Mientras caminaba, Bosch se fijó en que no le pidieron ni una vez dinero o cigarrillos ni ninguna otra clase de dádiva. La ironía no se le escapó. Parecía que el lugar con la concentración más alta de gente sin hogar de la ciudad era también el lugar donde un ciudadano estaba más a salvo de sus súplicas.
La Misión de Los Ángeles y el Ejército de Salvación tenían allí grandes centros de ayuda. Bosch decidió empezar con ellos. Llevaba una foto de carné de conducir de hacía doce años de Robert Verloren y una fotografía incluso más vieja de él en el funeral de su hija. Las mostró a la gente que dirigía los centros de ayuda y a los trabajadores de la cocina que cada día servían centenares de platos de comida gratuita. Obtuvo escasa respuesta hasta que un trabajador de la cocina recordó a Verloren como un «cliente» que unos años antes se ponía en la cola del comedor popular con cierta regularidad.
– Hace bastante tiempo que no lo veo -dijo el hombre.
Después de pasar casi una hora en cada centro, Bosch empezó a recorrer la calle, entrando en las misiones más pequeñas y en albergues para vagabundos y mostrando las fotos. Varias personas reconocieron a Verloren, pero no consiguió nada nuevo, nada que lo acercara al hombre que había desaparecido completamente del radar social hacía tantos años. Continuó hasta las diez y media y decidió que volvería al día siguiente para terminar de peinar la calle. Al caminar de regreso a Japantown estaba deprimido por el mundo en el que se había sumergido y por la esperanza menguante de encontrar a Robert Verloren. Caminaba con la cabeza baja y las manos en los bolsillos, y por consiguiente no vio a los dos hombres hasta que éstos ya le habían visto a él. Salieron de los huecos de dos jugueterías situadas una a cada lado de la calle. Uno le cerró el paso. El otro se colocó a su espalda. Bosch se detuvo.
– Eh, misionero -dijo el que tenía delante.
Al brillo tenue de una farola situada a media manzana de distancia, Bosch vio el destello de un cuchillo en la mano del hombre. Se volvió ligeramente hacia el compañero que tenía detrás. Era más pequeño. Bosch no estaba seguro, pero le pareció que simplemente sostenía un trozo de hormigón. Un trozo de acera rota. Ambos hombres iban vestidos con capas de ropa, una visión común en esta parte de la ciudad. Uno era negro y el otro, blanco.
– Todas las cocinas están cerradas y aún tenemos hambre -dijo el que empuñaba el cuchillo-. ¿Tienes unos pavos para nosotros? Un préstamo.
Bosch negó con la cabeza.
– No, la verdad es que no.
– ¿La verdad es que no? ¿Estás seguro de eso, chico? Parece que tienes una buena cartera. No nos engañes.
Bosch sintió que una oscura rabia crecía en su interior. En un momento de concentración supo lo que podía e iba a hacer. Sacaría el arma y dispararía a cada uno de esos hombres. En ese mismo instante supo que saldría airoso después de una investigación departamental superficial. El brillo de la hoja del cuchillo era el seguro de Bosch, y lo sabía. Los hombres que lo rodeaban no tenían ni idea de con qué se habían encontrado. Era como estar en los túneles muchos años antes. Todo se reducía a una única opción. Nada más que matar o morir. Había algo absolutamente puro en ello, sin Zonas grises ni espacio para nada más.
De repente, el momento cambió. Bosch vio que quien empuñaba el cuchillo lo miraba intensamente, interpretando algo en sus ojos, un depredador tomando la medida del otro. El hombre del cuchillo parecía menguar en una medida casi imperceptible. Retrocedía sin retroceder físicamente.
Bosch sabía que había personas a las que consideraba intérpretes de la mente.
La verdad es que eran lectores de rostros. Su habilidad consistía en interpretar el sinfín de músculos, las expresiones de los ojos, la boca, las cejas. A partir de esa información deducían la intención. Bosch tenía un buen nivel en esa habilidad. Su ex mujer se ganaba la vida jugando al póquer porque tenía una destreza incluso mayor. El hombre del cuchillo tenía también cierta dosis de esa capacidad y seguramente le había salvado la vida en esta ocasión.
– Bah, no importa -dijo el hombre. Dio un paso atrás hacia el hueco de la tienda-. Buenas noches, misionero -añadió al retroceder en la oscuridad.
Bosch se volvió por completo y miró al otro hombre. Sin decir ni una palabra, él también retrocedió para ocultarse y esperar la siguiente víctima.
Bosch paseó la mirada calle arriba y calle abajo. Ahora parecía desierta. Se volvió y se dirigió a su vehículo. Mientras caminaba, sacó el móvil y llamó a la patrulla de la División Central. Le habló al sargento de guardia de los dos hombres que se había encontrado y le pidió que enviara un coche patrulla.
– Esa clase de cosas pasan en cada manzana de ese agujero infernal -dijo el sargento-. ¿Qué quiere que haga?
– Quiero que envíe un coche y que los asuste. Se lo pensarán dos veces antes de hacer algo a alguien.
– Bueno, ¿por qué no lo ha hecho usted?
– Porque estoy investigando en un caso, sargento, Y no puedo dejarlo para hacer su trabajo.
– Mire, colega, no me diga cómo he de hacer mi trabajo. Todos los detectives son iguales. Creen…
– Oiga, sargento, vaya mirar los informes de delitos por la mañana. Si leo que alguien resultó herido allí y los sospechosos son un equipo de un blanco y un negro, entonces va a tener más detectives a su alrededor que los que haya visto nunca. Se lo garantizo.
Bosch cerró el teléfono, cortando una última protesta del sargento de guardia. Aceleró el paso, llegó a su coche y volvió hacia la autovía 101 para enfilar de nuevo hacia el valle de San Fernando.
18
Era difícil permanecer a cubierto y disponer de una línea de visibilidad de Tampa Towing. Las dos galerías comerciales situadas en las otras esquinas estaban cerradas y sus estacionamientos desiertos. Bosch resultaría obvio si aparcaba en cualquiera de ellos. La estación de servicio de otra empresa en la tercera esquina continuaba abierta y, por consiguiente, no resultaba útil para la vigilancia. Después de considerar la situación, Bosch aparcó en Roscoe, a una manzana, y caminó hasta la intersección. Tomando prestada la idea de quienes habían intentado robarle hacía menos de una hora, encontró un rincón oscuro en una de las galerías comerciales desde donde podía vigilar la estación de servicio. Sabía que el problema de su posición sería regresar al coche lo bastante deprisa para no perder a Mackey cuando éste terminara el turno.
El anuncio que había visto antes en el listín telefónico decía que Tampa Towing ofrecía un servicio de veinticuatro horas. Pero ya casi era medianoche, y Bosch contaba con que Mackey, que había entrado a trabajar a las cuatro de la tarde, terminaría pronto. O bien lo sustituiría un empleado nocturno o bien estaría disponible telefónicamente por la noche.
Era en ocasiones como ésa cuando Bosch pensaba en volver a fumar. Siempre le parecía que con, un cigarrillo el tiempo pasaba más deprisa y el filo de la angustia que acompañaba a una operación de vigilancia se suavizaba. Sin embargo, llevaba más de cuatro años sin fumar y no iba a ceder. Haber descubierto dos años antes que era padre le había ayudado a superar la debilidad ocasional. Pensó que de no ser por su hija, probablemente estaría fumando otra vez. A lo sumo había controlado la adicción, pero en modo alguno la había superado.