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– ¿Por qué ha dicho ladrones? ¿La policía creía que se trataba de más de uno?

– John suponía que habían sido al menos dos o tres. Sólo estuve fuera una hora… Fui a comprar. Un solo tipo no podría haber causado tanto daño en ese tiempo.

– El informe menciona que se llevaron la pistola, una colección de monedas y algo de efectivo. ¿Algo más que echara en falta después?

– No, eso era todo. Era suficiente. Al menos, recuperé las monedas, que era lo más valioso. Era la colección de mi padre de cuando él era niño.

– ¿Cómo lo recuperó?

– John McClellan me las devolvió al cabo de un par de semanas.

– ¿Dijo de dónde las recuperaron?

– Me contó que de un prestamista de West Hollywood. Y luego, por supuesto, supimos qué ocurrió con la pistola. Pero no me la devolvieron. No la habría aceptado de todos modos.

– Entiendo, señor. ¿Alguna vez el detective McClellan le dijo quién creía que había robado en su casa? ¿Tenía alguna hipótesis?

– Pensaba que era otro grupo de gamberros, ¿sabe? No los Ochos de Chatsworth.

La mención de los Ochos de Chatsworth removió un recuerdo en Bosch, pero no lograba situarlo.

– Señor Weiss, actúe como si yo no supiera nada. ¿Quiénes eran los Ochos de Chatsworth?

– Era una banda de aquí del valle. Eran todos chicos blancos. Cabezas rapadas. Y en mil novecientos ochenta y ocho cometieron una serie de delitos aquí. Eran delitos de odio. Así los llamaban en los diarios. Era el nuevo término para llamar a los crímenes motivados por la raza o la religión.

– ¿Y usted era el objetivo de esa banda?

– Sí, empecé a recibir llamadas. El típico discurso de «mata al judío».

– Y entonces la policía le dijo que los Ochos no habían cometido el robo.

– Exacto.

– Es extraño, ¿no? No vieron ninguna conexión.

– Eso es lo que yo pensé en aquel momento, pero el detective era él, no yo.

– ¿Qué hizo que los Ochos se centraran en usted, señor Weiss? Sé que es judío, pero ¿qué hizo que lo eligieran?

– Sencillo. Uno de los mierdecillas era un chico del barrio. Billy Burkhart vivía a cuatro casas de distancia. Puse una menorá en la ventana en la fiesta de Januká, y así empezó todo.

– ¿Qué le ocurrió a Burkhart?

– Fue a la cárcel. No por lo que me hizo a mí, sino por otras cosas. Acusaron a él y a los demás de otros delitos. Quemaron una cruz a unas manzanas de mi casa. En el jardín delantero de una familia negra. No fue lo único que hicieron. Amenazas, vandalismo. También trataron de quemar un templo.

– Pero no el robo en su casa.

– Exacto. Eso es lo que me dijo la policía. Verá, no había pintadas ni indicación de motivación religiosa. El piso estaba patas arriba. Así que no clasificaron el delito como delito de odio.

Bosch vaciló, preguntándose si había algo más que preguntar. Decidió que no sabía lo suficiente para formular preguntas inteligentes.

– Muy bien, señor Weiss, le agradezco su tiempo. Y lamento haber despertado malos recuerdos.

– No se preocupe por eso, detective. Créame, no estaban dormidos.

Bosch cerró el teléfono. Trató de pensar en a quién podía llamar al respecto. No conocía a John McClellan, y las posibilidades de que siguiera en la División de Devonshire diecisiete años después eran exiguas. Entonces se le ocurrió: Jerry Edgar. Su antiguo compañero en la División de Hollywood había estado asignado previamente a la brigada de detectives de Devonshire. Estaría allí en 1988.

Bosch llamó a la mesa de Homicidios de Hollywood, pero le saltó el contestador. Todos se habían ido temprano. Llamó al número principal de la oficina de detectives y preguntó si Edgar estaba por allí. Bosch sabía que había un gráfico de entradas y salidas en el mostrador principal. El funcionario que respondió la llamada dijo que Edgar ya había marcado su salida.

La tercera llamada la hizo al móvil de Edgar. Su antiguo compañero respondió con rapidez.

– Os vais a casa temprano en Hollywood -dijo Bosch.

– ¿Quién diablos…? Harry, ¿eres tú?

– Soy yo. ¿Cómo va, Jerry?

– Me estaba preguntando cuándo tendría noticias tuyas. ¿Has empezado hoy?

– El novato más viejo del mundo. Y Kiz y yo estamos trabajando en un caso.

Edgar no respondió, y Bosch comprendió que mencionar a Rider había sido un error. El abismo entre ambos no sólo seguía existiendo, sino que parecía estar ensanchándose.

– En cualquier caso, necesito ese gran cerebro tuyo. Se remonta a los días del Club Dev.

– Sí, ¿qué día?

– Mil novecientos ochenta y ocho. Los Ochos de Chatsworth. ¿Los recuerdas?

Se hizo un silencio mientras Edgar pensaba un momento.

– Sí, recuerdo a los Ochos. Eran una banda de paletos que creían que las cabezas rapadas y los tatuajes los hacían hombres. Montaron una buena, pero enseguida los aplastaron. No duraron mucho.

– ¿Recuerdas a un tipo llamado Roland Mackey? Tendría dieciocho entonces.

Después de una pausa, Edgar dijo que no recordaba el nombre.

– ¿Quién se ocupaba de los Ochos? -preguntó Bosch.

– No el Club Dev, tío. Todo lo suyo pasaba directamente por la madriguera.

– ¿UOP?

– Premio.

La Unidad de Orden Público. Una sombría brigada del Parker Center que recopilaba datos e información sobre conspiraciones, pero que resolvía pocos casos. En 1988 la UOP habría estado bajo la égida del entonces inspector Irvin Irving. La unidad ya no existía. Cuando Irving ascendió a la categoría de sub director enseguida desmanteló la UOP, y muchos en el departamento creyeron que era una medida para protegerse y distanciarse personalmente de sus actividades.

– Eso no va a ayudar -dijo Bosch.

– Lo siento. ¿En qué estáis trabajando?

– En el asesinato de una chica en Oat Mountain.

– ¿La que se llevaron de su casa?

– Sí.

– Ése también lo recuerdo. No lo trabajé, acababa de llegar a la mesa de Homicidios. Pero lo recuerdo. ¿Estás diciendo que los Ochos estaban implicados?

– No. Sólo que ha surgido un nombre que podría tener relación con los Ochos. Podría. ¿Entonces Ochos significa lo que creo?

– Sí, tío, ocho por H. Ochenta y ocho por HH. Y HH por Heil…

– …Hitler. Sí, lo que pensaba.

Bosch cayó en la cuenta de que Kiz Rider había tenido razón al pensar que el año del crimen podría ser significativo. El asesinato y el resto de los crímenes cometidos por los Ochos de Chatsworth habían ocurrido en 1988. Todo formaba parte de una confluencia de detalles aparentemente menores que cuadraban. Y ahora Irving y la UOP estaban metidos en el ajo. El resultado ciego de un análisis de ADN correspondiente a un perdedor que conducía una grúa como medio de vida estaba abriéndose para convertirse en algo mayor.

– Jerry, ¿recuerdas a un tipo que trabajó en Devonshire llamado John McClellan?

– ¿John McClellan? No, no lo recuerdo. ¿En qué trabajaba?

– Tengo su nombre aquí, en un informe de robo.

– No, en la mesa de Robos seguro que no. Yo trabajé en Robos antes de pasar a Homicidios. No había ningún McClellan en Robos. ¿Quién es?

– Como he dicho, sólo un nombre en un informe. Ya lo averiguaré.

Bosch sabía que eso significaba que probablemente McClellan estaba en la UOP en el momento en que la investigación del robo en la casa de Sam Weiss fue absorbida por la investigación de los Ochos de Chatsworth. No se molestó en discutir todo esto con Edgar.

– Jerry, ¿entonces eras nuevo en la mesa de Homicidios?

– Exacto.

– ¿Conocías bien a Green y a García?

– No. Acababa de llegar a la mesa y ellos no estuvieron mucho más. Green entregó la placa y al cabo de un año a García lo hicieron teniente.