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– Señor Stoddard, ¿tienen anuarios de finales de los años ochenta a los que podamos echar un vistazo mientras esperamos para entrevistar a la señora Sable? preguntó.

– Sí, por supuesto, les acompañaré a la biblioteca.

De camino a la biblioteca, Stoddard los hizo pasar junto a la placa que los compañeros de clase de Rebecca Verloren habían instalado en la pared del vestíbulo principal. Era una simple dedicatoria con su nombre, los años de nacimiento y defunción y la juvenil promesa de «Siempre te recordaremos».

– Era una chica muy dulce -dijo Stoddard-. Siempre participativa. Y su familia también. ¡Qué tragedia!

Stoddard limpió con la manga de la camisa el polvo de una fotografía laminada de la sonriente Becky Verloren en la placa.

La biblioteca estaba al doblar la esquina. Había pocos estudiantes en las mesas o revisando los estantes cuando se acercaba el final de la jornada. Stoddard les dijo en un susurro que se sentaran a una mesa y él fue hacia una estantería. Al cabo de menos de un minuto volvió con tres anuarios y los puso en la mesa. Bosch vio que cada libro tenía la leyenda «Veritas» y el año en la cubierta. Stoddard les entregó anuarios de 1986, 1987 y 1988.

– Éstos son los últimos tres años -susurró Stoddard-. Recuerdo que ella asistió desde primer curso, así que si quieren ver los anteriores, díganmelo. Están en el estante. Bosch negó con la cabeza.

– Gracias. Con esto bastará por ahora. Volveremos a pasar por la oficina antes de irnos. De todos modos necesitamos la información de la señora Atkins.

– De acuerdo, entonces les dejo.

– Ah, ¿podría decirnos dónde está el aula de la señora Sable?

Stoddard les dio el número de aula y les explicó cómo llegar hasta allí desde la biblioteca. Después se excusó, diciendo que tenía que volver a su despacho. Antes de irse, susurró unas palabras a unos chicos que ocupaban una mesa cercana a la puerta. Los chicos cogieron las mochilas que habían dejado en el suelo y las pusieron debajo de la mesa para no impedir el paso. Algo en el modo en que habían dejado las mochilas de cualquier manera le recordó a Bosch la forma en que lo hacían los chicos de Vietnam: allí donde estaban, sin preocuparse de nada que no fuera quitarse el peso de los hombros.

Después de que Stoddard se hubiera ido, los chicos hicieron muecas en la puerta cuando él pasó.

Rider cogió el anuario de 1988 antes que Bosch, y éste se quedó con la edición de 1986. No esperaba encontrar nada de valor una vez que la señora Atkins había acabado con su teoría de que Roland Mackey había asistido a la escuela pero la había abandonado antes del asesinato. Ya estaba resignado a la idea de que la conexión entre Mackey y Becky Verloren -si es que existía- habría que encontrarla en otro sitio.

Hizo los cálculos mentalmente y pasó el anuario hasta que encontró las fotos de octavo curso. Rápidamente descubrió la foto de Becky Verloren. Llevaba coletas y aparatos en los dientes. Sonreía, pero daba la impresión de que estaba empezando ese periodo de incomodidad prepubescente. Revisó las fotos de grupo que mostraban diferentes clubes y organizaciones de alumnos a fin de determinar sus actividades extracurriculares. Becky jugaba al fútbol y también aparecía en las fotos de los clubes de arte y ciencia, así como en las de los representantes del alumnado en el consejo escolar. En todas las fotografías estaba siempre en la fila de atrás y hacia un lado. Bosch se preguntó si era el lugar donde la colocaba el fotógrafo o bien se sentía cómoda allí.

Rider se estaba tomando su tiempo con la edición de 1988. Iba pasando página por página, y en un momento dado sostuvo el volumen para que Bosch lo viera cuando estaba mirando la sección del claustro. Señaló la foto de un joven Gordon Stoddard, con el pelo mucho más largo y sin gafas. También era más delgado y parecía más fuerte.

– Míralo -dijo Kiz-. Nadie debería hacerse mayor.

– Y todo el mundo tendría que tener la oportunidad de hacerlo.

Bosch pasó al anuario de 1987 y vio fotos de Becky Verloren como una jovencita que parecía estar floreciendo. Su sonrisa era más plena, más confiada. Si todavía llevaba aparatos en los dientes ya no resultaban visibles. En las fotos de grupo se había situado delante y en el centro. En las fotos del consejo escolar todavía no era una delegada de clase, pero tenía los brazos cruzados en ademán de quien se sabe importante. Su pose y su mirada sin pestañear a la cámara le decían a Bosch que iba a llegar lejos. Sólo que alguien la había parado.

Bosch hojeó unas cuantas páginas más y cerró el anuario. Estaba esperando que sonara la campana para poder ir a entrevistar a Bailey Koster Sable.

– ¿Nada? -preguntó Rider.

– Nada de valor -dijo-, pero está bien verla en aquellos momentos. En su sitio. En su elemento.

– Sí, mira esto.

Estaban sentados uno enfrente del otro. Ella giró el anuario de 1988 en la mesa para que él pudiera verlo. Finalmente Kiz había llegado a la clase de segundo curso. La mitad superior de la página mostraba a la derecha a un chico y cuatro chicas posando en una pared que Bosch reconoció como la de la entrada del aparcamiento de estudiantes. Una de las chicas era Becky Verloren. El pie de foto decía «líderes de estudiantes». Debajo de la foto se identificaba a los alumnos y se mencionaban sus posiciones. Becky Verloren era representante en el consejo de estudiantes. Bailey Koster era la delegada de curso.

Rider trató de girar de nuevo el anuario, pero Bosch lo aguantó un momento para examinar la fotografía. Podía decir por su pose y su estilo que Becky Verloren había dejado atrás su incomodidad adolescente. No describiría a la estudiante de la foto como una niña. Estaba en camino de convertirse en una mujer atractiva y segura de sí misma. Dejó el volumen y Rider lo cogió.

– Iba a ser una rompecorazones -dijo Bosch.

– Quizá ya lo era, quizás eligió el corazón equivocado para romper.

– ¿Algo más ahí?

– Echa un vistazo.

Ella abrió otra vez el libro. Las fotos del viaje del club de arte a Francia el verano anterior ocupaban la doble página. Había fotos de una veintena de estudiantes, chicos y chicas, y varios padres o profesores delante de Notre Dame, en el patio del Louvre y en un barco turístico en el Sena. Rider señaló a Rebecca Verloren en una de las fotos.

– Fue a Francia -dijo Bosch-. ¿Y?

– Podría haber conocido a alguien allí. Este asunto podría tener una conexión internacional. Quizá tendríamos que ir allí y comprobarlo. -Estaba tratando de contener una sonrisa.

– Sí -dijo Bosch-. Haz una petición y envíala a la sexta planta.

– Vaya, Harry, me parece que tu sentido del humor sigue retirado.

– Sí, supongo que sí.

El sonido de la campana de la escuela terminó con la discusión y con las clases del día. Bosch y Rider se levantaron, dejaron los anuarios en la mesa y salieron de la biblioteca. Ambos siguieron las indicaciones que les había dado Stoddard hasta el aula de Bailey Sable, esquivando por el camino a estudiantes que se apresuraban a salir de la escuela. Las chicas llevaban faldas lisas y blusas blancas, los chicos pantalones holgados y polos blancos.

Miraron por la puerta abierta del aula B-6 y vieron a una mujer sentada ante su mesa, en el centro de la parte delantera de la sala. No levantó la cabeza de los papeles que aparentemente estaba clasificando. Bailey Sable apenas se parecía a la delegada de la clase de segundo curso cuya foto Bosch y Rider habían estudiado en el anuario. Tenía el pelo más oscuro y corto, y el cuerpo más ancho y pesado. Como Stoddard, llevaba gafas. Bosch sabía que sólo tendría treinta y dos o treinta y tres años, pero parecía mayor.

Había una última estudiante en el aula, una chica guapa y rubia que estaba metiendo libros en una mochila. Cuando terminó, la joven cerró la cremallera de la mochila y se dirigió a la puerta.