– ¿Necesita una grúa?
– Una grúa o que me arranquen el motor. Me he quedado sin batería.
– ¿Dónde está?
– En el aparcamiento de Albertson, en Topanga, cerca de Devonshire.
– Estamos al otro lado, en Tampa. Puede encontrar a alguien más cerca.
– Ya lo sé, pero vivo al lado de ustedes. Al lado de Roscoe y detrás del hospital.
– De acuerdo. ¿Qué coche lleva?
Bosch pensó en el coche en el que había visto a Mackey antes. Decidió usarlo para que Mackey se definiera.
– Un Camaro del setenta y dos.
– ¿Restaurado?
– Estoy trabajando en ello.
– Tardaré unos quince minutos.
– Vale, de acuerdo. ¿Cómo se llama?
– Ro.
– ¿Ro?
– Roland, tío. Voy para allá.
Colgó. Bosch y Rider esperaron cinco minutos, durante los cuales Bosch le contó a su compañera el resto del plan y la parte que tenía que desempeñar ella. Su objetivo era conseguir dos cosas: el número del móvil de Mackey y su proveedor de servicio, a fin de poder entregar a la compañía apropiada la orden de escucha autorizada por el juez.
Siguiendo instrucciones de Bosch, Rider llamó a la estación de servicio Chevron y empezó a solicitar una reparación, describiendo con todo detalle el chirrido de los frenos del coche. Mientras Rider hablaba, Bosch llamó a la estación en la segunda línea que aparecía en la guía. Como esperaba pusieron a Rider en espera. Atendieron la llamada de Bosch, y éste dijo: «¿Tiene algún número en el que pueda localizar a Ro? Viene hacia aquí para arrancarme el coche, pero ya lo he puesto en marcha.»
La ocupada compañera de trabajo de Mackey dijo:
– Pruebe con el móvil.
Le dio el número y Bosch levantó los pulgares a Rider, quien concluyó con la llamada sin romper la actuación y colgó.
– Uno listo y otro en marcha -dijo Bosch.
– A ti te ha tocado el fácil -dijo Rider.
Contando ya con el número de Mackey, Rider se ocupó de la segunda parte, mientras Bosch escuchaba desde un supletorio. Poniendo un dejo de desinterés burocrático en la voz, Rider llamó al número recién obtenido y cuando Mackey respondió -presumiblemente mientras buscaba un Camaro del 72 parado en el aparcamiento de un centro comercial -le anunció que trabajaba para AT amp;T Wireless y que tenía una extraordinaria noticia para que ahorrara con su plan de llamadas de larga distancia.
– Sandeces -dijo Mackey, interrumpiéndola en medio de su discurso.
– Disculpe, señor -replicó Rider.
– He dicho que son sandeces. Esto es algún tipo de truco para hacerme cambiar de compañía.
– No entiendo, señor. Lo tengo en la lista como cliente de AT amp;T. ¿No es ése el caso?
– No, no es el caso. Estoy con Sprint y me gusta, y ni tengo ni quiero un servicio de larga distancia. Que les den por culo. ¿Eso lo ha oído bien?
Colgó y Rider empezó a reír.
– Estamos tratando con un tipo enfadado -dijo ella.
– Bueno, acaba de atravesar Chatsworth para nada -dijo Bosch-. Yo también estaría enfadado.
– Es de Sprint -dijo ella-. Ya lo tengo todo para meterme con el papeleo, pero quizá deberías llamarlo, así no sospechará cuando el tipo del taller le diga que le ha dado el número.
Bosch asintió y llamó a Mackey al móvil. Afortunadamente, salió el buzón de voz; Mackey probablemente estaba hecho una furia al teléfono, diciéndole al tipo del taller que no podía encontrar el coche que se suponía que tenía que remolcar. Bosch dejó un mensaje explicando que lo lamentaba, pero que había conseguido arrancar el coche y estaba intentando llegar a casa. Cerró el teléfono y miró a Rider.
Hablaron un poco más acerca de la organización y decidieron que ella trabajaría en exclusiva en la orden esa noche y al día siguiente, y luego se ocuparía del seguimiento a través de las distintas etapas de la aprobación. Rider dijo que quería que Bosch le acompañara en el momento de la autorización final. La presencia de los dos componentes del equipo de investigación en el despacho del juez ayudaría a consolidar la solicitud. Hasta entonces, Bosch continuaría con el trabajo de campo, buscando los nombres que quedaban en la lista de gente que debía ser entrevistada y poniendo en marcha el artículo de periódico. La sincronización sería el factor clave. No querían que el artículo sobre el caso se publicara hasta que tuvieran las escuchas preparadas en los teléfonos que usaba Mackey.
– Me voy a casa, Harry -dijo Rider-. Puedo poner esto en marcha en mi portátil.
– Suerte.
– ¿Qué harás tú?
– Quiero acabar con unas cuantas cosas esta noche. Quizá vaya al Toy District.
– ¿Solo?
– No hay más que vagabundos.
– Sí, y el ochenta por ciento de ellos son vagabundos porque no les funcionan los cables, ni los plomos, ni nada. Ten cuidado. Quizá deberías llamar a la División Central y ver si pueden enviar un coche contigo. Quizá puedan prestarte el submarino.
El submarino era un coche de un solo agente que se usaba como mil usos para el jefe de patrullas. Pero Bosch no creía que necesitara un acompañante. Le dijo a Rider que no se preocupara y que podía irse en cuanto le enseñara a usar AutoTrack.
– Bueno, Harry, en primer lugar has de tener ordenador. Yo lo hago desde mi portátil.
Él rodeó la mesa para colocarse a su lado y observó cómo ella se conectaba al sitio web de AutoTrack, introducía la información de usuario y contraseña y accedía a un formulario de búsqueda.
– ¿Con quién quieres empezar? -preguntó ella.
– ¿Qué tal Robert Verloren?
Ella escribió el nombre y estableció los parámetros de la búsqueda.
– ¿Funciona deprisa? -preguntó Bosch.
– Sí.
Al cabo de un momento Rider localizó una dirección del padre de Rebecca Verloren, pero se detuvo en seco al ver que era la de la casa de Chatsworth. Robert Verloren no había actualizado su licencia de conducir ni comprado propiedades ni se había registrado para votar ni había solicitado una tarjeta de crédito ni figuraba como titular de ningún servicio público en más de diez años. Había desaparecido, al menos de la rejilla electrónica.
– Todavía estará en la calle -dijo Rider.
– Si es que sigue vivo.
Rider introdujo los nombres de Tara Wood y Daniel Kotchof en el sistema AutoTrack y obtuvo múltiples resultados con ambos. Luego, al introducir sus edades aproximadas y centrarse en Hawai y California, redujeron los resultados a dos direcciones que aparentemente correspondían a los correctos Tara Wood y Daniel Kotchof. Wood no había ido a la reunión de la escuela, pero no era porque se hubiera marchado muy lejos. Sólo se había trasladado desde el valle de San Fernando hasta Santa Mónica, al otro lado de las colinas. Entretanto, aparentemente, Daniel Kotchof había regresado de Hawai muchos años antes, había vivido en Venice unos pocos años y después había vuelto a Maui, donde estaba localizada su dirección actual.
El último nombre que Bosch dio a Rider para que buscara en el ordenador era Sam Weiss, la víctima del robo cuya pistola se utilizó para asesinar a Rebecca Verloren. Aunque había cientos de resultados con ese nombre, fue fácil encontrar al Sam Weiss correcto. Seguía viviendo en el mismo domicilio en que se había producido el robo e incluso tenía el mismo número de teléfono.
Rider imprimió los datos para Bosch y también le dio el número de teléfono de Grace Tanaka que les había proporcionado antes Bailey Sable. Hecho esto, recogió lo que necesitaría para trabajar en la orden de búsqueda en casa.
– Si me necesitas llámame al busca -dijo Rider al poner su ordenador en un estuche acolchado.
Después de que se hubiera ido, Bosch miró el reloj que había encima de la puerta de Pratt y vio que acababan de dar las seis. Decidió que pasaría alrededor de una hora buscando nombres antes de dirigirse al Toy District para encontrar a Robert Verloren. Sabía que sólo estaba demorando su visita a la zona de los desclasados, una visita que ciertamente iba a deprimirle, de manera que consultó el reloj otra vez y se prometió a sí mismo que no pasaría más de una hora al teléfono.