Vaya, vaya, vaya, dijo el poeta. Ande yo caliente y ríase la gente, dijo el poeta. No por mucho madrugar amanece más temprano, dijo el poeta. Te quiero, dijo Lola. El poeta se levantó y le pidió a Imma otro cigarrillo. Para mañana, dijo. El médico y el poeta se alejaron por un camino hacia el manicomio. Lola e Imma se alejaron por otro hacia la salida, en donde encontraron a la hermana de otro loco y al hijo de un obrero loco y a una señora de aire compungido cuyo primo hermano se hallaba recluido en el manicomio de Mondragón.
Al día siguiente volvieron pero les dijeron que el paciente que requerían necesitaba reposo absoluto. Lo mismo sucedió en los días posteriores. Un día se les acabó el dinero e Imma decidió salir otra vez a la carretera, esta vez rumbo al sur, a Madrid, en donde tenía un hermano que había hecho una carrera provechosa durante la democracia y al que pensaba pedirle un préstamo. Lola no tenía fuerzas para viajar y ambas decidieron que esperara en la pensión, como si nada hubiera pasado, y que Imma volvería al cabo de una semana. En su soledad Lola mataba el tiempo escribiéndole a Amalfitano largas cartas en donde le contaba su vida cotidiana en San Sebastián y en los alrededores del manicomio adonde acudía diariamente. Asomada a las rejas imaginaba que se ponía en contacto telepático con el poeta. La mayor parte de las veces, sin embargo, buscaba un claro en el bosque vecino y se dedicaba a leer o a recolectar florecillas y manojos de hierbas con los que hacía ramos que luego dejaba caer por entre los barrotes o que se llevaba a la pensión.
En cierta ocasión uno de los choferes que la recogió en la carretera le preguntó si quería conocer el cementerio de Mondragón y ella aceptó el ofrecimiento. El coche lo estacionaron en la parte de afuera, bajo una acacia, y durante un rato pasearon por entre las tumbas, la mayoría de ellas con nombres vascos, hasta llegar al nicho en donde estaba enterrada la madre del chofer. Éste le dijo entonces que le gustaría follársela allí mismo.
Lola se rió y tuvo la precaución de advertirle que desde allí se convertían en un blanco fácil para cualquier visitante que caminara por la calle principal del cementerio. El chofer reflexionó durante unos segundos y al cabo dijo: hostia, sí. Buscaron un lugar más apartado y el acto no duró más de quince minutos.
El chofer se llamaba Larrazábal y aunque tenía un nombre propio no quiso decírselo. Sólo Larrazábal, como me llaman mis amigos, dijo. Después le contó a Lola que aquélla no era la primera vez que hacía el amor en el cementerio. Antes ya había estado con una novieta, con una tía a la que había conocido en una discoteca y con dos putas de San Sebastián. Cuando ya se iban quiso darle dinero, pero ella no lo aceptó. Durante mucho rato estuvieron hablando en el interior del coche. Larrazábal le preguntó si tenía un pariente internado en el manicomio y Lola le contó su historia. Larrazábal dijo que él jamás había leído un poema. Añadió que no entendía la obsesión de Lola por el poeta. Yo tampoco entiendo tu manía de follar en un cementerio, dijo Lola, y sin embargo no te juzgo por eso. Pues es verdad, admitió Larrazábal, todas las personas tienen sus manías.
Antes de que Lola se bajara del coche, a las puertas del manicomio, Larrazábal deslizó subrepticiamente en su bolso un billete de cinco mil pesetas. Lola se dio cuenta pero no dijo nada y luego se quedó sola bajo la arboleda, enfrente del portón de hierro de la casa de los locos donde vivía el poeta que la ignoraba olímpicamente.
Al cabo de una semana Imma aún no había vuelto. Lola la imaginó pequeñita, de mirada impávida, un rostro de campesina culta o de profesora de secundaria asomada a un vasto campo prehistórico, una mujer de casi cincuenta años vestida de negro recorriendo sin mirar a los lados, sin mirar hacia atrás, un valle en el que aún era posible discernir las huellas de los grandes depredadores de las huellas de los escurridizos hervíboros.
La imaginó detenida en un cruce de caminos mientras los camiones de transporte de gran tonelaje pasaban a su lado sin aminorar la velocidad, levantando polvaredas que a ella no la tocaban, como si su indecisión y su indefensión constituyeran un estado de gracia, un domo que la protegía de las inclemencias de la suerte, de la naturaleza y de sus semejantes. Al noveno día la dueña de la pensión la puso en la calle. A partir de ese momento durmió en la estación del ferrocarril, en un galpón abandonado en el que dormían algunos mendigos que se ignoraban mutuamente, en el campo abierto, junto a los lindes que separaban el manicomio del mundo exterior. Una noche fue en autoestop al cementerio y durmió en un nicho vacío. A la mañana siguiente se sintió feliz y afortunada y decidió esperar allí el regreso de Imma. Tenía agua para beber y para lavarse la cara y los dientes, estaba cerca del manicomio, era un recinto apacible.
Una tarde, mientras ponía a secar una blusa, que acababa de lavar, sobre una losa blanca apoyada en el muro del cementerio, oyó voces que salían de un mausoleo y hacia allá encaminó sus pasos. El mausoleo pertenecía a una familia Lagasca y por el estado en que estaba era fácil deducir que el último de los Lagasca hacía tiempo que había muerto o abandonado aquellas tierras. En el interior de la cripta vio el haz de luz de una linterna y preguntó quiénes eran. Hostia tú, escuchó que decía una voz en el interior. Pensó que podía tratarse de ladrones o de trabajadores que estaban restaurando el mausoleo o de profanadores de tumbas, luego oyó una especie de maullido y cuando ya se iba vio asomar por la puerta enrejada de la cripta la cara cetrina de Larrazábal. Después salió una mujer, a la que Larrazábal ordenó que lo esperara junto a su coche, y durante un rato ambos estuvieron hablando y paseando tomados del brazo por las calles del cementerio hasta que el sol empezó a bajar hasta el borde esmerilado de los nichos.
La locura es contagiosa, pensó Amalfitano sentado en el suelo del porche de su casa mientras el cielo se cerraba de repente y ya no se podía ver la luna ni las estrellas ni las luces errantes que es fama que se observan, sin necesidad de catalejos ni telescopios, en aquella zona del norte de Sonora y el sur de Arizona.
La locura es contagiosa, en efecto, y los amigos, sobre todo cuando uno está solo, son providenciales. Estas mismas palabras fueron las que utilizó Lola, años atrás, para contarle a Amalfitano en una carta sin remitente su encuentro fortuito con Larrazábal, que concluyó con el vasco obligándola a aceptar como préstamo diez mil pesetas y la promesa de volver al día siguiente, antes de subirse al coche y de indicarle con un gesto a la puta que lo aguardaba impaciente que hiciera lo mismo.