– La fecha es de hace dos viernes. Diez días.
Rider se encogió de hombros.
– Burocracia -dijo-. Supongo que lleva su tiempo que llegue aquí desde Sacramento.
– Ya sé que es un caso viejo, pero podían darse un poco más de prisa.
Rider no respondió. Bosch lo dejó estar y siguió leyendo. El ADN de Mackey estaba en la base de datos del ordenador del Departamento de Justicia porque la ley de California obligaba a todos los condenados por cualquier delito sexual a proporcionar sangre o raspados orales para tipificarlos e incluirlos en la base de datos de ADN. El delito por el cual el ADN de Mackey había terminado en la base de datos estaba en el margen más alejado del mandato estatal. Dos años antes, Mackey fue condenado por comportamiento lascivo en Los Ángeles. El informe no ofrecía detalles del delito, pero afirmaba que Mackey fue condenado a doce meses de libertad vigilada, un indicador de que se trataba de un delito menor.
Bosch se encontraba a punto de escribir una nota en su bloc cuando levantó la mirada y vio que Rider cerraba la carpeta del caso, que contenía la segunda mitad de los documentos.
– ¿Listo?
– Listo.
– ¿Ahora qué?
– Supongo que mientras tú terminas de leer el expediente yo voy a la DAP a recoger la caja.
Bosch no tuvo problemas en recordar el significado de lo que Rider acababa de decir. Se había reincorporado con facilidad al mundo de las siglas y el lenguaje policial. La DAP era la División de Almacenamiento de Pruebas, que estaba en el complejo Piper Tech. Rider iría a recoger las pruebas físicas que se habían almacenado del caso: elementos como el arma homicida, la ropa de la víctima y cualquier otra cosa acumulada cuando el caso fue investigado inicialmente. Por lo general, el material se guardaba en una caja de cartón precintada y se ponía en una estantería. La excepción era el almacenaje de pruebas perecederas y biodegradables, como la sangre y los tejidos recuperados del arma homicida de Verloren, que se almacenaban en cámaras especiales de la División de Investigaciones Científicas.
– Me parece buena idea -dijo Bosch-. Pero primero ¿por qué no investigas a este tipo por Tráfico y el NCIC para ver si conseguimos una dirección?
– Eso ya lo he hecho.
Giró el portátil en el escritorio para que Bosch pudiera ver la pantalla. Reconoció el formulario del NCIC en la pantalla. Se estiró y empezó a bajar por la pantalla, examinando la información.
Rider había investigado a Roland Mackey a través del NCIC (el centro de información de delitos a escala nacional) y había obtenido su historial delictivo. Su condena por conducta lasciva dos años antes era sólo la última de una cadena de detenciones que se remontaba a cuando tenía dieciocho años, el mismo año en que fue asesinada Rebecca Verloren. Cualquier delito anterior no constaría, porque las leyes de protección de menores ocultaban esa parte del registro. La mayoría de los delitos estaban relacionados con la propiedad y las drogas, empezando con un robo de coches y un robo con allanamiento a los dieciocho años y siguiendo con dos detenciones por posesión de drogas, dos arrestos por conducir ebrio, otra acusación de robo y otra por recibir mercancía robada. También había un arresto anterior por solicitar los servicios de una prostituta. En general, era el currículum de un delincuente y adicto de baja estofa. Al parecer, Mackey nunca había ingresado en una prisión estatal por ninguno de esos delitos. Con frecuencia le habían dado segundas oportunidades y, a través de acuerdos por declararse culpable, fue condenado a libertad condicional o a breves estancias en la prisión del condado. Parecía que su máximo periodo entre rejas era de seis meses, después de que se declarara culpable de recibir mercancía robada cuando tenía veintiocho años. Cumplió condena en la prisión del condado de Wayside Honor Rancho.
Bosch se recostó después de revisar la información del ordenador. Se sentía inquieto por lo que acababa de leer. Mackey tenía la clase de historial que podía verse como una pasarela al asesinato, pero en este caso el asesinato se había producido antes -cuando Mackey sólo tenía dieciocho años- y los delitos menores habían llegado después. No parecía encajar.
– ¿Qué? -preguntó Rider, apercibiéndose de su estado de ánimo.
– No sé. Supongo que pensaba que habría más. Está al revés. ¿Este tipo ha ido del asesinato a los pequeños delitos? No me parece que cuadre.
– Bueno, eso es todo por lo que se le ha condenado. No significa que no haya hecho nada más.
Bosch asintió con la cabeza. -¿Menores? -preguntó.
– Quizá. Seguramente. Pero ahora nunca conseguiremos esos registros. Probablemente hace tiempo que no existen.
Era cierto. El Estado se fue de madre para proteger la intimidad de los delincuentes juveniles, y sus delitos raramente constaban en el sistema judicial de adultos. No obstante, Bosch pensó que tenía que haber delitos de juventud que encajaran mejor con el presunto asesinato a sangre fría de una chica de dieciséis años que había sido antes incapacitada con una pistola aturdidora y secuestrada de su casa. Empezó a sentirse inquieto con el resultado ciego con el que estaban trabajando. Estaba empezando a sentir que Mackey no era el objetivo, sino un medio hacia el objetivo.
– ¿Has buscado una dirección suya en Tráfico? -preguntó.
– Harry, eso es de la vieja escuela. Sólo has de actualizar la licencia cada cuatro años. Si quieres encontrar a alguien vas a Auto Track.
Rider abrió la carpeta y sacó una hoja suelta que le tendió a Bosch. Era una hoja salida de la impresora en la que ponía «AutoTrack» en la parte superior. Rider explicó que se trataba de una empresa privada con la cual trabajaba la policía. Proporcionaba búsquedas de ordenador de todos los registros públicos -incluido Tráfico-, servicios públicos y bases de datos de servicio de cable, así como bases de datos privadas como servicios de informes de tarjetas de crédito, para determinar las direcciones pasadas y presentes de un individuo. Bosch vio que la hoja contenía un listado de diversas direcciones de Roland Mackey que se remontaba al momento en que tenía dieciocho años. Su dirección actual en todas las bases de datos, incluida la licencia de conducir y el registro del coche, era la dirección en Panorama City. Sin embargo, Rider había marcado en la página la dirección de Mackey cuando tenía entre dieciocho y veinte años: los años de 1988 a 1990. Era un apartamento en Topango Canyon Boulevard; en Chatsworth. Eso significaba que, en el momento del asesinato, Mackey vivía muy cerca de la casa de Rebecca Verloren. El dato hizo que Bosch se sintiera un poco mejor. La proximidad era una pieza clave del rompecabezas. Dejando al margen los recelos de Bosch acerca del historial delictivo de Mackey, saber que en 1988 estaba en las proximidades de Rebecca Verloren y que podría haberla conocido era una gran marca en la columna positiva.
– ¿Te hace sentir un poco mejor, Harry?
– Un poquito.
– Bien, entonces me voy.
– Aquí estaré.
Después de que Rider se hubo ido, Bosch saltó atrás en su revisión del expediente del caso. El tercer resumen del investigador estaba centrado en cómo el intruso había accedido a la casa. Las cerraduras de puertas y ventanas no mostraban signos de haber sido forzadas, y todas las llaves conocidas de la casa pertenecían a miembros de la familia y a una asistenta que fue excluida de toda sospecha. La hipótesis de los detectives era que el asesino entró por el garaje, que se había quedado abierto, y que desde allí accedió a la casa a través de una puerta interior, que normalmente no estaba cerrada hasta que Robert Verloren llegaba de trabajar por la noche.
Según Robert Verloren, el garaje estaba abierto cuando él llegó del restaurante alrededor de las diez y media de la noche del 5 de julio. La puerta que conectaba el garaje con la casa no estaba cerrada. Robert Verloren entró en la vivienda y cerró el garaje y la puerta interior. La hipótesis de los investigadores era que para entonces el asesino ya estaba en la casa.