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– Mira esto -dijo Rider con urgencia-. También tenía el número ochenta y ocho tatuado en la espalda. El tipo tiene un recordatorio de lo que hizo en el ochenta y ocho.

– Más o menos -dijo Bosch-. Es otro código. Trabajé en uno de esos casos de supremacía blanca y recuerdo todos los códigos. Para esos tipos ochenta y ocho significa doble H porque la H es la octava letra del alfabeto. Ochenta y ocho equivale a HH, es decir, Heil Hitler. También usan un noventa y ocho para Sieg Heil. Son muy listos, ¿no?

– Todavía creo que el año ochenta y ocho puede tener algo que ver con esto.

– Tal vez. ¿Tienes algo ahí sobre empleo?

– Parece que conduce un camión grúa. Iba conduciendo un camión grúa cuando se paró a mear y se ganó la acusación de lascivia la última vez. Enumera tres empleos anteriores: todos servicios de grúas.

– Bien. Es un buen punto de partida.

– Lo encontraremos.

Bosch volvió a mirar la hoja de detenciones que tenía delante. Había un robo de 1990. Un perro policía había atrapado a Mackey en la propiedad del Pacific Drive-in Theater. Había entrado después del cierre y se disparó una alarma silenciosa. Cogió lo poco que había en la caja registradora y se llenó una bolsa de plástico con doscientas barras de caramelo. Tardó en salir porque decidió conectar el calentador de queso y hacerse unos nachos. Todavía estaba en el interior del edificio cuando un agente con un perro envió al animal a la tienda. El informe decía que Mackey fue tratado por heridas debidas a mordiscos de perro en el brazo y el muslo izquierdos en el County USC Medical Center antes de ser inculpado.

El registro indicaba que Mackey se había declarado culpable de allanamiento de morada, un cargo menor, y fue sentenciado al tiempo pasado en prisión preventiva -sesenta y siete días en la prisión de Van Nuys- y a dos años de libertad condicional.

El siguiente informe se refería a una violación de esa condicional debida a una detención por agresión. Bosch estaba a punto de leer el informe cuando Rider le quitó de las manos el fajo de fotocopias.

– Es hora de ir a ver a García -dijo-. Su sargento dijo que si llegábamos tarde lo perderíamos.

Ella se levantó y Bosch la siguió. Se dirigieron hacia la División de Van Nuys. Las oficinas de la comandancia del valle estaban en la tercera planta.

– En mil novecientos noventa Mackey fue detenido por un robo en el viejo Pacific Drive-in -dijo Bosch mientras caminaban.

– De acuerdo.

– Estaba en Winnetka y Prairie. Ahora hay allí un multicine. Eso lo pone a unas cinco o seis manzanas de donde fue robada el arma del caso Verloren un par de años antes. El robo.

– ¿Qué opinas?

– Dos robos a cinco manzanas de distancia. Creo que tal vez le gustaba trabajar en esa zona. Creo que robó la pistola. O estaba con la persona que la robó.

Rider asintió con la cabeza. Subieron la escalera que conducía al vestíbulo de la comisaría y a continuación cogieron el ascensor el resto del camino hasta la comandancia del valle de San Fernando. Llegaban a la hora, pero de todos modos les hicieron esperar. Mientras estaba sentado en el sofá, Bosch dijo:

– Recuerdo ese drive-in. Fui un par de veces cuando era un chaval. Al de Van Nuys también.

– También teníamos el nuestro en el Southside -dijo Rider.

– ¿También lo convirtieron en un multicine?

– No. Es sólo un aparcamiento. Allí no invierten dinero en multicines.

– ¿Y Magic Johnson?

Bosch sabía que el ex jugador de baloncesto de los Lakers había invertido mucho en la comunidad, entre otras cosas abriendo cines. -Sólo es uno.

– Supongo que uno es un comienzo.

Una mujer con galones de cabo en las mangas del uniforme se les acercó. -El jefe los recibirá ahora.

9

El inspector de comandancia Arturo García estaba de pie detrás de su escritorio, esperando a que la ayudante uniformada hiciera pasar a Bosch y Rider a su despacho. García también iba de uniforme, y lo vestía con orgullo. Tenía el pelo gris acerado y un poblado bigote del mismo, color. Exudaba la confianza de que el departamento solía hacer gala y que estaba intentando recuperar.

– Detectives, pasen, pasen -dijo-. Tomen asiento y cuéntenle a un viejo detective de Homicidios cómo les va.

Tomaron asiento en las sillas que había delante de la mesa.

– Gracias por recibimos tan pronto -dijo Rider.

Bosch y Rider habían decidido que ella llevaría la voz cantante con García, porque estaba más familiarizada con él a través del trabajo de enlace en la oficina del jefe. Además, Bosch no estaba seguro de ser capaz de disimular su desagrado por García y por los errores y pasos en falso que él y su compañero habían cometido en la investigación del caso Verloren.

– Bueno, cuando llaman de Robos y Homicidios, uno se hace un hueco, ¿no? Sonrió de nuevo.

– En realidad trabajamos en la unidad de Casos Abiertos -dijo Rider.

García perdió la sonrisa y por un momento Bosch creyó ver un destello de dolor en sus ojos. Rider había concertado la cita a través de un ayudante desde la oficina del jefe y no había revelado en qué caso estaban trabajando.

– Becky Verloren -dijo el inspector de comandancia. Rider asintió.

– ¿Cómo lo sabe?

– ¿Cómo lo sé? Fui yo quien llamó a ese tipo del centro, el agente al mando, y le dije que había ADN en aquel caso y que debería enviarlo a analizar.

– ¿El detective Pratt?

– Sí, Pratt. En cuanto esa unidad empezó a ser operativa lo llamé y le dije: revise el caso de Becky Verloren, mil novecientos ochenta y ocho. ¿Qué han obtenido? Han conseguido una coincidencia, ¿verdad?

Rider asintió.

– Tenemos una coincidencia muy buena.

– ¿Quién? He estado esperando diecisiete años a esto. Alguien del restaurante, ¿no?

Eso le dio que pensar a Bosch. En el expediente del caso había resúmenes de interrogatorios con gente que trabajaba en el restaurante de Robert Verloren, pero nada que se alzara por encima de una investigación de rutina. Nada que indicara sospecha o seguimiento. Nada en el sumario de la investigación señalaba hacia el restaurante. De pronto, escuchar a uno de los detectives originales del caso manifestar una sospecha largo tiempo albergada de que el asesino había venido de esa dirección era incongruente con todo aquello que habían pasado la mañana leyendo.

– Lo cierto es que no -dijo Rider-. El ADN pertenece a un hombre llamado Roland Mackey. Tenía dieciocho años en el momento del asesinato. Entonces vivía en Chatsworth. No creemos que trabajara en el restaurante.

García juntó las cejas como si estuviera desconcertado, o quizá decepcionado.

– ¿El nombre significa algo para usted? -preguntó Rider-. No lo hemos encontrado en el expediente.

García negó con la cabeza.

– No lo sitúo ahora mismo, pero ha pasado mucho tiempo. ¿Quién es?

– Todavía no sabemos quién es. Lo estamos rodeando. Sólo estamos empezando.

– Estoy seguro de que habría recordado ese nombre. Su sangre está en la pistola, ¿no?

– Con eso es con lo que contamos. Tiene antecedentes. Robos, comerciar con mercancía robada, drogas. Creemos que podría ser el autor del robo en el que se llevaron la pistola.

– Rotundamente -dijo García, como si su entusiasmo por la idea pudiera convertirla en realidad.

– Podemos conectarlo con la pistola sin ninguna duda -dijo Rider-, pero estamos buscando la conexión con la chica. Pensábamos que tal vez recordaría algo.

– ¿Aún no han hablado con la madre y el padre?

– Todavía no. Usted es nuestra primera parada.

– Esa pobre familia. Para ellos fue el fin.

– ¿Ha permanecido en contacto con los padres?

– Inicialmente sí. Mientras tuve el caso. Pero cuando me hicieron teniente y volví a la patrulla tuve que renunciar al caso. En cierto modo, perdí contacto con ellos después de eso. Principalmente hablaba con Muriel, la madre. El padre… Había algo extraño en él. No lo llevó bien. Dejó la casa, se divorciaron, todo. Perdió el restaurante. Lo último que oí era que estaba viviendo en la calle. De cuando en cuando aparecía por la casa y le pedía dinero a Muriel.