– ¿Cuáles son sus preguntas?
– Vi el teléfono en la mesilla de al lado de la cama de su hija. ¿Era una extensión del número de la casa o tenía su propio número?
– Tenía su propio número. Era una línea privada.
– Así que cuando Daniel Kotchof la llamaba por la noche era ella la que respondía al teléfono, ¿no?
– Sí, en su habitación. Era la única extensión.
– Entonces la única forma que usted tenía de saber que estaba llamando Danny era porque ella se lo decía.
– No, a veces oía sonar el teléfono. Él llamaba.
– Lo que quiero decir, señora Verloren, es que usted nunca contestó esas llamadas y nunca habló con Danny Kotchof, ¿verdad?
– Exacto. Era su línea privada.
– Así que cuando ese teléfono sonaba y ella hablaba con alguien, la única forma que tenía de saber quién estaba en la línea era que ella se lo dijera. ¿Correcto?
– Eh, sí, creo que es correcto. ¿Está diciendo que no era Danny quien llamó todas esas veces?
– Todavía no estoy seguro. Pero he hablado con Danny en Hawai y dijo que dejó de llamar a su hija mucho antes de su desaparición. Tenía otra novia, ¿sabe? En Hawai.
La información fue recibida con una larga pausa. Finalmente, Bosch habló en el vacío.
– ¿Tiene alguna idea de con quién podría haber estado hablando Becky, señora Verloren?
Después de otra pausa, Muriel Verloren ofreció débilmente una respuesta.
– Quizá con una de sus amigas.
– Es posible -dijo Bosch-. ¿Se le ocurre alguien más?
– No me gusta esto -respondió rápidamente-. Me da la sensación de que continuamente me estoy enterando de cosas.
– Lo siento, señora Verloren. Tratare de no sacudida con estas cosas a no ser que sea necesario. Pero me temo que es necesario. ¿Su marido llegó alguna vez a alguna conclusión acerca del embarazo?
– ¿A qué se refiere? No lo supimos hasta después.
– Eso lo entiendo. Lo que quiero decir es si creen que fue resultado de una relación oculta o fue simplemente un error que ella cometió un día, bueno, con alguien con quien en realidad no tenía una relación.
– ¿Se refiere a una aventura de una noche? ¿Es eso lo que está diciendo de mi hija?
– No, señora, no estoy diciendo eso de su hija. Simplemente estoy haciendo preguntas. No quiero alterarla, lo único que quiero es encontrar a la persona que mató a Rebecca. Y necesito saber todo lo que haya que saber.
– Nunca pudimos explicarlo, detective -respondió ella con frialdad-. Ella se había ido y decidimos no hurgar en la herida. Se lo dejamos todo a la policía y tratamos de recordar a la hija que conocíamos y amábamos. Me dijo que tiene una hija. Espero que lo entienda.
– Creo que lo hago. Gracias por sus respuestas. Una última pregunta, y no hay presión en esto, pero ¿estaría dispuesta a hablar con un periodista acerca de su hija y el caso?
– ¿Por qué iba a hacer eso? No lo hice antes. No creo en ventilar mi dolor delante del público.
– Admiro eso. Pero esta vez quiero que lo haga porque podría ayudarnos a levantar la liebre.
– ¿Quiere decir que podría hacer que la persona que hizo esto saliera al descubierto?
– Exactamente.
– Entonces lo haré sin dudado.
– Gracias, señora Verloren, ya la avisaré.
16
Abel Pratt salió de su despacho con la chaqueta del traje puesta. Se fijó en Bosch, que estaba sentado ante su escritorio, escribiendo con dos dedos un informe sobre su conversación telefónica con Muriel Verloren. Los informes finalizados de las entrevistas telefónicas con Grace Tanaka y Daniel Kotchof estaban sobre la mesa.
– ¿Dónde está Kiz? -preguntó Pratt.
– Está en casa preparando la solicitud de la orden. Allí puede pensar mejor.
– Yo no puedo pensar cuando llego a casa. Sólo puedo reaccionar. Tengo gemelos.
– Buena suerte.
– Sí, la necesito. Ahora iba hacia allí. Hasta mañana, Harry.
– Vale.
Pero Pratt no se alejó. Bosch levantó la cabeza de la máquina de escribir. Pensó que tal vez había hecho algo mal. Quizá se trataba de la máquina de escribir.
– La encontré en una mesa, al otro lado -dijo Bosch-. No parecía que la estuviera usando nadie.
– No la usa nadie. Ahora la mayoría de la gente usa ordenador. Definitivamente eres un tipo de la vieja escuela, Harry.
– Supongo. Normalmente los informes los hace Kiz, pero me sobraba un rato.
– ¿Trabajas hasta tarde?
– Quiero ir al Nickel.
– ¿A la calle Cinco? ¿Qué vas a hacer allí?
– Buscar al padre de la víctima.
Pratt sacudió la cabeza de manera sombría.
– Otro de ésos. Lo hemos visto antes. Bosch asintió.
– Onda expansiva -dijo.
– Sí, onda expansiva -coincidió Pratt.
Bosch estaba pensando en ofrecerle a Pratt acompañarle, quizá conversar con él y empezar a conocerlo mejor, pero su teléfono móvil empezó a sonar. Lo sacó del cinturón y vio el nombre de Sam Weiss en la pantalla de identificación.
– Será mejor que conteste.
– De acuerdo, Harry. Ten cuidado allí.
– Gracias, jefe.
Harry abrió el teléfono.
– Detective Bosch -se identificó.
– ¿Detective?
Bosch recordó que no había dejado esa información en su mensaje a Weiss.
– Señor Weiss, mi nombre es Harry Bosch. Soy detective del Departamento de Policía de Los Ángeles. Me gustaría hacerle unas preguntas acerca de una investigación que estoy llevando a cabo.
– Tengo todo el tiempo que necesite, detective. ¿Es sobre mi pistola? La pregunta pilló a Bosch con la guardia baja.
– ¿Por qué me pregunta eso, señor?
– Bueno, porque sé que se utilizó en un asesinato que no llegó a resolverse nunca, y es la única cosa que se me ocurre por la que el departamento de policía pueda querer hablar conmigo.
– Bueno, sí, señor, se trata de la pistola. ¿Puedo hablar con usted de eso?
– Si significa que está tratando de encontrar a la persona que mató a esa chica, entonces puede preguntarme todo lo que quiera.
– Gracias. Creo que lo primero que me gustaría es que me contara cómo y cuándo supo o le dijeron que la pistola que le robaron fue utilizada en un homicidio.
– Estaba en los periódicos (el asesinato) y yo sumé dos y dos. Llamé al detective asignado a mi robo y se lo pregunté, y él me dio la respuesta que ojalá no me hubiera dado nunca.
– ¿Por qué, señor Weiss?
– Porque he tenido que vivir con eso.
– Pero usted no hizo nada mal, señor.
– Lo sé, pero eso no hace que una persona se sienta mejor. Me compré la pistola porque estaba teniendo problemas con una banda de gamberros. Quería protección. Luego la pistola que compré terminó siendo el instrumento de la muerte de esa chica. No crea que no he pensado en cambiar la historia. O sea, ¿y si no hubiera sido tan testarudo? ¿Y si hubiera recogido mis cosas y me hubiera mudado en lugar de ir a comprar esa maldita arma? ¿Entiende lo que quiero decir?
– Sí, ya veo.
– Bueno, dicho esto, ¿qué más puedo decirle, detective?
– Tengo unas pocas preguntas. Llamarle ha sido una especie de palo de ciego.
Pensé que podría ser más fácil que tratar de remontar diecisiete años de papeleo e historia departamental. Tengo el informe inicial del robo y el investigador consta como John McClellan. ¿Lo recuerda?
– Por supuesto que lo recuerdo.
– ¿Logró resolver el caso?
– No que yo sepa. Al principio John pensó que podría estar relacionado con los gamberros que me habían amenazado.
– ¿Y lo estaba?
– John me dijo que no. Pero yo nunca estuve seguro. Los ladrones destrozaron la casa. No era que estuvieran buscando algo concreto que robar. Simplemente estaban destrozando cosas, mis pertenencias. Entré y, Dios mío, sentí un montón de ira.