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– Volveré mañana por la mañana -dijo a modo de conclusión.

– De acuerdo, Harry. Me parece un buen plan. Supongo que cuando tú llegues ya tendré lista la solicitud de orden. Y comprobaré los archivos de la UOP.

Bosch vaciló, pero decidió no guardarse ninguna advertencia o preocupación con su compañera. Miró por el parabrisas a la calle oscura. Oía el silbido de la autovía próxima.

– Kiz, ten cuidado.

– ¿Qué quieres decir, Harry?

– ¿Sabes qué significa que un caso es high jingo?

– Sí, significa que la dirección tiene los dedos en el pastel.

– Exacto.

– ¿Y?

– Y ten cuidado. En este asunto veo a Irving por todas partes. No es muy obvio, pero está ahí.

– ¿Crees que la visita que te hizo en la cafetería no fue una coincidencia?

– No creo en las coincidencias. No como ésa.

Se produjo un silencio un instante antes de que Rider contestara.

– Muy bien, Harry, tendré cuidado. Pero no vamos a dar marcha atrás, ¿de acuerdo? Iremos a donde el caso nos lleve y que pase lo que tenga que pasar. Todo el mundo cuenta o nadie cuenta, ¿recuerdas?

– Exacto. Lo recuerdo. Hasta mañana.

– Buenas noches, Harry.

Ella colgó y Bosch se quedó un buen rato sentado en el coche antes de girar la llave.

19

Bosch arrancó el motor, hizo lentamente un giro de ciento ochenta grados en Mariano y pasó Junto al sendero de entrada que conducía a la casa de Mackey. Todo parecía en calma. No vio luces detrás de las ventanas.

Enfiló hacia la autovía y tomó hacia el este para atravesar el valle de San Fernando hasta el paso de Cahuenga. Por el camino llamó desde el móvil a la central para comprobar el número de la matrícula de la furgoneta Ford junto a la que Mackey había aparcado. Resultó que estaba registrada a nombre de William Burkhart, que tenía treinta y siete años y un historial delictivo que se remontaba a finales de los años ochenta, pero nada en los últimos quince años. La agente le dio a Bosch los códigos penales de California de sus detenciones porque era así como aparecían en el ordenador.

Bosch reconoció de inmediato el asalto con agravante y la recepción de mercancía robada, pero había un cargo en 1988 con un código que no reconoció.

– ¿Hay alguien ahí con un libro de códigos que me pueda decir cuál es éste? preguntó, esperando que la noche fuera lo bastante tranquila para que la agente lo hiciera por sí misma.

Sabía que en la central siempre había ejemplares del código penal porque los agentes llamaban con frecuencia para conseguir las citas adecuadas cuando estaban en las calles.

– Espere.

Bosch esperó. Entretanto, salió por Barham y dobló por Woodrow Wilson para subir la colina que llevaba a su casa.

– ¿Detective?

– Sigo aquí.

– Es un delito de odio.

– De acuerdo. Gracias por buscarlo.

– De nada.

Bosch aparcó en su garaje y paró el motor. El compañero de piso de Mackey, o casero, había sido acusado de un delito de racismo en 1988, el mismo año del asesinato de Rebecca Verloren. William Burkhart era probablemente el mismo Billy Burkhart a quien Sam Weiss había identificado como uno de sus atormentadores. Bosch no sabía cómo encajaba la nueva información, pero sabía que era parte de la misma imagen. Lamentó no haberse llevado a casa el archivo del Departamento Correccional sobre Mackey. Estaba demasiado cansado para volver al centro a buscarlo. Decidió que lo dejaría por esa noche y lo leería de punta a punta cuando volviera a la oficina al día siguiente. También cogería el archivo sobre la detención de delito de odio de William Burkhart.

La casa estaba en silencio cuando llegó. Cogió el teléfono y una cerveza de la nevera y se dirigió a la terraza para ver la ciudad. Por el camino encendió el reproductor de cedés. Ya había un disco en la máquina y enseguida oyó a Boz Scaggs en los altavoces exteriores. Estaba cantando For All We Know.

La canción competía con el sonido ahogado procedente de la autovía. Bosch se fijó en que no había reflectores cortando el cielo desde Universal Studios. Era demasiado tarde para eso. Aun así, la vista era cautivadora de una manera que sólo podía serlo de noche. La ciudad titilaba como un millón de sueños, no todos ellos buenos.

Bosch pensó en llamar a Kiz Rider otra vez y hablarle de la conexión con WiIliam Burkhart, pero decidió dejarlo estar hasta la mañana. Miró la ciudad y se sintió satisfecho con las acciones y los logros del día, pero el high jingo le causaba desazón.

El hombre con el cuchillo no había estado muy desencaminado al llamarlo misionero. Casi tenía razón. Bosch sabía que tenía una misión en la vida, y después de tres años estaba de nuevo en la brecha. Aun así, no podía permitirse creer que todo era bueno. Sabía que, más allá de las luces titilantes y los sueños, había algo que no podía ver. Estaba esperándole.

Hizo clic en el teléfono y escuchó un sonido de dial ininterrumpido. Significaba que no tenía mensajes. Llamó al buzón de voz de todos modos y reprodujo un mensaje que había guardado la semana anterior. Era la voz débil de su hija, que había dejado el mensaje la noche que ella y su madre partieron de viaje, muy lejos de él.

«Hola, papi -dijo-. Buenas noches, papi.»

Era todo lo que había dicho, pero era suficiente. Bosch guardó el mensaje para la siguiente vez que lo necesitara y después colgó el teléfono.

SEGUNDA PARTE. HIGH JINGO

20

A las 7.50 de la mañana siguiente Bosch volvía a estar en el Nickel. Estaba observando la cola para desayunar en el albergue Metropolitano y tenía la mirada fija en Robert Verloren, que se hallaba en la cocina, detrás de las mesas de vapor. Bosch había tenido suerte. A primera hora de la mañana daba la sensación de que se había producido un cambio de turno entre los sin techo. La gente que patrullaba las calles en la oscuridad estaba durmiendo la borrachera de sus fracasos nocturnos y había sido sustituida por los sin techo del primer turno, aquellos que eran lo bastante listos para ocultarse de la calle durante la noche. La intención de Bosch había sido empezar otra vez por los centros grandes, pero ya antes de llegar, y tras aparcar otra vez en Japantown, empezó a mostrar la foto de Verloren a la gente de la calle más lúcida que encontró y casi de inmediato empezó a obtener respuestas. La población diurna reconocía a Verloren. Algunos dijeron que habían visto al tipo de la foto, pero que era mucho más viejo. Finalmente, Bosch se encontró con un hombre que de manera natural dijo «Sí, es Chef», y le señaló a Bosch hacia el albergue Metropolitano.

El Metropolitano era uno de los albergues satélite más pequeños que se agolpaban en torno al Ejército de Salvación y a La Misión de Los Ángeles y su función era aliviar el flujo excesivo de gente de la calle, particularmente en los meses de invierno, cuando, el clima más benigno de Los Ángeles atraía hacia la ciudad una migración desde lugares más fríos del norte. Estos centros más pequeños carecían de medios para proporcionar tres comidas al día y por acuerdo se especializaban en un servicio. En el Metropolitano, el servicio era un desayuno que empezaba todos los días a las siete de la mañana. Cuando Bosch llegó allí, la fila de hombres y mujeres temblorosos y mal arreglados se extendía hasta más allá de la puerta del centro de comidas, y las largas filas de mesas estilo pícnic del interior estaban repletas. En la calle había corrido la voz de que el Metropolitano servía el mejor desayuno del Nickel.

Bosch se había abierto camino mostrando la placa y muy pronto localizó a Verloren en la cocina, detrás de las mesas de servir. No parecía que Verloren estuviera haciendo una labor en particular, sino que daba la sensación de estar supervisando la preparación de varias cosas, de estar al mando. Iba pulcramente vestido con una camisa cruzada blanca encima de pantalones oscuros, un delantal blanco inmaculado que le llegaba por debajo de las rodillas y un sombrero alto de chef.