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El congreso de literatura alemana de Bremen fue agitado.

Sin que los estudiosos alemanes de Archimboldi se lo esperaran, Pelletier, secundado por Morini y Espinoza, pasó al ataque como Napoleón en Jena y no tardaron en desbandarse hacia las cafeterías y tabernas de Bremen las derrotadas banderas de Pohl, Schwarz y Borchmeyer. Los jóvenes profesores alemanes asistentes al acto, al principio perplejos, tomaron partido, aunque con todas las reservas del caso, por Pelletier y sus amigos.

El público, gran parte del cual eran universitarios que habían viajado en tren o en furgonetas desde Gottingen, también optó por las encendidas y lapidarias interpretaciones de Pelletier, sin ningún tipo de reserva, entregado con entusiasmo a la visión dionisíaca, festiva, de exégesis de último carnaval (o penúltimo carnaval) defendida por Pelletier y Espinoza. Dos días después Schwarz y sus adláteres contraatacaron. Contrapusieron a la figura de Archimboldi la de Heinrich Böll. Hablaron de responsabilidad.

Contrapusieron a la figura de Archimboldi la de Uwe Johnson. Hablaron de sufrimiento. Contrapusieron a la figura de Archimboldi la de Günter Grass. Hablaron de compromiso cívico. Incluso Borchmeyer contrapuso a la figura de Archimboldi la de Friedrich Durrenmatt y habló de humor, lo que a Morini le pareció el colmo de la desvergüenza. Entonces apareció, providencial, Liz Norton y desbarató el contraataque como un Desaix, como un Lannes, una amazona rubia que hablaba un alemán correctísimo, tal vez demasiado de prisa, y que disertó acerca de Grimmelshausen y de Gryphius y de muchos otros, incluso de Theophrastus Bombastus von Hohenheim, a quien todo el mundo conoce mejor por el nombre de Paracelso.

Esa misma noche cenaron juntos en una estrecha y alargada taberna ubicada cerca del río, en una calle oscura flanqueada por viejos edificios hanseáticos, algunos de los cuales parecían oficinas abandonadas de la administración pública nazi, a la que arribaron bajando unas escaleras mojadas por la llovizna.

El local no podía ser más atroz, pensó Liz Norton, pero la velada fue larga y agradable y la actitud de Pelletier, Morini y Espinoza, nada envarada, contribuyó a que Norton se sintiera a sus anchas. Por supuesto, ella conocía la mayoría de sus trabajos, pero lo que la sorprendió (agradablemente, por cierto) fue que ellos también conocieran algunos trabajos suyos. La conversación se desarrolló en cuatro fases: primero se rieron del rapapolvo que Norton había administrado a Borchmeyer y del espanto creciente de Borchmeyer ante las acometidas cada vez más despiadadas de Norton, después hablaron de futuros encuentros, en especial de uno muy extraño que iba a celebrarse en la Universidad de Minnesotta, en donde pensaban reunirse más de quinientos profesores, traductores y especialistas en literatura alemana y sobre el cual Morini tenía fundadas sospechas de que se trataba de un bulo, luego hablaron de Benno von Archimboldi y de su vida de la que tan poco se sabía: todos, empezando por Pelletier y terminando por Morini, que pese a ser de común el más callado aquella noche se mostró locuaz, explicaron anécdotas y cotilleos, compararon por undécima vez vagas informaciones ya sabidas y especularon, como quien vuelve a dar vueltas alrededor de una película querida, sobre el secreto del paradero y de la vida del gran escritor, finalmente, mientras caminaban por las calles mojadas y luminosas (eso sí, de una luminosidad intermitente, como si Bremen fuera una máquina a la que sólo de tanto en tanto recorrieran vívidas y breves descargas eléctricas) hablaron de sí mismos.

Los cuatro eran solteros y eso les pareció un signo alentador.

Los cuatro vivían solos, aunque a veces Liz Norton compartía su piso de Londres con un hermano aventurero que trabajaba en una ONG y que sólo un par de veces al año volvía a Inglaterra. Los cuatro estaban dedicados a sus carreras, aunque Pelletier, Espinoza y Morini eran doctores y los dos primeros, además, dirigían sus respectivos departamentos, mientras que Norton estaba recién preparando su doctorado y no esperaba llegar a jefa del departamento de alemán de su universidad.

Esa noche, antes de quedarse dormido, Pelletier no recordó los rifirrafes del congreso sino que pensó en él mismo caminando por las calles adyacentes al río y en Liz Norton que caminaba a su lado mientras Espinoza empujaba la silla de ruedas de Morini y los cuatro se reían de los animalitos de Bremen, que los observaban u observaban sus sombras en el asfalto, montados armoniosamente, cándidamente, en sus respectivos lomos.

A partir de ese día y de esa noche no pasaba una semana sin que se llamaran regularmente, los cuatro, sin reparar en la cuenta telefónica y en ocasiones a las horas más intempestivas.

A veces era Liz Norton la que llamaba a Espinoza y le preguntaba por Morini, con quien había hablado el día anterior y a quien había notado un poco depresivo. Ese mismo día Espinoza telefoneaba a Pelletier y le informaba de que según Norton la salud de Morini había empeorado, a lo que Pelletier respondía llamando de inmediato a Morini, preguntándole sin ambages por el estado de su salud, riéndose con él (pues Morini procuraba nunca hablar en serio sobre este tema), intercambiando algún detalle sin importancia sobre el trabajo, para después telefonear a la inglesa, a las doce de la noche, por ejemplo, tras dilatar el placer de la llamada con una cena frugal y exquisita, y asegurarle que Morini, dentro de lo que cabía esperar, estaba bien, normal, estabilizado, y que aquello que Norton había tomado por depresión no era más que el estado natural del italiano, sensible a los cambios climáticos (tal vez en Turín hacía un mal día, tal vez Morini aquella noche había soñado vaya uno a saber qué clase de sueño horrible), cerrando de tal manera un ciclo que al día siguiente o al cabo de dos días tornaba a recomenzar con una llamada de Morini a Espinoza, sin pretexto alguno, una llamada para saludarlo, simplemente, una llamada para hablar un rato, y que se consumía, indefectiblemente, en cosas sin importancia, observaciones sobre el clima (como si Morini y el mismo Espinoza estuvieran haciendo suyas algunas de las costumbres dialogales británicas), recomendaciones de películas, comentarios desapasionados sobre libros recientes, en fin, una conversación telefónica más bien soporífera o cuando menos desganada pero que Espinoza escuchaba con un raro entusiasmo o con fingido entusiasmo o con cariño, en cualquier caso con civilizado interés, y que Morini desgranaba como si en ello le fuera la vida, y a la que seguía, al cabo de dos días o de unas horas, una llamada más o menos en los mismos términos que Espinoza le hacía a Norton, y que ésta le hacía a Pelletier, y que éste devolvía a Morini, para volver a recomenzar, días después, transmutada en un código hiperespecializado, significado y significante en Archimboldi, texto, subtexto y paratexto, reconquista de la territorialidad verbal y corporal en las páginas finales de Bitzius, que para el caso era lo mismo que hablar de cine o de los problemas del departamento de alemán o de las nubes que pasaban incesantes, de la mañana a la noche, por sus respectivas ciudades.

Volvieron a encontrarse en el coloquio de literatura europea de posguerra celebrado en Avignon a finales de 1994. Norton y Morini fueron como espectadores, aunque el viaje fue sufragado por sus respectivas universidades, y Pelletier y Espinoza presentaron trabajos críticos sobre la importancia de la obra de Archimboldi. El trabajo del francés estuvo centrado en la insularidad, en la ruptura que parecía ornar la totalidad de los libros de Archimboldi en relación con la tradición alemana, no así con cierta tradición europea. El trabajo del español, uno de los más amenos que Espinoza escribió jamás, giró en torno al misterio que velaba la figura de Archimboldi, de quien virtualmente nadie, ni su editor, sabía nada: sus libros aparecían sin fotos en la solapa o en la contraportada; sus datos biográficos eran mínimos (escritor alemán nacido en Prusia en 1920), su lugar de residencia era un misterio, aunque en cierta ocasión su editor, en un desliz, confesó ante una periodista del Spiegel haber recibido uno de los manuscritos desde Sicilia, nadie de sus colegas aún vivos lo había visto jamás, no existía ninguna biografía suya en alemán pese a que la venta de sus libros iba en línea ascendente tanto en Alemania como en el resto de Europa e incluso en los Estados Unidos, que gusta de los escritores desaparecidos (desaparecidos o millonarios) o de la leyenda de los escritores desaparecidos, y en donde su obra empezaba a circular profusamente, ya no sólo en los departamentos de alemán de las universidades sino en los campus y fuera de los campus, en las vastas ciudades que amaban la literatura oral o visual.