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– Por lo que viste, ¿cuál es tu valoración?

– ¿En qué sentido?

– Como detectives de Homicidios.

– Bueno, Harry, yo era bastante novato entonces. O sea, ¿qué sabía yo? Todavía estaba aprendiendo. Pero mi impresión era que Green mandaba. García sólo era el ama de casa. Lo que alguna gente decía de García era que no podía encontrar una miga de pan en su propio bigote con un peine y un espejo.

Bosch no respondió. Al calificar a García de ama de casa, Edgar estaba diciendo que García iba montado en el carro de su compañero. Green era el verdadero policía de Homicidios mientras que García era el tipo que lo respaldaba y mantenía los expedientes ordenados y al día. Muchas parejas de investigadores se enquistaban en ese tipo de relaciones: un perro alfa y su ayudante.

– Supongo que no lo necesitaba -dijo Edgar.

– ¿No necesitaba qué?

– Encontrar pan en su bigote. Hizo carrera, tío. Se hizo teniente y salió de aquí. Sabes que ahora es segundo al mando en el valle, ¿verdad?

– Sí, lo sé. De hecho, si lo ves será mejor que no menciones esa parte del bigote.

– Sí, probablemente.

Bosch pensó un poco más en lo que esto podría significar para la investigación Verloren. Había una pequeña grieta bajo la superficie.

– ¿Es todo, Harry?

– He oído que Green se comió su pistola poco después de entregar la placa.

– Sí, me enteré. No recuerdo que me sorprendiera. Siempre parecía un tipo que llevaba una carga muy pesada. ¿Vas a echar un vistazo en la UOP, Harry? Sabes que era la brigada de Irving, ¿no?

– Sí, Jerry, lo sé. Dudo que vaya por ese camino.

– Si lo haces ten cuidado, tío.

Bosch quería cambiar de tema antes de colgar. Edgar siempre había sido un cotilla del departamento. No quería que la lengua larga de su antiguo compañero difundiera la voz de que Bosch iba tras Irving ahora que había recuperado la placa.

– Bueno, ¿cómo van las cosas en Hollywood? -preguntó.

– Acabamos de volver a la oficina después de las consecuencias del terremoto. Te perdiste todo eso. Estuvimos apiñados arriba en la de reunión de patrullas durante casi un año.

– ¿Cómo es eso?

– Ahora es como una oficina de seguros. Todo en gris gubernamental. Es bonito, pero no es lo mismo.

– Ya te entiendo.

– Después pusieron a los jefes de equipo en mesas con dos lados de cajones. Los demás tenemos un lado.

Bosch sonrió. Pequeños desaires como ése se magnificaban en el departamento y los administradores que tomaban tales decisiones nunca aprendían. Como cuando la mayor parte de la División de Asuntos Internos se trasladó del Parker Center al edificio Bradbury y entre el personal se corrió la voz de que el capitán tenía una chimenea en su despacho.

– Entonces ¿qué vas a hacer, Jerry?

– Lo mismo de siempre, eso es lo que vaya hacer. Levantar el trasero y salir a la calle.

– Di que sí, tío.

– Ten cuidado, Harry.

– Siempre.

Después de colgar, Bosch se quedó sentado en silencio ante su escritorio durante un momento, pensando en la conversación y en los nuevos significados del caso. Si existía una conexión entre el caso y la UOP la partida era completamente nueva.

Miró el expediente del caso, que seguía abierto por el informe del robo, y observó la firma garabateada de John McClellan. Levantó el teléfono y llamó al Departamento de Operaciones del Parker Center y preguntó al agente de guardia por la localización de un detective llamado John McClellan. Leyó el número de placa de McClellan del informe del robo. Le dijeron que esperara y supuso que iban a decide que McClellan, se había retirado hacía mucho. Habían pasado diecisiete años.

Sin embargo, cuando el agente de servicio volvió a la línea le informó de que un agente llamado John McClellan, con el número de placa que Bosch le había proporcionado, era un teniente asignado a la Oficina de Planificación Estratégica. Las conexiones sinápticas en el cerebro de Bosch empezaron a sacar chispas. Diecisiete años antes, McClellan trabajaba para Irving en la UOP. Ahora, su posición y rango eran diferentes, pero seguía trabajando para él. Y casualmente Irving se había topado con Bosch en la cafetería del Parker Center el mismo día en que asignaron a Harry un caso con ramificaciones en la UOP.

– High jingo -susurró Bosch para sus adentros al tiempo que colgaba.

Como un acorazado virando lentamente, el caso se iba moviendo de manera certera e imparable hacia una nueva dirección. Bosch sintió una opresión en el pecho. Pensó en la coincidencia de que Irving se cruzara en su camino. Si era una coincidencia. Bosch se preguntó si el sub director ya sabía en ese momento a qué caso correspondía el resultado ciego y adónde conduciría.

El departamento enterraba secretos todos los días. Era un hecho. Pero ¿quién podía pensar diecisiete años antes que un día una prueba química llevada a cabo en un laboratorio del Departamento de Justicia de Sacramento hundiría una pala en el suelo grasiento y removería el pasado, sacando a la luz este secreto?

17

Conduciendo hacia casa, Bosch pensó en las muy diversas ramificaciones de la investigación del asesinato de Rebecca Verloren. Sabía que tenía que mantener la mirada en la presa. Las pruebas eran la clave. Los elementos de política departamental y posible corrupción y encubrimiento se resumían en lo que se conocía como high jingo. Podía ser una amenaza y distraerle del objetivo pretendido. Tenía que evitarlo, y al mismo tiempo tenía que estar atento a ello.

Finalmente logró apartar los pensamientos de la sombra de Irving, que se cernía sobre la investigación, y concentrarse en el caso. Sus ideas de algún modo lo condujeron al dormitorio de Rebecca Verloren y a cómo su madre lo había mantenido intacto con el paso del tiempo. Se preguntó si el motivo era la pérdida de la hija o las circunstancias de esa pérdida. ¿Y si uno pierde un hijo por causas naturales o por un accidente o un divorcio? Bosch tenía una hija a la que rara vez veía. Era una carga que pesaba sobre él. Sabía que, estuviera cerca o lejos, su hija lo dejaba en una situación de completa vulnerabilidad, sabía que podía terminar como una madre que preservaba la habitación de su hija igual que un museo, o como el padre que había perdido la conexión con el mundo hacía tanto tiempo.

Más que esa cuestión, había algo en la habitación que le obsesionaba. No podía averiguar lo que era, pero sabía que estaba ahí, y le fastidiaba. Miró hacia su izquierda desde la autovía elevada, en dirección a Hollywood. Todavía había algo de luz en el cielo, pero, estaba empezando a anochecer. La oscuridad ya había esperado suficiente. Los reflectores, cuyo origen era la esquina de Hollywood y Vine, se entrecruzaban en el horizonte. A él le gustaba. Se sentía como en casa.

Cuando llegó a su casa de la colina abrió el buzón, comprobó si tenía mensajes en el teléfono y se cambió el traje que se había comprado para su vuelta al trabajo. Lo colgó cuidadosamente en el armario, pensando que podría ponérselo al menos otra vez antes de llevarlo a la tintorería. Se puso tejanos, zapatillas de deporte negras y un polo también negro. Se enfundó una cazadora que se estaba deshilachando en el hombro derecho; no gastaba demasiado dinero en ropa. Guardó en ella su pistola, placa y cartera y volvió a coger el coche para dirigirse al Toy District.

Decidió aparcar en Japantown, en el aparcamiento del museo, para no tener que preocuparse por que le desvalijaran o rompieran el coche. Desde allí caminó hasta la calle Cinco, encontrándose con una densidad creciente de vagabundos a medida que avanzaba. Los principales campamentos para la población sin techo de la ciudad, así como las misiones que se encargaban de alimentarlos, se alineaban en una extensión de cinco manzanas de la calle Cinco, al sur de Los Ángeles Street. En el exterior de las misiones y los hostales baratos, las aceras estaban llenas de cajas de cartón y carros de la compra que contenían las exiguas y sucias pertenencias de la gente perdida. Era como si algún tipo de bomba de desintegración social hubiera estallado y la metralla de vidas heridas y despojadas se hubiera extendido por doquier. En la acera había hombres y mujeres que gritaban palabras ininteligibles o inquietantes incongruencias. Era una ciudad con sus propias reglas y razón de ser, una ciudad dolorida, con una herida tan profunda que las vendas que aplicaban las misiones no podían contener la hemorragia.