– He encontrado en mi habitación tu regalo -dijo-, es muy apropiado y no carece de encanto.
– Ah, el sarape -dijo Espinoza, y se dejó caer de espaldas sobre la tumbona.
En el cielo se veían muchas estrellas. El agua verdeazulada de la piscina danzaba sobre las mesas y los macizos de flores y cactus, en una cadena de reflejos que llegaba hasta un muro de ladrillo de color crema, detrás del cual había una pista de tenis y unos baños sauna que había evitado con éxito. De vez en cuando oían raquetazos y voces en sordina que comentaban el juego.
Pelletier se levantó y dijo caminemos. Se dirigió hacia la pista de tenis, seguido por Espinoza. Las luces de la pista estaban encendidas y dos tipos con panzas prominentes se esforzaban en un juego torpe, provocando la risa de dos mujeres que los observaban sentadas en un banco de madera, debajo de un parasol similar a los que rodeaban la piscina. Al fondo, detrás de una reja de alambre, estaba el baño sauna, una caja de cemento con dos ventanas diminutas, como los ojos de buey de un buque hundido. Sentado sobre el muro de ladrillos, Pelletier dijo:
– No vamos a encontrar a Archimboldi.
– Hace días que lo sé -dijo Espinoza.
Luego dio un salto y luego otro, hasta que pudo sentarse en el borde del muro, las piernas colgando hacia la pista de tenis.
– Sin embargo -dijo Pelletier-, estoy seguro de que Archimboldi está aquí, en Santa Teresa.
Espinoza se miró las manos, como si temiera haberse hecho daño. Una de las mujeres se levantó de su asiento e invadió la pista. Al llegar junto a uno de los hombres, le dijo algo al oído y después volvió a salir. El hombre que había hablado con la mujer levantó los brazos hacia arriba, abrió la boca y echó la cabeza atrás, aunque sin proferir el más mínimo sonido. El otro hombre, vestido, al igual que el primero, de blanco impoluto, esperó a que la algarabía silenciosa de su contrincante cesara y cuando acabaron los visajes de éste le lanzó la pelota. El partido se reanudó y las mujeres se volvieron a reír.
– Créeme -dijo Pelletier con una voz muy suave, como la brisa que soplaba en ese instante y que impregnaba todo con un aroma de flores-, sé que Archimboldi está aquí.
– ¿En dónde? -dijo Espinoza.
– En alguna parte, en Santa Teresa o en los alrededores.
– ¿Y por qué no lo hemos hallado? -dijo Espinoza.
Uno de los tenistas se cayó al suelo y Pelletier sonrió:
– Eso no importa. Porque hemos sido torpes o porque Archimboldi tiene un gran talento para esconderse. Es lo de menos.
Lo importante es otra cosa.
– ¿Qué? -dijo Espinoza.
– Que está aquí -dijo Pelletier, y señaló la sauna, el hotel, la pista, las rejas metálicas, la hojarasca que se adivinaba más allá, en los terrenos del hotel no iluminados. A Espinoza se le erizaron los pelos del espinazo. La caja de cemento en donde estaba la sauna le pareció un búnker con un muerto en su interior.
– Te creo -dijo, y en verdad creía lo que decía su amigo.
– Archimboldi está aquí -dijo Pelletier-, y nosotros estamos aquí, y esto es lo más cerca que jamás estaremos de él.
No sé cuánto tiempo vamos a durar juntos, decía Norton en su carta. Ni a Morini (creo) ni a mí nos importa. Nos queremos y somos felices. Sé que vosotros lo comprenderéis.
La parte de Amalfitano
No sé qué he venido a hacer a Santa Teresa, se dijo Amalfitano al cabo de una semana de estar viviendo en la ciudad. ¿No lo sabes? ¿Realmente no lo sabes?, se preguntó. Verdaderamente no lo sé, se dijo a sí mismo, y no pudo ser más elocuente.
Tenía una casita de una sola planta, tres habitaciones, un baño completo más un aseo, cocina americana, un salón comedor con ventanas que daban al poniente, un pequeño porche de ladrillos en donde había un banco de madera desgastado por el viento que bajaba de las montañas y del mar, desgastado por el viento que venía del norte, el viento de las aberturas, y por el viento con olor a humo que venía del sur. Tenía libros que conservaba desde hacía más de veinticinco años. No eran muchos. Todos viejos. Tenía libros que había comprado hacía menos de diez años y que no le importaba prestar o perder o que se los robaran. Tenía libros que a veces recibía perfectamente lacrados y con remitentes desconocidos y que ya ni siquiera abría. Tenía un patio ideal para sembrarlo de césped y plantar flores, aunque él no sabía qué flores eran las más indicadas para plantar allí, no cactus o cactáceas sino flores. Tenía tiempo (eso creía) para dedicarlo al cultivo de un jardín. Tenía una verja de madera que necesitaba una mano de pintura. Tenía un sueldo mensual.
Tenía una hija que se llamaba Rosa y que siempre había vivido con él. Parecía difícil que eso fuera así, pero era así.
A veces, durante las noches, recordaba a la madre de Rosa y a veces se reía y otras veces le daba por llorar. La recordaba mientras estaba encerrado en su estudio y Rosa dormía en su habitación. La sala estaba vacía y quieta y con la luz apagada.
En el porche, si alguien se hubiera dedicado a escuchar con atención, habría oído el zumbido de unos pocos mosquitos.
Pero nadie escuchaba. Las casas vecinas estaban silenciosas y oscuras.
Rosa tenía diecisiete años y era española. Amalfitano tenía cincuenta y era chileno. Rosa tenía pasaporte desde los diez años. Durante algunos de sus viajes, recordaba Amalfitano, se habían encontrado en situaciones raras, pues Rosa pasaba las aduanas por la puerta de los ciudadanos comunitarios y Amalfitano por la puerta reservada a los no comunitarios. La primera vez Rosa tuvo un berrinche y se puso a llorar y no quería separarse de su padre. En otra ocasión, pues las colas avanzaban con ritmos muy distintos, rápida la de los comunitarios, más lenta y con mayor celo la de los no comunitarios, Rosa se perdió y Amalfitano tardó media hora en encontrarla. A veces los policías de aduanas veían a Rosa, tan pequeñita, y le preguntaban si viajaba sola o si alguien la esperaba a la salida. Rosa contestaba que viajaba con su padre, que era sudamericano, y que tenía que esperarlo allí mismo. En una ocasión a Rosa le revisaron su maleta pues sospecharon que el padre podía pasar droga o armas amparado en la inocencia y en la nacionalidad de su hija. Pero Amalfitano nunca había comerciado con drogas y tampoco con armas.
La que sí viajaba siempre armada, recordaba Amalfitano mientras se fumaba un cigarrillo mexicano sentado en su estudio o de pie en el porche a oscuras, era Lola, la madre de Rosa, que nunca se desprendía de una navaja de acero inoxidable con abertura de fuelle. Una vez los detuvieron en un aeropuerto, antes de que naciera Rosa, y le preguntaron qué hacía allí esa navaja. Es para pelar fruta, dijo Lola. Naranjas, manzanas, peras, kiwis, ese tipo de frutas. El policía se la quedó mirando durante un rato y luego la dejó pasar. Un año y algunos meses después de este incidente nació Rosa. Dos años después Lola se marchó de casa y aún llevaba consigo la navaja.
El pretexto que usó Lola fue el de ir a visitar a su poeta favorito, que vivía en el manicomio de Mondragón, cerca de San Sebastián. Amalfitano escuchó sus argumentos durante toda una noche mientras Lola preparaba su mochila y le aseguraba que no tardaría en volver a casa junto a él y junto a su niña.
Lola, sobre todo en los últimos tiempos, solía afirmar que conocía al poeta y que esto había sucedido durante una fiesta a la que asistió en Barcelona, antes de que Amalfitano entrara en su vida. En esta fiesta, que Lola definía como una fiesta salvaje, una fiesta atrasada que emergía de pronto en medio del calor del verano y de una caravana de coches con las luces rojas encendidas, se había acostado con él y habían hecho el amor toda la noche, aunque Amalfitano sabía que no era verdad, no sólo porque el poeta era homosexual, sino porque la primera noticia que tuvo Lola de su existencia se la debía a él, que le había regalado uno de sus libros. Después Lola se encargó de comprar el resto de la obra del poeta y de escoger a sus amigos entre las personas que creían que el poeta era un iluminado, un extraterrestre, un enviado de Dios, amigos que a su vez acababan de salir del manicomio de Sant Boi o que se habían vuelto locos después de repetidas curas de desintoxicación. En realidad, Amalfitano sabía que tarde o temprano su mujer emprendería el camino de San Sebastián, así que prefirió no discutir, ofrecerle parte de sus ahorros, rogarle que volviera al cabo de unos meses y asegurarle que cuidaría bien de la niña. Lola parecía no oír nada. Cuando tuvo hecha su mochila se fue a la cocina, preparó dos cafés y se quedó quieta, esperando a que amaneciera, pese a que Amalfitano trató de buscar temas de conversación que le interesaran o que, al menos, le hicieran más leve la espera. A las seis y media de la mañana sonó el timbre y Rosa dio un salto. Me vienen a buscar, dijo, y ante su inmovilidad Amalfitano se tuvo que levantar y preguntar por el interfono quién era. Oyó que una voz muy frágil decía soy yo. ¿Quién es?, dijo Amalfitano. Ábreme, soy yo, dijo la voz. ¿Quién?, dijo Amalfitano. La voz, sin abandonar su tono de fragilidad absoluta, pareció enojarse por el interrogatorio. Yo yo yo yo, dijo.