Al cabo de un momento se volvió y miró a Bosch.
– ¿Qué tal es la historia, detective?
– Lo siento, señor Verloren. Lamento que ocurriera eso. Todo eso.
– ¿Era la historia que quería oír, detective?
– Sólo quería saber la verdad. Lo crea o no, va a ayudarme. Me ayudará a hablar por ella. ¿Puede describirme a los dos hombres que acudieron a usted?
Verloren negó con la cabeza.
– Ha pasado mucho tiempo. Probablemente no los reconocería si los tuviera delante. Sólo recuerdo que los dos eran blancos. Uno de ellos se parecía a Don Limpio porque tenía la cabeza afeitada y estaba de pie con los brazos cruzados como el del dibujo de la botella.
Bosch sintió que la rabia le tensaba los músculos de los hombros. Sabía quién era Don Limpio.
– ¿Qué parte de todo esto conoce su esposa? -preguntó con voz calmada. Verloren negó con la cabeza.
– Muriel no sabía nada de esto. Se lo oculté. Era mi carga.
Verloren se secó las mejillas. Daba la impresión de que había obtenido cierto alivio al contar finalmente la historia.
Bosch buscó en el bolsillo de atrás y sacó la vieja fotografía de Roland Mackey. La puso en la mesa delante de Verloren.
– ¿Reconoce a este chico?
Verloren lo miró un buen rato antes de sacudir la cabeza para decir que no.
– ¿Debería? ¿Quién es?
– Se llama Roland Mackey. Tenía un par de años más que su hija en el ochenta y ocho. No fue a la escuela de Hillside, pero vivía en Chatsworth.
Bosch esperó respuesta, pero no la obtuvo. Verloren sólo miró la foto que había sobre la mesa.
– Es una foto policial. ¿Qué hizo?
– Robó un coche. Pero tiene antecedentes por asociarse con extremistas del poder blanco. Dentro y fuera de la cárcel. ¿El nombre significa algo para usted?
– No. ¿Debería?
– No lo sé. Sólo estoy preguntando. ¿Puede recordar si su hija alguna vez mencionó su nombre o quizás a alguien llamado Ro?
Verloren negó con la cabeza.
– Lo que intentamos es averiguar si podían haberse cruzado en alguna parte. El valle de San Fernando es un sitio muy grande. Podrían…
– ¿A qué escuela fue?
– Fue a Chatsworth High, pero no terminó. Luego se sacó el graduado escolar.
– Rebecca fue a Chatsworth High para sacarse el carné de conducir el año anterior a su muerte.
– ¿En el ochenta y siete?
Verloren asintió.
– Lo comprobaré.
No obstante, a Bosch no le parecía una buena pista. Mackey lo había dejado antes del verano de 1987 y no había vuelto para sacarse el graduado escolar hasta 1988. Aun así, merecía una mirada concienzuda.
– ¿Y las películas? ¿A Becky le gustaba ir al cine y al centro comercial?
Verloren se encogió de hombros.
– Era una chica de dieciséis años. Por supuesto que le gustaban las películas. La mayoría de sus amigas tenían coche. En cuanto cumplían dieciséis y tenían movilidad iban a todas partes.
– ¿Qué centros comerciales? ¿Qué cines?
– Iban al Northridge Mall, porque estaba cerca, claro. También les gustaba el drive-in de Winnetka. Así podían quedarse sentadas en el coche y hablar durante la peli. Una de las chicas tenía un descapotable y les gustaba ir en él.
Bosch se centró en el drive-in. Lo había olvidado cuando había hablado de cines antes con Rider, pero Roland Mackey había sido detenido en una ocasión por robar en ese mismo drive-in de Winnetka. Eso lo convertía en una posibilidad clave como punto de intersección.
– ¿Con qué frecuencia iban al drive-in Rebecca y sus amigas?
– Creo que les gustaba ir los viernes por la noche, cuando estrenaban las películas.
– ¿Se encontraban con chicos allí?
– Supongo que sí. Verá, todo esto es a posteriori. No había nada raro ni antinatural en que nuestra hija fuera al cine con sus amigas y se encontraran allí con chicos y qué sé yo qué más. Sólo después de que se cumpla el peor escenario la gente piensa: «¿Por qué no sabías con quién estaba?» Pensábamos que todo iba bien. La enviamos a la mejor escuela que encontramos. Sus amigas eran de buenas familias. No podíamos verla todos los minutos del día. Los viernes por la noche (cielos, casi todas las noches) yo trabajaba hasta tarde en el restaurante.
– Entiendo. No le estoy juzgando como padre, señor Verloren. No veo nada malo en ello, ¿de acuerdo? Sólo estoy lanzando una red. Estoy recopilando la máxima información posible porque uno nunca sabe lo que puede ser importante.
– Sí, bueno, esa red se enganchó y se desgarró en las rocas hace mucho tiempo.
– Quizá no.
– ¿Cree que fue este Mackey el que lo hizo?
– Está relacionado de algún modo, es lo único que sabemos a ciencia cierta. Muy pronto sabremos más, se lo prometo.
Verloren se volvió y miró directamente a los ojos de Bosch por primera vez durante la entrevista.
– Cuando llegue ese punto, responderá por ella, ¿verdad, detective?
Bosch asintió lentamente. Creía que sabía lo que Verloren le estaba preguntando.
– Sí, señor, lo haré.
21
Kiz Rider estaba sentada ante su escritorio con los brazos cruzados, como si llevara toda la mañana esperando a Bosch. Tenía una expresión sombría en el rostro y Bosch sabía que había pasado algo.
– ¿Conseguiste el archivo de la UOP? -preguntó.
– Pude mirarlo. No me autorizaron a llevármelo.
Bosch se sentó en su silla, enfrente de ella.
– ¿Buen material? -preguntó.
– Depende de cómo lo mires.
– Bueno, yo también tengo material.
Miró a su alrededor. La puerta de Abel Pratt estaba abierta y Bosch lo vio doblado sobre la pequeña nevera que tenía en su despacho. Pratt podía oírles desde allí. No era que Bosch no se fiara de Pratt. Lo hacía, pero no quería ponerlo en posición de oír algo que no querría oír o que no estaba preparado para oír. Lo mismo que Rider cuando habían estado hablando por teléfono antes.
Miró a su compañera.
– ¿Quieres dar un paseo?
– Sí.
Se levantaron y salieron. Cuando Bosch pasó junto a la puerta de su jefe se inclinó hacia el interior. Pratt estaba hablando por teléfono. Bosch captó su atención e hizo mímica de beber de una taza y luego señaló a Pratt. Negando con la cabeza, Pratt levantó una tarrina de yogur como para indicar que tenía lo que necesitaba. Bosch vio pedacitos de verde en la pasta. Trató de pensar en una fruta verde y sólo se le ocurrió el kiwi. Se alejó pensando que la única posibilidad de que el yogur tuviera peor sabor era ponerle kiwi.
Bajaron en ascensor hasta el vestíbulo y salieron al lugar donde estaba la fuente monumento en honor a los caídos en acto de servicio.
– Bueno, ¿adónde quieres ir? -preguntó Kiz.
– Depende de cuánto haya que hablar.
– Probablemente mucho.
– La última vez que trabajé en el Parker Center era fumador. Cuando necesitaba caminar y pensar iba a la Union Station y compraba cigarrillos en el quiosco. Me gustaba el lugar. Hay sillas cómodas en el vestíbulo principal. O al menos las había.
– Me parece bien.
Se encaminaron en esa dirección, tomando Los Ángeles Street hacia el norte. El primer edificio que pasaron era el de la Administración Federal, y Bosch se fijó en que las barreras de hormigón erigidas en 2001 para mantener a potenciales coches bomba lejos del edificio seguían en su lugar. La amenaza del peligro no parecía molestar a la gente que hacía cola desde la puerta del edificio. Estaban esperando para llegar a las oficinas de inmigración, cada uno de ellos aferrado a sus documentos y preparándose para presentar una solicitud de ciudadanía. Esperaban bajo los mosaicos de la fachada principal que representaban a gente vestida de ángeles, con los ojos hacia arriba, esperando en el cielo.