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– No debo terminar la siembra. Luego si quieres, beberemos…

– Dime, amigo: Cuantos años tienes?

– No se… sesenta, setenta, ochenta, no se… lo he olvidado… pero eso que importa?

– Mira amigo, los datileros tardan mas de 50 años en crecer y recién después de ser palmeras adultas están en condiciones de dar frutos. Yo no estoy deseándote el mal y lo sabes, ojalá vivas hasta los 101 años, pero tu sabes que difícilmente puedas llegar a cosechar algo de lo que hoy siembras. Deja eso y ven conmigo.

– Mira Hakim, yo comí los dátiles que otro sembró, otro que tampoco soñó con probar esos dátiles. Yo siembro hoy, para que otros puedan comer mañana los dátiles que hoy planto… y aunque solo fuera en honor de aquel desconocido, vale la pena terminar mi tarea.

– Me has dado una gran lección, ELIAHU, déjame que te pague con una bolsa de monedas esta enseñanza que hoy me diste – y diciendo esto, HAKIM le puso en la mano al viejo una bolsa de cuero.

– Te agradezco tus monedas, amigo. Ya ves, a veces pasa esto: tu me pronosticabas que no llegaría a cosechar lo que sembrara. parecía cierto y sin embargo, mira, todavía no termino de sembrar y ya coseche una bolsa de monedas y la gratitud de un amigo.

– Tu sabiduría me asombra, anciano. Esta es la segunda gran lección que me das hoy y es quizás mas importante que la primera. déjame pues que pague esta lección con otra bolsa de monedas.

– Y a veces pasa esto -siguió el anciano y extendió la mano mirando las dos bolsas de monedas-: sembré para no cosechar y antes de terminar de sembrar ya coseche no solo una, sino dos veces.

– Ya basta, viejo, no sigas hablando. Si sigues enseñándome cosas tengo miedo de que no me alcance toda mi fortuna para pagarte…

CODICIA

Cavando, para montar un cerco que separara mi terreno de el de mi vecino, me encontré enterrado en mi jardín, un viejo cofre lleno de monedas de oro.

A mi no me interesó por la riqueza, me interesó por lo extraño del hallazgo, nunca he sido ambicioso y no me importan demasiado los bienes materiales, pero igual desenterré el cofre.

Saqué las monedas y las lustré. Estaban tan sucias las pobres…

Mientras las apilaba sobre mi mesa prolijamente, las fui contando…

Constituían en sí mismas una verdadera fortuna. Solo por pasar el tiempo, empecé a imaginar todas las cosas que se podrían comprar con ellas.

Pensaba en lo loco que se pondría un codicioso que se topara con semejante tesoro. Por suerte, por suerte…no era mi caso…

Hoy vino un señor a reclamar las monedas, era mi vecino. Pretendía sostener en un miserable que las monedas las había enterrado su abuelo, y que por lo tanto le pertenecían a él.

Me dio tanto fastidio que lo maté…

Si no lo hubiera visto tan desesperado por tenerlas, se las hubiera dado, porque si hay algo que a mí no me importa son las cosas que se compran con dinero, eso sí, no soporto la gente codiciosa…