Por las noches Pelletier, Morini, Espinoza y Norton se iban a cenar juntos, a veces acompañados por uno o dos profesores de alemán a quienes conocían desde hacía tiempo y que solían retirarse a sus hoteles a hora temprana o que permanecían hasta el final de las veladas pero en un discreto segundo plano, como si entendieran que la figura de cuatro ángulos que componían los archimboldianos era impenetrable y también, a esa hora de la noche, susceptible de volverse violentamente contra cualquier injerencia ajena. Al final siempre quedaban ellos cuatro caminando por las calles de Avignon con la misma despreocupada felicidad con que habían caminado por las renegridas y funcionariales calles de Bremen y como caminarían por las variopintas calles que el futuro les tenía reservadas, Morini empujado por Norton, con Pelletier a su izquierda y Espinoza a su derecha, o Pelletier empujando la silla de ruedas de Morini, con Espinoza a su izquierda y Norton, delante de ellos, caminando hacia atrás y riéndose con la plenitud de sus veintiséis años, una risa magnífica que ellos no tardaban en imitar aunque ciertamente hubieran preferido no reírse y sólo mirarla, o bien los cuatro alineados y detenidos junto al murete de un río historiado, es decir de un río que ya no era salvaje, hablando de su obsesión alemana sin interrumpirse entre ellos, ejercitando y degustando la inteligencia del otro, con largos intervalos de silencio que ni siquiera la lluvia podía alterar.
Cuando Pelletier volvió de Avignon a finales de 1994, cuando abrió la puerta de su piso de París y dejó la maleta en el suelo y cerró la puerta, cuando se sirvió un vaso de whisky y descorrió las cortinas y vio el paisaje de siempre, un fragmento de la place de Breteuil y el edificio de la UNESCO al fondo, cuando se quitó la americana y dejó el vaso de whisky en la cocina y escuchó los mensajes en el contestador, cuando sintió sueño, pesadez en los párpados, pero en lugar de meterse en la cama y dormirse se desnudó y se dio una ducha, cuando encendió el ordenador arropado en una bata blanca que le llegaba casi hasta los tobillos, sólo entonces se dio cuenta de que extrañaba a Liz Norton y de que hubiera dado todo lo que tenía por estar con ella en aquel momento, no sólo conversando sino también en la cama, por decirle que la quería y por escuchar de su boca que su amor era correspondido.
Algo similar experimentó Espinoza, con dos ligeras diferencias respecto a Pelletier. La primera fue que no esperó hasta llegar a su piso de Madrid para sentir la necesidad de estar junto a Liz Norton. Ya en el avión supo que ella era la mujer ideal, la que siempre había buscado, y empezó a sufrir. La segunda fue que en las imágenes ideales de la inglesa que pasaban a velocidad supersónica por su cabeza mientras su avión volaba a 700 kilómetros por hora rumbo a España había más escenas de sexo, no muchas, pero más que las imaginadas por Pelletier.
Por el contrario, Morini, que viajó en tren de Avignon a Turín, dedicó las horas de viaje a la lectura del suplemento cultural de Il Manifesto, y después se durmió hasta que un par de revisores (que lo ayudarían a bajar al andén en su silla de ruedas) le avisaron que ya habían llegado.
Sobre lo que pasó por la cabeza de Liz Norton es mejor no decir nada.
La amistad entre los archimboldianos, sin embargo, se mantuvo con los mismos ropajes de siempre, imperturbable, sujeta a un destino mayor al que los cuatro obedecían aunque eso significara poner en segundo plano sus deseos personales.
En 1995 se encontraron en el diálogo sobre literatura alemana contemporánea celebrado en Amsterdam, en el marco de un diálogo mayor que se desarrolló en el mismo edificio (aunque en diferentes aulas) y que comprendía la literatura francesa, la inglesa y la italiana.
De más está decir que la mayor parte de los asistentes a tan curiosos diálogos se decantaron por la sala donde se discutía sobre literatura inglesa contemporánea, sala vecina a la de la literatura alemana y separada de ésta por una pared que evidentemente no era de piedra, como las de antes, sino de frágiles ladrillos recubiertos por una fina capa de yeso, al grado de que los gritos y aullidos y sobre todo los aplausos que arrancaba la literatura inglesa se oían en la literatura alemana como si ambas conferencias o diálogos fueran uno solo o como si los ingleses se estuvieran burlando, cuando no boicoteando continuamente a los alemanes, por no decir nada del público, cuya asistencia masiva al diálogo inglés (o angloindio) era notablemente superior al escaso y grave público que acudía al diálogo alemán. Lo que, en el cómputo final, fue altamente provechoso, pues es bien sabido que una charla entre pocos, donde todos se escuchan y reflexionan y nadie grita, suele ser más productiva, y en el peor de los casos más relajada, que un diálogo masivo, que corre el riesgo permanente de convertirse en un mitin o, por la necesaria brevedad de las intervenciones, en una sucesión de consignas tan pronto formuladas como desaparecidas.
Pero antes de entrar en el punto culminante de la cuestión, o del diálogo, hay que precisar algo no poco baladí a tenor de los resultados. Los organizadores, los mismos que dejaron afuera la literatura contemporánea española o polaca o sueca, por falta de tiempo o de dinero, en un penúltimo capricho destinaron la mayor parte de los fondos a invitar a cuerpo de rey a estrellas de la literatura inglesa, y con el dinero que quedó trajeron a tres novelistas franceses, un poeta y un cuentista italiano, y tres escritores alemanes, los dos primeros, novelistas de Berlín occidental y oriental, ahora reunificados, ambos de cierto vago prestigio (y que llegaron en tren a Amsterdam y no levantaron ninguna protesta cuando fueron alojados en un hotel de sólo tres estrellas), y el tercero, un ser un tanto borroso de quien nadie sabía nada, ni siquiera Morini, que sabía bastante de literatura alemana contemporánea, dialogante o no dialogante.
Y cuando este borroso escritor, que era suavo, durante su charla (o diálogo) se puso a recordar su periplo como periodista, como armador de páginas culturales, como entrevistador de todo tipo de creadores reacios a las entrevistas, y luego se puso a rememorar la época en que había ejercido como promotor cultural en ayuntamientos periféricos o, ya de plano, olvidados, pero interesados por la cultura, de pronto, sin venir a cuento, apareció el nombre de Archimboldi (influido tal vez por la charla anterior dirigida por Espinoza y Pelletier), a quien había conocido, precisamente, mientras ejercía de promotor cultural de un ayuntamiento frisón, al norte de Wilhelmshaven, frente a las costas del Mar del Norte y las islas Frisias Orientales, un sitio donde hacía frío, mucho frío, y más que frío humedad, una humedad salina que te calaba los huesos, y sólo había dos maneras de pasar el invierno, una, bebiendo hasta coger una cirrosis, y dos, en la sala de actos del ayuntamiento, escuchando música (por regla general de cuartetos de cámara de aficionados), o hablando con escritores que venían de otros lugares y a quienes se les pagaba muy poco, una habitación en la única pensión del pueblo y unos cuantos marcos que cubrían el viaje de ida y vuelta en tren, esos trenes tan distintos de los actuales trenes alemanes, pero en donde la gente, tal vez, era más locuaz, más educada, más interesada en el prójimo, en fin, que tras el pago y descontando los gastos de transporte, el escritor se iba de aquellos lugares y volvía a su hogar (que en ocasiones sólo era un cuarto de hotel en Frankfurt o Colonia) con algo de dinero y puede que algún libro vendido, en el caso de aquellos escritores o poetas, sobre todo poetas, que tras leer algunas páginas y contestar a las preguntas de los ciudadanos de aquel lugar instalaban, como quien dice, su tenderete, y sacaban unos pocos marcos extra, una actividad bastante apreciada por aquel entonces, pues si a la gente le gustaba lo que el escritor leía, o si la lectura conseguía emocionarlos o entretenerlos o hacerlos pensar, pues entonces también compraban uno de sus libros, a veces para tenerlo como recuerdo de aquella agradable velada, mientras por las callejuelas del pueblito frisón el viento silbaba y cortaba la carne de tan frío que era, a veces para leer o releer algún poema o algún relato, ya en su domicilio particular, semanas después de acabado el evento, en ocasiones a la luz de un quinqué porque no siempre había electricidad, ya se sabe, la guerra había acabado hacía poco y las heridas sociales y económicas estaban abiertas, en fin, más o menos igual a como se hace una lectura literaria en la actualidad, con la salvedad de que los libros expuestos en el tenderete eran libros autoeditados y ahora son las editoriales las que montan el tenderete, y uno de esos escritores que un día llegó al pueblo en donde el suavo ejercía de promotor cultural fue Benno von Archimboldi, un escritor de la talla de Gustav Heller o Rainer Kuhl o Wilhelm Frayn (escritores que Morini buscaría después en su enciclopedia de autores alemanes, sin éxito), y que no trajo libros, y que leyó dos capítulos de una novela en curso, su segunda novela, la primera, recordaba el suavo, la había publicado en Hamburgo aquel año, aunque de ésa no leyó nada, sin embargo esa primera novela existía, dijo el suavo, y Archimboldi, como anticipándose a las sospechas, había llevado un ejemplar consigo, una novelita que andaba por las cien páginas, tal vez más, ciento veinte, ciento veinticinco, y él llevaba la novelita en el bolsillo de su chaqueta, y, cosa extraña, el suavo recordaba con mayor nitidez la chaqueta de Archimboldi que la novela embutida en un bolsillo de esa chaqueta, una novelita con la tapa sucia, arrugada, que había sido de color marfil intenso, o amarillo trigal empalidecido, o dorado en fase de invisibilidad, pero que ahora ya no tenía ningún color ni ningún matiz, sólo el nombre de la novela y el nombre del autor y el sello editorial, la chaqueta, sin embargo, era inolvidable, una chaqueta de cuero negro, con el cuello alto, capaz de brindar una protección eficaz contra la nieve y la lluvia y el frío, holgada, para poder usar con jerseys gruesos o con dos jerseys sin que se notara que uno los llevaba, con bolsillos horizontales a cada lado, y una hilera de cuatro botones cosidos como con hilo de pescar, ni muy grandes ni muy pequeños, una chaqueta que evocaba, no sé por qué, a las que usaban algunos policías de la Gestapo, aunque en esa época las chaquetas de cuero negro estaban de moda y todo el que tenía dinero para comprar una o había heredado una se la ponía sin pararse a pensar qué evocaba la chaqueta, y ese escritor que había llegado a ese pueblo frisón era Benno von Archimboldi, el joven Benno von Archimboldi, a la edad de veintinueve o treinta años, y había sido él, el suavo, quien lo había ido a esperar a la estación del tren y el que lo había llevado a la pensión, mientras hablaban del clima, tan malo, y después lo había acompañado al ayuntamiento en donde Archimboldi no había instalado ningún tenderete y había leído dos capítulos de una novela aún no finalizada, y luego había cenado con él en la taberna del pueblo, junto a la maestra y a una señora viuda que prefería la música o la pintura antes que la literatura, pero que, puesta en la tesitura de no tener música ni pintura, no le hacía ascos ni mucho menos a una velada literaria, y fue esta señora, precisamente, la que llevó de alguna manera el peso de la conversación durante la cena (salchichas y patatas, acompañadas de cerveza: ni la época, evocó el suavo, ni los fondos del ayuntamiento estaban para mayores dispendios), aunque tal vez decir el peso de la conversación no fuera muy acertado, la batuta, el timón de la conversación, y los hombres que estaban alrededor de la mesa, el secretario del alcalde, un señor que se dedicaba a la venta de pescado en salazón, un viejo maestro que se dormía a cada rato, incluso mientras empuñaba el tenedor, y un empleado del ayuntamiento, un chico muy simpático y gran amigo del suavo, de nombre Fritz, asentían o se cuidaban de llevar la contraria a aquella temible viuda cuyos conocimientos artísticos estaban por encima de todos, incluso del mismo suavo, y que había viajado por Italia y Francia e incluso en uno de sus viajes, un crucero inolvidable, había llegado a Buenos Aires, en 1927 o 1928, cuando esta ciudad era un emporio de la carne y los barcos frigoríficos salían del puerto cargados de carne, un espectáculo digno de contemplar, cientos de barcos que llegaban vacíos y que salían cargados con toneladas de carne con destino a todo el mundo, y cuando ella, la señora, aparecía en la cubierta, de noche, por ejemplo, adormilada o mareada o adolorida, bastaba con apoyarse en la barandilla y dejar que los ojos se acostumbraran y entonces la visión del puerto era estremecedora y se llevaba de golpe los restos de sueño o los restos de mareo o los restos de dolor, sólo había espacio en el sistema nervioso para rendirse incondicionalmente a aquella imagen, el desfile de los inmigrantes que como hormigas subían a las bodegas de los barcos la carne de miles de vacas muertas, los movimientos de los palets cargados con la carne de miles de terneras sacrificadas, y el color vaporoso que iba tiñendo cada rincón del puerto, desde que amanecía hasta que anochecía e incluso durante los turnos de noche, un color rojo de bistec poco hecho, de chuletón, de filete, de costillar apenas repasado en una barbacoa, qué horror, menos mal que eso la señora, que entonces no era viuda, sólo lo vivió durante la primera noche, luego desembarcaron y se alojaron en uno de los hoteles más caros de Buenos Aires, y fueron a la ópera y luego a una estancia en donde su marido, un jinete experto, aceptó echar una carrera con el hijo del dueño de la estancia, que perdió, y luego con un peón de la estancia, hombre de confianza del hijo, un gaucho, que también perdió, y luego con el hijo del gaucho, un gauchito de dieciséis años, flaquito como una caña y de ojos vivaces, tan vivaces que cuando la señora lo miró el gauchito bajó la cabeza y luego la subió un poquito y la miró con una malicia que ofendió a la señora, pero qué mocoso más insolente, mientras su marido se reía y le decía en alemán: