El joven volvió a cabalgar. El joyero examinó el anillo a la luz del candil, lo miró con su lupa, lo pesó y luego le dijo:
– Dile al maestro, muchacho, que si lo quiere vender ya, no puedo darle más que 58 monedas de oro por su anillo.
– ¿¿¿¿58 monedas???? -exclamó el joven-.
– Sí, -replicó el joyero-. Yo sé que con tiempo podríamos obtener por él cerca de 70 monedas, pero no sé… Si la venta es urgente…
El joven corrió emocionado a casa del maestro a contarle lo sucedido.
– Siéntate -dijo el maestro después de escucharlo-. Tú eres como este anillo: una joya única y valiosa. Y como tal, sólo puede evaluarte verdaderamente un experto. ¿Qué haces por la vida pretendiendo que cualquiera descubra tu verdadero valor?
Y diciendo esto, volvió a ponerse el anillo en el dedo pequeño de su mano izquierda.
EL PORTERO DEL PROSTIBULO
No había en el pueblo un oficio peor conceptuado y peor pago que el de portero del prostíbulo. Pero ¿qué otra cosa podría hacer aquel hombre?
De hecho, nunca había aprendido a leer ni a escribir, no tenía ninguna otra actividad ni oficio. En realidad, era su puesto porque sus padres había sido portero de ese prostíbulo y también antes, el padre de su padre.
Durante décadas, el prostíbulo se pasaba de padres a hijos y la portería se pasaba de padres a hijos.
Un día, el viejo propietario murió y se hizo cargo del prostíbulo un joven con inquietudes, creativo y emprendedor. El joven decidió modernizar el negocio.
Modificó las habitaciones y después citó al personal para darle nuevas instrucciones.
Al portero, le dijo: A partir de hoy usted, además de estar en la puerta, me va a preparar una planilla semanal. Allí anotará usted la cantidad de parejas que entran día por día. A una de cada cinco, le preguntará cómo fueron atendidas y qué corregirían del lugar. Y una vez por semana, me presentará esa planilla con los comentarios que usted crea convenientes.
El hombre tembló, nunca le había faltado disposición al trabajo pero…
Me encantaría satisfacerlo, señor – balbuceó – pero yo… yo no sé leer ni escribir.
¡Ah! ¡Cuánto lo siento! Como usted comprenderá, yo no puedo pagar a otra persona para que haga esto y tampoco puedo esperar hasta que usted aprenda a escribir, por lo tanto…
Pero señor, usted no me puede despedir, yo trabajé en esto toda mi vida, también mi padre y mi abuelo…
No lo dejó terminar.
Mire, yo comprendo, pero no puedo hacer nada por usted. Lógicamente le vamos a dar una indemnización, esto es, una cantidad de dinero para que tenga hasta que encuentre otra cosa. Así que, lo siento. Que tenga suerte.
Y sin más, se dio vuelta y se fue.
El hombre sintió que el mundo se derrumbaba. Nunca había pensado que podría llegar a encontrarse en esa situación. Llegó a sí casa, por primera vez desocupado. ¿Qué hacer?