Era real todo aquello o había presenciado un pase público de la película que él mismo vio rodar en La Tercia?
Richard
Un día después de que el hombre pusiera pie en la Luna, Richard Black recibió un paquete en su despacho de la Emba jada de Estados Unidos en Madrid. Al principio no supo qué hacer con éclass="underline" las normas de seguridad desaconsejaban abrir paquetes sin remite, aunque al menos se observaba que llevaba matasellos de París. Después de sopesarlo, y carcomido por la curiosidad, el agente de la CIA terminó por abrirlo: en su interior, una cámara fotográfica con el compartimento para el carrete abierto. No llevaba película. Aquello le extrañó, la verdad: tenía visos de ser una broma estúpida de algún imbécil. Apenas una hora más tarde, llegó un telegrama a su nombre. Después de quedarse a solas y con la cámara sobre la mesa de su despacho, abrió el sobre con cierta ansiedad y leyó el texto en voz alta:
– «Como puede comprobar, olvidé poner el carrete. Stop. No había fotos. Stop. Recuerdos del aficionado que le ganó la partida. Stop. Posdata. He enviado un mensaje igual a sus superiores, que depurarán sus responsabilidades. Stop. Julio Alsina. Stop.»
Richard arrojó con furia al otro extremo del cuarto la cámara, que se desintegró en mil añicos, y gritó como si le hubieran arrancado el corazón. Maldijo a Alsina. Aquel maldito malnacido se había escapado con el secreto. Había jugado con ellos.
Cuando el supervisor, acompañado de dos marines, llegó a la puerta del despacho de Richard Black, comprobó que se hallaba atrancada. Entonces sonó un disparo y tuvieron que precipitarse para derribarla a patadas. Hallaron a Richard sobre su mesa, con el cráneo reventado, los sesos esparcidos por el cuarto, el arma aún humeante en la mano derecha y el papel de un telegrama en la izquierda.
Cuento de Navidad
Juan de Dios Céspedes se encontraba más bien deprimido. Nunca imaginó que acabaría de sepulturero en el cementerio de Murcia, pero al fin y a la postre era un trabajo digno y honrado con el que, mal que bien, mantenía a sus tres hijos. El problema era que su mujer, Lola, había sido despedida de su trabajo como auxiliar administrativa por hallarse otra vez en estado de buena esperanza.
Los tres críos habían pedido multitud de juguetes a los Reyes Magos, pero aquel año pintaban bastos y, lamentablemente, la Navidad no llegaría a su casa tal como los niños merecían.
Pasó varios días fantaseando con esos cuentos en que Papá Noel aterriza en la Tierra disfrazado de tipo normal para ayudar a gente pobre como ellos, pero, tras la desilusión de la lotería el 22 de diciembre (no le tocó ni la pedrea), comenzó a hacerse a la idea.
Al menos vivían dignamente y no les faltaba de nada.
Corría el año 1985 y hacía ya diez años de la muerte del general Franco. Se había calmado el ruido de sables, la democracia se afianzaba y la dictadura comenzaba a parecer sólo un mal sueño.
Entonces ocurrió el milagro. Un milagro en forma de propina de cincuenta mil pesetas.
El día antes de Navidad, un tipo elegante, de unos cincuenta y tantos años, bajó de un taxi y le hizo una serie de encargos que, según él, le reportarían una cuantiosa gratificación.
El misterioso individuo estaba interesado en que Juan de Dios localizara el nicho 236 y consiguiera que, en sólo veinticuatro horas, el marmolista lo hubiera cubierto con una lápida de encargo.
Juan de Dios le hizo ver que resultaría caro, porque su amigo Vicente tendría que dejar otros encargos a medio cumplimentar, pero el desconocido dijo que no repararía en gastos.
También tenía que conseguir unas flores y dos coronas. El dinero tampoco era problema.
Al intuir que allí había una clara posibilidad para alegrar la Navidad a su familia, el sepulturero se empleó a fondo, y cuando el misterioso desconocido volvió la tarde siguiente, el día de Nochebuena, todo estaba preparado.