Выбрать главу

Ya era hora de que ella saliera adelante por su cuenta. Vendieran o no sus padres, ya era hora de que creara un hogar para Aaron y para ella. El problema era cómo convencer a Clif y a Meg.

Con un suspiro de cansancio, se obligó a cerrar los ojos.

Y volvió a suceder lo de siempre.

La imagen de Trevor Rule surgió ante ella. Todas las noches, la perseguía durante horas, hasta que por fin conseguía dormirse, frustrada, exhausta. Era como si él se comunicara en un plano espiritual que ella no alcanzaba a comprender. Esa obsesión la irritaba y le destrozaba los nervios.

Ya había pasado un mes desde su enfrentamiento en Traficantes de pétalos. A Kyla le habría gustado poder olvidar lo enfadado que le había parecido él entonces. Y, aún más, olvidar cómo la había mirado cuando por azar se habían cruzado en la calle.

Había sido en el momento más ajetreado del día. Babs y ella habían ido a entregar unas flores en el centro de Chandler, un pedido tan grande que requería la presencia de ambas, así que Clif se había ofrecido a ocuparse de la tienda en su ausencia.

– Mira eso -había dicho Babs.

– ¿Qué? -el centro de crisantemos goteaba y Kyla se estaba secando las manos.

– En la acera de enfrente. ¡De chuparse los dedos!

Kyla se puso una mano húmeda en la frente a modo de visera y miró en la dirección que miraba Babs, al otro lado de la calle. Trevor se disponía a bajar el bordillo a la altura donde estaba aparcada su ranchera. Cargaba en el hombro una saco de cemento que echó dentro de la furgoneta. Desde esa distancia, uno nunca adivinaría que había sufrido un terrible accidente y que estaba lleno de cicatrices. Había realizado todo el movimiento con la fuerza y la habilidad de un discóbolo.

Los labios de Babs emitieron un sonido de admiración.

– Que me quede ciega si no es un bombón.

– No…

– ¡Hola, Trevor! -chilló Babs.

Gimiendo, mortificada y ultrajada, Kyla se dio la vuelta y abrió la puerta del coche. Se metió dentro y cerró de un portazo.

– Te voy a matar -siseó por la ventanilla abierta.

– Si te portas como una idiota, soy yo la que va a matarte a ti -replicó Babs.

Trevor las había visto enseguida y saludó con la mano. Mientras esperaba a que dejaran de pasar coches para atravesar la calle, se quitó el sombrero vaquero que cubría su cabeza y se enjugó el sudor de la frente con la manga enrollada de la camisa. Se encaminó hacia ellas antes de que el coche hubiera pasado del todo y cruzó la calle con paso cadencioso.

– Hola.

El destino era injusto. Ningún hombre en el mundo con semejante atractivo sexual debería andar suelto, por el bien de las mujeres.

Se retiró hacia atrás el pelo, negro y espeso, antes de volver a ponerse el sombrero vaquero. El parche le daba aspecto de pirata.

Tenía el cuello muy bronceado y alrededor llevaba un pañuelo blanco enrollado y atado en el centro con un nudo. Se había remangado, y las mangas enrolladas de la camisa eran como cuerdas que apretaban sus bíceps. Se había dejado abierta la camisa azul de faena. Kyla se lo imaginaba trabajando con el torso desnudo, se debía haber puesto la camisa sólo para ir a la ciudad. Y como hacía calor, no se la había abrochado.

En cualquier caso, los faldones de la camisa bailaban a la altura de los muslos y tenía el pecho desnudo, cubierto por un vello oscuro, rizado, que descendía en una línea delgada y sedosa que dividía en dos su abdomen musculoso y finalmente desaparecía bajo la cintura de los vaqueros. Tenía un pecho precioso, marcado apenas por una cicatriz que bajaba desde el brazo por el lado izquierdo.

Los vaqueros tenían el aspecto cómodo y usado que adquirían después de muchos lavados. Esa vez no llevaba las botas tejanas relucientes, sino un par con el que se había metido muchas veces en el barro. Las manos estaban enfundadas en un par de guantes de faena, y lo mejor de todo era el cinturón de cuero de carpintero que colgaba de sus caderas. Parecía que fuera una cartuchera, un símbolo flamante de masculinidad. Las herramientas se balanceaban contra sus caderas, las rozaban con cada movimiento que hacía.

Era la encarnación misma de la masculinidad, una fantasía hecha realidad.

– ¿Qué os ha sacado fuera de la tienda? Hace un calor de mil demonios.

Babs se rió.

– Ya incluso hablas como un texano, ¿verdad, Ky?

Kyla, dentro del coche, más caliente que una sauna, estaba rígida como un palo.

– Sí.

Él apoyó un brazo en el techo del coche. La camisa se abrió más y Kyla vio las gotas de sudor en los rizos del vello que le cubría el pecho.

Él bajó la cabeza y se dirigió a ella.

– ¿Cómo estás?

– Bien. ¿Y tú?

– Bien. ¿Aaron?

– También bien.

– Me alegro.

– Parece que tienes mucho trabajo, Trevor -comentó Babs.

Kyla se daba cuenta, por el tono forzado de su amiga, de que a ésta le irritaba el curso que estaba tomando la conversación. ¡Pues que la dejara en paz! Ella era la que lo había llamado, que se ocupara de entretenerlo.

Pensaba que se sentiría aliviada cuando él se irguiera para responder a Babs, pero al hacerlo le había proporcionado una visión completa de su torso. Estaba fascinada.

Vio cómo se formaba una gota de sudor en la curva de su pecho, en el lado derecho. Creció hasta que el peso la hizo caer. Lentamente empezó a descender. Sus ojos vieron como bajaba, costilla a costilla. Podría haberse quedado enredada en el vello que cubría el abdomen, pero continuó su descenso sobre la piel tostada. Al final, llegó hasta la cintura del pantalón y se escurrió hacia dentro, como si hubiera alcanzado el escondite donde se guardaba un tesoro.

– ¿A que sí, Ky?

Kyla dio un brinco.

– ¿Qué? -Babs le había hecho una pregunta, pero era incapaz de saber a qué se refería.

– Le digo a Trevor que iremos a ver la casa que está construyendo en cuanto esté terminada.

– Ah, sí, me encantaría -respondió vagamente. «No sigas mirándolo. Mira al horizonte o el parquímetro, cualquier cosa que no sea él».

El cuerpo de Kyla transpiraba, y el calor propio del verano no era la única causa. Deseaba con todas sus fuerzas que Babs se montara en el coche para que se marcharan de allí.

Pero fue Trevor el primero en despedirse.

– Tengo que irme. El de la hormigonera me está esperando. Me ha encantado veros.

– Adiós, Trevor -se despidió Babs.

– Adiós, Babs. Kyla.

– Adiós -dijo ésta última con un hilo de voz.

Cuando estuvo segura de que él se había dado la vuelta y casi estaba llegando a su ranchera, se atrevió a levantar los ojos. Entonces deseó no haber hecho tal cosa. Trevor tenía la camisa pegada a causa del sudor sano de un hombre que realiza un trabajo físico, y la tela dibujaba la anchura de sus hombros. Los vaqueros le quedaban igual de bien por detrás que por delante.

En la cama, luchando por conciliar el sueño más de una semana después de ese encuentro, todavía le parecía estar viéndolo. Su leve cojera no hacía más que acentuar el balanceo de sus caderas, que siempre hacía que se le secara la boca.

Suspirando con resignación, se puso de lado y, cediendo a la tentación, volvió a rememorar la escena de la gota de sudor que descendía por su abdomen. Esa vez su lengua siguió a la gota cuando ésta se escurrió bajo los pantalones de Trevor.

Se levantó gruñona.

Su humor no había mejorado cuando su mano dejó la cafetera y agarró el teléfono inalámbrico que estaba en la mesa del desayuno.

– Hola, soy Trevor.

Kyla levantó la mirada rápidamente y miró a sus padres. La única vez que se habían aventurado a preguntar por qué Trevor ya no iba por allí, había atajado sus comentarios.