– Baja la antena -dijo Pratt-. Lo único que estoy diciendo es que trabajé en South diez años y nunca tuve que preocuparme por el peso. Allí siempre estás corriendo. Después me trasladaron a Robos y Homicidios y aumenté siete kilos en dos años. Es triste.
Rider se relajó y Bosch también.
– Levanta el trasero y sal a la calle -dijo Bosch-. Ésa era la norma en Hollywood.
– Buena regla -asintió Pratt-. Salvo que es duro cuando te ponen de jefe. Tengo que sentarme aquí y oír cómo vosotros llamáis a las puertas.
– Pero se lleva unos buenos billetes -añadió Rider.
– Sí, claro.
Era una broma porque como supervisor Pratt no podía cobrar horas extras. En cambio, los que estaban en su brigada sí podían, lo cual abría la posibilidad de que algunos de sus detectives ganaran más que él, aunque él fuera el jefe de la unidad.
Pratt se volvió en su silla y abrió una nevera que tenía junto a él en el suelo.
Sacó otra tarrina de yogur.
– A la mierda -dijo al tiempo que se enderezaba y la abría.
Esta vez no le añadió cereales. Bosch sólo tuvo que soportar el sorbeteo cuando el jefe empezó a meterse cucharadas de aquella inmunda crema blanca en la boca.
– Bueno, a lo que íbamos -continuó Pratt, con la boca llena-. Lo que me estáis diciendo es que al final del día podéis relacionar la pistola con este inútil Mackey. Disparó la pistola, pero no tenemos a nadie que lo conecte con la víctima, y por consiguiente no podemos relacionarlo con el disparo fatal.
– Eso y otras cosas -dijo Rider.
– Entonces si yo fuera abogado defensor -continuó Pratt- le diría a Mackey que se declarara culpable del robo de la pistola, porque el delito ha prescrito. Diría que la pistola le mordió cuando la probó, así que se deshizo del maldito chisme mucho antes del asesinato. Diría: «No, señor, yo no maté a esa niña, y usted no puede probado. No puede probar que le pusiera nunca un ojo encima.»
Rider y Bosch asintieron.
– O sea que no tenéis nada.
Asintieron otra vez.
– No está mal para un día de trabajo. ¿Qué queréis?
– Queremos un pinchazo -dijo Bosch-. Dos, quizá tres localizaciones. Una en su móvil, otra en el teléfono de la gasolinera. Y una en su casa, una vez que la encontremos y si es que tiene línea fija allí. Colamos un artículo en el diario que diga que estamos trabajando otra vez en el caso y nos aseguramos de que lo lea. Luego esperamos a ver si lo comenta con alguien.
– ¿Y qué os hace pensar que vaya a hablar con alguien de un asesinato que él pudo haber cometido o no hace diecisiete años?
– Bueno, como hemos dicho, por el momento no podemos conectar a este tipo con la chica de ningún modo. Así que estamos pensando que hay alguien más metido en esto. Mackey o bien lo hizo para alguien o consiguió la pistola para que ese alguien cometiera el crimen.
– Hay una tercera posibilidad -agregó Rider-. Que colaborara. Esa chica fue llevada por una colina empinada. O bien fue alguien grande o alguien con ayuda.
Antes de responder, Pratt tomó dos cucharadas de yogur, enarcando las cejas al mirar en la tarrina.
– Vale, ¿y el periódico? ¿Podréis colar un artículo?
– Creemos que sí -dijo Rider-. Vamos a usar al inspector García de la comandancia del valle. Investigó el caso. Atormentado por un criminal que se escapó, esa clase de charla. Dice que tiene un contacto con el Daily News.
– De acuerdo, suena a plan. Escribid las órdenes y pasádmelas. El capitán ha de dar su visto bueno, y después han de ir a la oficina del fiscal para que las apruebe antes de acudir al juez. Llevará su tiempo. Una vez que encontremos a un juez que las firme sacaremos a los otros equipos de lo que estén haciendo y los pondré en la vigilancia.
Bosch y Rider se levantaron al mismo tiempo. Bosch sintió una pequeña descarga de adrenalina en la sangre.
– ¿No hay posibilidad de que este tipo Mackey esté metido en algo ahora mismo? -preguntó Pratt.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Bosch.
– Si podemos argumentar que está a punto de cometer un crimen podríamos acelerar las órdenes.
Bosch pensó en ello.
– No tenemos nada ahora -dijo-, pero podemos trabajar en ello.
– Bien, eso ayudará.
15
Rider era la encargada de escribir. Tenía facilidad con el ordenador y con la jerga legal. Bosch había visto que ponía en práctica esas cualidades en anteriores investigaciones. Así que fue una decisión tácita. Ella escribiría las órdenes a fin de obtener las autorizaciones del tribunal para rastrear y escuchar las llamadas que Roland Mackey hiciera o recibiera en su móvil, el teléfono de la oficina en la estación de servicio donde él trabajaba y su casa, si existía allí un teléfono adicional. Se trataba de un trabajo meticuloso; tenía que presentar la acusación contra Mackey, asegurándose de que la cadena lógica de causas probables no tenía eslabones débiles. La documentación que preparara Rider tenía que convencer primero a Pratt, después al capitán Norona, luego a un ayudante del fiscal del distrito encargado de asegurarse de que el cuerpo de orden local tenía en consideración los derechos civiles y, finalmente, a un juez con las mismas responsabilidades pero que también respondía ante el electorado si cometía un error que le estallaba en la cara. Disponían de una única oportunidad y tenían que hacerlo bien. Mejor dicho, Rider tenía que hacerlo bien.
Claro que todo eso vendría después de superar el obstáculo inicial de conseguir los diversos números de Mackey sin advertir al sospechoso de la investigación que se formaba en torno a él.
Empezaron con Tampa Towing, que hacía constar dos números de veinticuatro horas en el anuncio de media plana que publicaba en las páginas amarillas. A continuación, una llamada al servicio de información estableció que Mackey no disponía de ningún teléfono fijo privado, al menos a su nombre. Eso significaba que o bien no tenía teléfono en casa o que estaba viviendo en un lugar donde el teléfono estaba registrado a nombre de otra persona. Tendrían que ocuparse de ello después de establecer la residencia de Mackey.
La última parte, y la más difícil, era obtener el número de móvil de Mackey. El servicio de información telefónica no, disponía de listas de móviles. Tardarían días, si no semanas, en comprobar todos los proveedores de servicios de móviles en busca de esa información, porque la mayoría exigían un orden judicial antes de revelar el número de un cliente. Por ese motivo, los detectives de los diferentes cuerpos policiales planeaban rutinariamente trucos para conseguir los números que necesitaban. Con frecuencia recurrían a dejar mensajes inocuos en lugares de trabajo para poder capturar el número de móvil después de una llamada de respuesta. El ardid más popular era el mensaje estándar de «llame, para recoger su premio», prometiendo un televisor o un DVD a las cien primeras personas que contestaran la llamada. Sin embargo, este proceso implicaba preparar una línea no policial y podía resultar también en largos periodos de espera sin ninguna garantía de éxito si el objetivo había enmascarado el número de su móvil. Rider y Bosch no sentían que dispusieran del lujo del tiempo. Ya habían divulgado el nombre de Mackey en el curso de su investigación y tenían que moverse con rapidez hacia su objetivo.
– No te preocupes -le dijo Bosch a Rider-. Tengo un plan.
– Entonces yo sólo me siento y observo al maestro.
Puesto que sabía que Mackey estaba trabajando, Bosch simplemente llamó a la estación de servicio y explicó que necesitaba una grúa. Le dijeron que esperara y poco después se puso al aparato alguien con una voz que Bosch creyó que pertenecía a Roland Mackey.