– Y no hay móvil en la casa…
Ya sabían que la línea fija de la vivienda no había sido utilizada para hacer una llamada porque ésta se habría registrado en el equipo de monitorización de ListenTech.
– No -dijo Marcia-. No hay móvil ni llamadas desde el fijo. No creo que sea nuestro hombre.
Bosch todavía no estaba dispuesto a dar el brazo a torcer. Le dio las gracias y colgó, después le dio las malas noticias a Rider.
– Entonces ¿qué hacemos con él? -preguntó ella.
– Bueno, podría no ser nuestro hombre con Mackey, pero Mackey lo llamó a él después de que le leyeran el artículo. Aún podría ser bueno para Verloren.
– Pero eso no tiene sentido. El que mató a Mackey ha de ser su socio con Verloren, a no ser que estés diciendo que lo que ocurrió en la rampa de entrada es sólo una coincidencia en todo esto.
Bosch negó con la cabeza.
– No, no estoy diciendo esto. Sólo nos estamos saltando algo. Burkhart tuvo que enviar un mensaje desde esa casa.
– ¿Te refieres a que llamó a un pistolero? No funciona, Harry. Bosch asintió. Sabía que ella tenía razón. No encajaba.
– Muy bien, entonces vamos a entrar ahí dentro y a ver qué nos cuenta.
Rider accedió y pasaron unos minutos preparando una estrategia de interrogatorio antes de volver a salir al pasillo de detrás de la sala de brigada y entrar en la sala de interrogatorios donde esperaba Burkhart.
El ambiente en la sala estaba cargado con el olor corporal de Burkhart; Bosch dejó la puerta abierta. Burkhart tenía la cabeza apoyada en sus brazos cruzados. Cuando no se levantó de su sueño fingido, Bosch le dio una patada a la pata de la silla y esto hizo que levantara la cabeza.
– Arriba, Billy Blitzkrieg -dijo Bosch.
Burkhart tenía un cabello negro y rebelde, que le caía en el rostro de tez pálida. Tenía aspecto de no salir mucho durante el día.
– Quiero un abogado -dijo Burkhart.
– Todos queremos uno. Pero empecemos por el principio. Me llamo Bosch, y ella es Rider. Usted es William Burkhart y está detenido como sospechoso de asesinato. Rider empezó a leerle los derechos pero él la cortó.
– ¿Están locos? No he salido de casa. Mi novia ha estado todo el tiempo conmigo.
Bosch se llevó un dedo a los labios.
– Déjela terminar, Billy, y entonces podrá mentirnos todo lo que quiera.
Rider terminó de leerle sus derechos de la parte posterior de una de sus tarjetas de visita, y Bosch volvió a asumir el control del interrogatorio.
– Ahora, ¿qué estaba diciendo?
– Estoy diciendo que la han cagado. Estuve en casa todo el tiempo y tengo un testigo que puede probarlo. Ro era mi amigo. ¿Por qué iba a matarlo? Esto es un chiste malo, así que ¿por qué no me dejan llamar a mi abogado para que se ría un rato?
– ¿Ha terminado Bill? Porque tengo una noticia que darle. No estamos hablando de Roland Mackey. Estamos hablando de hace diecisiete años con Rebecca Verloren. ¿La recuerda? ¿Usted y Mackey? ¿La chica que subieron por la colina? Es de ella de quien estamos hablando.
Burkhart no mostró nada. Bosch había estado esperando algo que lo delatara, algún tipo de señal de que estaba en la pista correcta.
– No sé de qué está hablando -dijo Burkhart, con el rostro pétreo.
– Le tenemos en cinta. Mackey llamó anoche. Ha terminado, Burkhart. Diecisiete años es una buena fuga, pero ha terminado.
– No tienen una mierda. Si tienen una cinta, entonces lo único que tienen es a mí diciendo que se callara. No tengo teléfono móvil y no me fío de ellos. Es una medida de precaución. Si iba a empezar a contarme sus problemas no quería que lo hiciera en un puto teléfono móvil. Por lo que respecta a esa Rebecca como se llame, no sé nada de eso. Creo que tendría que habérselo preguntado a Ro mientras tuvo la ocasión.
Miró a Bosch y guiñó un ojo. Bosch sintió ganas de agarrarlo, pero no lo hizo.
Estuvieron haciendo guantes verbalmente durante otros veinte minutos, pero ni Bosch ni Rider consiguieron mellar siquiera la armadura de Burkhart. Finalmente, Burkhart dejó de participar en el tira y afloja repitiendo una vez más que quería un abogado y sin responder en modo alguno a cualquier pregunta que le plantearan.
Rider y Bosch abandonaron la sala para discutir sus opciones y coincidieron en que éstas eran mínimas. Se habían echado un farol con Burkhart, y éste les había calado. Ya sólo les quedaba presentar cargos y conseguirle su abogado o dejarlo en libertad.
– No lo tenemos, Harry -dijo Rider-. No deberíamos engañarnos a nosotros mismos. Yo digo que lo soltemos.
Bosch asintió. Sabía que su compañera tenía razón. No tenían pruebas en ese momento, y para el caso podrían no tenerlas nunca. Mackey, el único vínculo directo que tenían con Verloren, estaba muerto. Las propias acciones de Bosch lo habían perdido. Ahora tendrían que retroceder en el tiempo e investigar a fondo a Burkhart en busca de algo que se pasara por alto o se desconociera diecisiete años antes. La completa depresión de la situación del caso le estaba cayendo a plomo.
Abrió el teléfono y llamó otra vez a Marcia.
– ¿Algo?
– Nada, Harry. Ningún teléfono, ninguna prueba, nada.
– Vale. Sólo para que lo sepáis, vamos a soltado. Podría aparecer por allí dentro de un rato.
– Genial. No le va a gustar lo que se va a encontrar.
– Bien.
Bosch cerró el teléfono y miró a Rider. Los ojos de ella contaban la historia. Desastre. Sabía que la había deprimido. Por primera vez pensó que tal vez Irving tenía razón, quizá no debería haber vuelto.
– Voy a decirle que es un hombre libre -dijo.
Después de que se alejara, Rider lo llamó.
– Harry, no te culpo.
Bosch la miró.
– Yo aprobé todos los pasos que dimos. Era un buen plan.
Bosch asintió.
– Gracias, Kiz.
35
Bosch fue a su casa a ducharse, cambiarse de ropa y quizá cerrar un rato los ojos antes de dirigirse de nuevo al centro para la reunión de la unidad. Una vez más condujo a través de una ciudad que apenas se estaba despertando. Y una vez más le pareció grotesca, llena de aristas afiladas y miradas severas. Ahora todo le parecía grotesco.
Bosch no deseaba que llegara la reunión de la unidad. Sabía que todas las miradas estarían puestas en él. Todo el mundo en Casos Abiertos comprendía que a partir de ese momento sus acciones serían analizadas y cuestionadas a posteriori después de la muerte de Mackey. También entendían que si estaban buscando una razón que constituyera una amenaza potencial a sus carreras no tenían que buscar muy lejos.
Bosch dejó las llaves en la encimera de la cocina y escuchó el contestador. No había mensajes. Miró su reloj y determinó que disponía de al menos un par de horas antes de salir hacia el Pacific Dining Car. Mirar la hora le recordó el ultimátum que le había dado a Irving durante su cnfrontación en el pasillo, fuera de Robos y Homicidios. Pero Bosch dudaba de que tuviera noticias de Irving o McClellan. Al parecer, todo el mundo calaba sus faroles.
Era consciente de que, con todo lo que pesaba sobre él, dormir un par de horas no era una opción realista. Se había llevado a casa el expediente y los archivos acumulados. Decidió que trabajaría en ellos. Sabía que cuando todo lo demás se torcía siempre quedaba el expediente del caso. Tenía que mantener la mirada fija en la presa. El caso.
Puso en marcha la cafetera, se dio una ducha de cinco minutos y empezó a trabajar releyendo el expediente mientras en el reproductor de discos compactos sonaba una versión remezclada de Kind Of Blue.