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CAPITULO V

En la cantina, un local de techo bajo en los sótanos, la cola para el almuerzo avanzaba lentamente. La estancia estaba atestada de gente y llena de un ruido ensordecedor. De la parrilla tras el mostrador emanaba el olorcillo del asado. Al extremo de la cantina había un pequeño bar, una especie de agujero en el muro, donde podía comprarse la ginebra a diez centavos el vasito.

—Precisamente el que andaba yo buscando— dijo una voz a espaldas de Winston. Éste se volvió. Era su amigo Syme, que trabajaba en el Departamento de Investigaciones, Quizás no fuera «amigo» la palabra adecuada. Ya no había amigos, sino camaradas. Pero persistía una diferencia: unos camaradas eran más agradables que otros. Syme era filósofo, especializado en neolengua. Desde luego, pertenecía al inmenso grupo de expertos dedicados a redactar la onceava edición del Diccionario de Neolengua. Era más pequeño que Winston, con cabello negro y sus ojos saltones, a la vez tristes y burlones, que parecían buscar continuamente algo dentro de su interlocutor.

—Quería preguntarte si tienes hojas de afeitar— dijo.

—¡Ni una!— dijo Winston con una precipitación culpable . He tratado de encontrarlas por todas partes, pero ya no hay.

Todos buscaban hojas de afeitar. La verdad era que Winston guardaba en su casa dos sin estrenar. Durante los meses pasados hubo una gran escasez de hojas. Siempre faltaba algún artículo necesario que en las tiendas del Partido no podían proporcionar; unas veces, botones; otras, hilo de coser; a veces, cordones para los zapatos, y ahora faltaban cuchillas de afeitar. Era imposible adquirirlas a no ser que se buscaran furtivamente en el mercado «libre».

—Llevo seis semanas usando la misma cuchilla— mintió Winston.

La cola avanzó otro poco. Winston se volvió otra vez para observar a Syme. Cada uno de ellos cogió una bandeja grasienta de metal de una pila que había al borde del mostrador.

—¿Fuiste a ver ahorcar a los prisioneros ayer? —le preguntó Syme.

—Estaba trabajando —respondió Winston en tono indiferente. Lo veré en el cine, seguramente.

—Un sustitutivo muy inadecuado— comentó Syme.

Sus ojos burlones recorrieron el rostro de Winston. «Te conozco», parecían decir los ojos. «Veo a través de ti. Sé muy bien por qué no fuiste a ver ahorcar los prisioneros.» Intelectualmente, Syme era de una ortodoxia venenosa. Por ejemplo, hablaba con una satisfacción repugnante de los bombardeos de los helicópteros contra los pueblos enemigos, de los procesos y confesiones de los criminales del pensamiento y de las ejecuciones en los sótanos del Ministerio del Amor. Hablar con él suponía siempre un esfuerzo por apartarle de esos temas e interesarle en problemas técnicos de neolingüística en los que era una autoridad y sobre los que podía decir cosas interesantes. Winston volvió un poco la cabeza para evitar el escrutinio de los grandes ojos negros.

—Fue una buena ejecución— dijo Syme añorante Pero me parece que estropean el efecto atándoles los pies. Me gusta verlos patalear. De todos modos, es estupendo ver cómo sacan la lengua, que se les pone azul… ¡de un azul tan brillante! Ese detalle es el que más me gusta.

—¡El siguiente, por favor!— dijo la propietaria del delantal blanco que servía tras el mostrador.

Winston y Syme presentaron sus bandejas. A cada uno de ellos les pusieron su ración: guiso con un poquito de carne, algo de pan, un cubito de queso, un poco de café de la Victoria y una pastilla de sacarina.

—Allí hay una mesa libre, debajo de la telepantalla —dijo Syme. De camino podemos coger un poco de ginebra.

Les sirvieron la ginebra en unas terrinas. Se abrieron paso entre la multitud y colocaron el contenido de sus bandejas sobre la mesa de tapa de metal, en una esquina de la cual había dejado alguien un chorretón de grasa del guiso, un líquido asqueroso. Winston cogió la terrina de ginebra, se detuvo un instante para decidirse, y se tragó de un golpe aquella bebida que sabía a aceite. Le acudieron lágrimas a los ojos como reacción y de pronto descubrió que tenía hambre. Empezó a tragar cucharadas del guiso, que contenía unos trocitos de un material substitutivo de la carne. Ninguno de ellos volvió a hablar hasta que vaciaron los recipientes. En la mesa situada a la izquierda de Winston, un poco detrás de él, alguien hablaba rápidamente y sin cesar, una cháchara que recordaba el cua—cua del pato. Esa voz perforaba el jaleo general de la cantina.

—¿Cómo va el diccionario?— dijo Winston elevando la voz para dominar el ruido.

—Despacio —respondió Syme. Por los adjetivos. Es un trabajo fascinador.

En cuanto oyó que le hablaban de lo suyo, se animó inmediatamente. Apartó el plato de aluminio, tomó el mendrugo de pan con gesto delicado y el queso con la otra mano. Se inclinó sobre la mesa para hablar sin tener que gritar.

—La onceava edición es la definitiva dijo—. Le estamos dando al idioma su forma final, la forma que tendrá cuando nadie hable más que neolengua. Cuando terminemos nuestra labor, tendréis que empezar a aprenderlo de nuevo. Creerás, seguramente, que nuestro principal trabajo consiste en inventar nuevas palabras. Nada de eso. Lo que hacemos es destruir palabras, centenares de palabras cada día. Estamos podando el idioma para dejarlo en los huesos. De las palabras que contenga la onceava edición, ninguna quedará anticuada antes del año 2050—. Dio un hambriento bocado a su pedazo de pan y se lo tragó sin dejar de hablar con una especie de apasionamiento pedante. Se le había animado su rostro moreno, y sus ojos, sin perder el aire soñador, no tenían ya su expresión burlona.

—La destrucción de las palabras es algo de gran hermosura. Por supuesto, las principales víctimas son los verbos y los adjetivos, pero también hay centenares de nombres de los que puede uno prescindir. No se trata sólo de los sinónimos. También los antónimos. En realidad ¿qué justificación tiene el empleo de una palabra sólo porque sea lo contrario de otra? Toda palabra contiene en sí misma su contraria. Por ejemplo, tenemos «bueno». Si tienes una palabra como «bueno», ¿qué necesidad hay de la contraria, «malo»? Nobueno sirve exactamente igual, mejor todavía, porque es la palabra exactamente contraria a «bueno» y la otra no. Por otra parte, si quieres un reforzamiento de la palabra «bueno», ¿qué sentido tienen esas confusas e inútiles palabras «excelente, espléndido» y otras por el estilo? Plusbueno basta para decir lo que es mejor que lo simplemente bueno y dobíeplusbueno sirve perfectamente para acentuar el grado de bondad. Es el superlativo perfecto. Ya sé que usamos esas formas, pero en la versión final de la neolengua se suprimirán las demás palabras que todavía se usan como equivalentes. Al final todo lo relativo a la bondad podrá expresarse con seis palabras; en realidad una sola. ¿No te das cuenta de la belleza que hay en esto, Winston? Naturalmente, la idea fue del Gran Hermano —añadió después de reflexionar un poco.

Al oír nombrar al Gran Hermano, el rostro de Winston se animó automáticamente. Sin embargo, Syme descubrió inmediatamente una cierta falta de entusiasmo.

—Tú no aprecias la neolengua en lo que vale —dijo Syme con tristeza—. Incluso cuando escribes sigues pensando en la antigua lengua. He leído algunas de las cosas que has escrito para el Times. Son bastante buenas, pero no pasan de traducciones. En el fondo de tu corazón prefieres el viejo idioma con toda su vaguedad y sus inútiles matices de significado. No sientes la belleza de la destrucción de las palabras. ¿No sabes que la neolengua es el único idioma del mundo cuyo vocabulario disminuye cada día.