Pero ahora la que hacía el amor era yo y el poeta era dulce conmigo y lo único que no entendía era que aquellos tres estuvieran mirando, aunque tampoco me importaba demasiado, en aquel tiempo, no sé si lo recuerdas, nada importaba demasiado.
Cuando el poeta por fin se corrió, dando un grito y volviendo la cabeza para mirar a sus tres amigos, yo lamenté no estar en un día fértil, porque me hubiera encantado tener un hijo suyo.
Después se levantó y se acercó a las sombras. Uno de ellos le puso una mano sobre el hombro. Otro le entregó algo. Yo me levanté y fui al baño sin siquiera mirarlos. En la sala quedaban los náufragos de la fiesta. En el baño encontré a una chica durmiendo en la bañera. Me lavé la cara y las manos, me peiné, cuando volví a salir el filósofo estaba echando a los que aún podían caminar. No se le veía en modo alguno borracho o drogado.
Más bien fresco, como si se acabara de levantar y de desayunar un vaso grande de zumo de naranjas. Me fui con un par de amigos que había conocido en la fiesta. A esa hora sólo estaba abierto el Drugstore de las Ramblas y hacia allí nos dirigimos casi sin cruzarnos palabras. En el Drugstore encontré a una chica que conocía desde hacía un par de años y que trabajaba como periodista en Ajoblanco aunque estaba asqueada de trabajar allí. Se puso a hablarme de la posibilidad de ir a Madrid.
Me preguntó si a mí no me entraban ganas de cambiar de ciudad. Me encogí de hombros. Todas las ciudades son parecidas, le dije. En realidad lo que hacía era pensar en el poeta y en lo que acabábamos de hacer él y yo. Un homosexual no hace eso. Todos decían que era homosexual, pero yo sabía que no era así. Luego pensé en el desorden de los sentidos y lo entendí todo. Supe que el poeta se había extraviado, que era un niño perdido y que yo podía salvarlo. Darle a él un poco de lo mucho que él me había dado a mí. Durante cerca de un mes estuve haciendo guardia delante de la casa del filósofo con la esperanza de verlo llegar un día y pedirle que me hiciera el amor una vez más. Una noche vi no al poeta sino al filósofo. Noté que algo le pasaba en la cara. Cuando estuvo más cerca de mí (no me reconoció) pude constatar que llevaba un ojo morado y magulladuras varias. Del poeta, ni rastro. A veces intentaba adivinar, por las luces encendidas, en qué planta estaba el piso.
A veces veía sombras detrás de las cortinas, a veces alguien, una mujer de edad, un hombre con corbata, un adolescente de cara alargada, abría una ventana y contemplaba el plano de Barcelona al atardecer. Una noche descubrí que no era la única en estar allí, espiando o aguardando la aparición del poeta. Un joven de unos dieciocho años, tal vez menos, hacía guardia en silencio en la acera de enfrente. Él no se había percatado de mí porque evidentemente se trataba de un joven soñador e incauto. Se sentaba en la terraza de un bar y siempre pedía una Coca-Cola en lata que se iba bebiendo a tragos espaciados mientras escribía en un cuaderno escolar o leía unos libros que reconocí de inmediato. Una noche, antes de que él dejara la terraza y se marchara apresuradamente, me acerqué y me senté a su lado.
Le dije que sabía lo que estaba haciendo. ¿Quién eres tú?, me preguntó aterrorizado. Le sonreí y le dije que yo era alguien como él. Me miró como se mira a una loca. No te equivoques conmigo, le dije, no estoy loca, soy una mujer con un perfecto dominio mental. Se rió. Si no estás loca lo pareces, dijo. Luego hizo el gesto de pedir la cuenta y ya se disponía a levantarse cuando le confesé que yo también estaba buscando al poeta. Se volvió a sentar de inmediato, como si le hubiera puesto una pistola en la sien. Pedí una infusión de manzanilla y le conté mi historia. Él me dijo que también escribía poesía y que quería que el poeta leyera algunos de sus poemas. No era necesario preguntárselo para saber que era homosexual y que estaba muy solo. Déjame verlos, le dije, y le arrebaté el cuaderno de las manos.
No era malo, su único problema es que escribía igual que el poeta. Estas cosas no te pueden haber pasado, le dije, eres demasiado joven para haber sufrido tanto. Hizo un gesto como diciéndome que le daba igual si le creía o no. Lo que importa es que esté bien escrito, dijo. No, le dije, tú sabes que eso no es lo que importa. No, no, no, dije, y él, al final, me dio la razón.
Se llamaba Jordi y hoy es posible que dé clases en la universidad o esté escribiendo reseñas en La Vanguardia o en El Periódico.
Amalfitano recibió la siguiente carta desde San Sebastián.
En ella Rosa le contaba que había ido con Imma al manicomio de Mondragón, a visitar al poeta que vivía allí desmesurado e inconsciente, y que los guardias, sacerdotes disfrazados de guardias de seguridad, no las habían dejado pasar. En San Sebastián tenían intención de alojarse en casa de una amiga de Imma, una chica vasca llamada Edurne, que había sido comando etarra y que tras la llegada de la democracia había abandonado la lucha armada, y que no las quiso tener en su casa más de una noche arguyendo que tenía mucho que hacer y que a su marido no le gustaban las visitas inesperadas. El marido se llamaba Jon y las visitas, en efecto, lo ponían en un estado nervioso que Lola tuvo oportunidad de verificar. Temblaba, se ponía rojo como una vasija de arcilla candente, aunque no soltaba palabra daba la impresión de estar a punto de gritar en cualquier momento, transpiraba y le temblaban las manos, se cambiaba de sitio constantemente, como si no pudiera permanecer quieto en un mismo lugar más allá de dos minutos. Edurne, por el contrario, era una mujer muy reposada. Tenía un hijo de corta edad (al que no pudieron ver, pues Jon siempre encontraba un pretexto para evitar que Imma y ella entraran en la habitación del niño) y trabajaba casi todo el día como educadora de calle, junto con familias drogodependientes y con los mendigos que se apiñaban en las escalinatas de la catedral de San Sebastián y que sólo deseaban que los dejaran tranquilos, según explicó Edurne riéndose, como si acabara de contar un chiste que sólo entendió Imma, pues tanto Lola como Jon no se rieron. Esa noche cenaron juntos y al día siguiente se marcharon. Encontraron una pensión barata de la que Edurne les había hablado y volvieron a hacer autoestop hasta Mondragón. Una vez más no pudieron acceder a las instalaciones del manicomio, pero se conformaron con estudiarlo desde fuera, observando y reteniendo en la memoria todos los caminos de tierra y grava que veían, las altas paredes grises, las elevaciones y sinuosidades del terreno, los paseos de los locos y de los empleados que observaron desde lejos, las cortinas de árboles que se sucedían a intervalos caprichosos o cuya mecánica no entendían, y los matorrales en donde creyeron ver moscas, por lo que dedujeron que algunos locos y tal vez más de un funcionario de la institución orinaban allí cuando empezaba a atardecer o cuando caía la noche.
Después ambas se sentaron a la orilla de la carretera y comieron los bocadillos de pan con queso que habían traído desde San Sebastián, sin hablar, o ponderando como para sí mismas las sombras fracturadas que proyectaba sobre su entorno el manicomio de Mondragón.
Para el tercer intento concertaron la cita por teléfono.
Imma se hizo pasar por periodista de una revista de literatura de Barcelona y Lola por poeta. Esta vez pudieron verlo. Lola lo encontró más avejentado, con los ojos hundidos, con menos pelo que antes. Al principio las acompañó un médico o un cura y recorrieron con él los pasillos interminables, pintados de azul y blanco, hasta llegar a una habitación impersonal en donde el poeta las aguardaba. La impresión que tuvo Lola fue que la gente del manicomio se hallaba orgullosa de tenerlo como paciente. Todos lo conocían, todos le dirigían la palabra cuando el poeta se encaminaba a los jardines o a recibir su dosis diaria de calmantes. Cuando estuvieron solos le dijo que lo extrañaba, que durante un tiempo había vigilado diariamente la casa del filósofo en el Ensanche y que pese a su constancia no había podido volver a verlo. No es culpa mía, le dijo, yo hice todo lo posible. El poeta la miró a los ojos y le pidió un cigarrillo.