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Le machacaba la sensación de que se estaba perdiendo algo que tenía delante de las narices. Sentía que se vería acosado por el caso, que cargaría con él para siempre, a no ser que lo desmenuzara y encontrara lo que faltaba. Y sabía que si tenía que encontrarlo en algún sitio sería en el expediente.

Decidió que esta no leería los documentos en el orden en que se los habían presentado los primeros investigadores del caso. Abrió las anllas y sacó los documentos. Empezó a leerlos en orden aleatorio, tomandose su tiempo, asegurándose de que asimilaba cada nombre, cada palabra, cada foto.

Al cabo de quince minutos estaba mirando otra vez las fotos del dormitorio de Rebecca Verloren cuando oyó que la puerta de un coche se cerraba delante de su casa. Con curiosidad por saber quién aparcaría tan temprano se levantó y se acercó a la puerta. A traves de la mirilla vio a un hombre solo que se aproximaba. Era difícil verlo con claridad a través de la lente convexa de la mirilla. Bosch abrió la puerta de todos modos antes de que el hombre tuviera la oportunidad de llamar.

Al hombre no le sorprendió que su aproximación hubiera sido vista. Bosch podía asegurar por su actitud que era poli.

– ¿McClellan?

Éste asintió.

– Teniente McClellan. Y supongo que usted es el detective Bosch.

– Podría haber llamado.

Bosch retrocedió para dejarle pasar. Ninguno de los dos hombres tendió la mano. Bosch pensó que era típico de Irving emviar al hombre a la casa. Se trataba de un procedimiento estándar en la estrategia intidatoria del «sé dónde vives».

– Pensé que sería mejor que habláramos cara a cara -dijo McClellan.

– ¿Pensó? ¿O lo pensó el jefe Irving?

McClellan era un hombre alto, con cabello rubio casi transparente y mejillas rubicundas. A Bosch se le ocurrió que podría describirse como bien alimentado. Sus mejillas se tornaron de un tono más oscuro ante la pregunta de Bosch.

– Mire, he venido a cooperar con usted, detective.

– Bien. ¿Puedo ofrecerle algo? Tengo agua.

– Agua estará bien.

– Siéntese.

Bosch fue a la cocina, sacó del armario el vaso más sucio de polvo y lo llenó de agua del grifo. Apagó el interruptor de la cafetera. No iba a dejar que McClellan se sintiera a gusto.

Cuando volvió a la sala de estar, McClellan estaba contemplando el paisaje a través de las puertas correderas de la terraza. El aire era claro en el paso de Sepúlveda. Pero todavía era temprano.

– Bonita vista -dijo McClellan.

– Lo sé. No veo que lleve ninguna carpeta en la mano, teniente. Espero que no sea una visita de cortesía como las que le hizo a Robert Verloren hace diecisiete años.

McClellan se volvió hacia Bosch y aceptó el vaso de agua y el insulto con la misma impavidez.

– No hay archivos. Si los había, desaparecieron hace mucho tiempo.

– ¿Y qué? ¿Ha venido a convencerme con sus recuerdos?

– De hecho, tengo una gran memoria de aquel periodo. Ha de entender una cosa. Yo era detective de primer grado asignado a la UOP. Si me daban un trabajo, lo hacía. No se cuestionan las órdenes en esa situación. Si lo haces, estás fuera.

– Así que era un buen soldado que hacía su trabajo. Entiendo. ¿Y los Ochos de Chatsworth y el asesinato Verloren? ¿Qué hay de las coartadas?

– Había ocho actores principales en los Ochos. Los descarté a todos. Y no crea que quería exonerarlos a todos y así lo hice. Me pidieron que viera si alguno de esos capullos podía estar implicado. Y lo comprobé, pero todos estaban limpios…, al menos del asesinato.

– Hábleme de William Burkhart y Roland Mackey.

McClellan tomó asiento en una silla que había junto a la televisión. Dejó el vaso de agua, del que todavía no había bebido, en la mesa de centro. Bosch cortó a Miles Davis en medio de Freddie Freeloader y se quedó de pie junto a las puertas correderas, con las manos en los bolsillos.

– Bueno, en primer lugar, Burkhart era fácil. Ya lo estaban vigilando esa noche.

– Explíquelo.

– Acababa de salir deWayside unos días antes. Nos habían avisado que mientras estuvo allí había estado subiendo de tono con la religión racial, de manera que se consideró prudente vigilarlo para ver si quería volver a poner en marcha las cosas.

– ¿Quien lo ordenó?

McClellan se limitó a mirarlo.

– Irving, por supuesto -respondió Bosch-. Para mantener el trato seguro.

Así que la UOP estaba observando a Burkhart, ¿Quién más?

– Burkhart salió y contactó con dos tipos del grupo viejo. Un tipo llamado Withers y otro llamado Simmons. Parecía que podían estar planeando algo, pero la noche en cuestión estaban en una sala de billar de Tampa, emborrachándose. Las coartadas eran sólidas. Dos secretas estuvieron con ellos todo el tiempo. Eso es lo que he venido a decirle. Eran todo coartadas sólidas, detective.

– ¿Sí? Bueno, hableme de Mackey. La UOP no lo estaba vigilando, ¿verdad?

– No, a Mackey no.

– Entonces ¿Qué es lo que era tan sólido?

– Lo que recuerdo de Mackey es que en la noche en que raptaron a la niña estaba con su tutor en Chatsworth High. Iba a la escuela nocturna, para sacarse el graduado escolar. Un juez lo había ordenado como condición de su libertad vigilada. Pero tenía que aprobar y no le iba demasiado bien, de manera que asistía a clases en las noches libres, cuando no había escuela. Y la noche que se llevaron a la chica estaba con su tutor. Yo lo comprobé.

Bosch negó con la cabeza. McClellan estaba tratando de soltarle un rollo.

– ¿Me está diciendo que Mackey estaba yendo a clase con un tutor en plena noche? o me toma el pelo o se creyó una sarta de mentiras de Mackey y su tutor. ¿Quién era el tutor?

– No, no, estuvieron juntos esa misma tarde. No recuerdo el nombre del tipo ahora, pero terminaron a las once como mucho, y después siguieron caminos separados. Mackey fue a su casa.

Bosch puso cara de asombro.

– Eso no es una coartada, teniente. La muerte de la chica se produjo en la madrugada. ¿No lo sabía?

– Por supuesto que lo sabía, pero la hora de la muerte no era el único punto de la coartada. Me pasaron los resúmenes recopilados por los tipos del caso. No hubo entrada forzada en la casa. Y el padre había dado una vuelta y comprobado todas las puertas y cierres después de llegar a casa esa noche a las diez. Eso significa que el asesino tenía que estar ya en la casa en ese momento. Estaba allí escondido, esperando que todos se fueran a dormir.

Bosch se sentó en el sofá y se inclinó hacia adelante, con los codos en las rodillas. De repente se dio cuenta de que NcClellan tenía razón yde que todo era diferente. Había leído el mismo informe que había estado en manos de McClellan diecisiete años antes, pero no había asimilado su significado.

El asesino estaba dentro cuando Robert Verloren llegó a casa desde el trabajo.

Bosch sabía que eso cambiaba muchas cosas. Cambiaba no sólo la forma en que veía la primera investigacoón, sino también la forma en que veíala suya.

Sin registrar la agitación interior de Bosch, McClellan continuó.

– Así que Mackey no podía haber entrado en esa casa porque estaba con su tutor. Se descartó. Todos esos pequeños capullos se descartaron. Así que le di a mi jefe un informe verbal, y después él se lo dio a los tipos que trabajaban el caso. Y ahí acabó todo hasta que surgió esa cuestión del ADN.

Bosch estaba asintiendo a lo que McClellan decía, pero estaba pensando en otras cosas.

– Si Mackey estaba limpio, ¿cómo explica su ADN en el arma homicida? -preguntó.

McClellan parecía anonadado. Negó con la cabeza.

– No sé qué decir. No puedo explicado. Los exoneré de implicación en el asesinato real, pero debió…