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Amalfitano pasó cinco años sin saber nada de Lola. Una tarde, mientras estaba en un parque infantil con su hija, vio a una mujer que se apoyaba en la reja de madera que separaba el parque infantil del resto del parque. Le pareció que era Imma y siguió su mirada y con alivio se dio cuenta de que era otro niño quien concitaba su atención de loca. El niño llevaba pantalones cortos y era un poco mayor que su hija y tenía el pelo oscuro y muy lacio que a ratos le caía y ocultaba su rostro. Entre las rejas separadoras y los bancos que el ayuntamiento había puesto para que los padres se sentaran de cara a sus hijos se levantaba a duras penas un seto que acababa junto a un viejo roble, ya fuera de los límites del parque infantil. La mano de Imma, su manita sarmentosa y dura, curtida por el sol y los ríos helados, acariciaba la superficie recién podada del seto como quien acaricia el lomo de un perro. Junto a ella tenía una bolsa de plástico de grandes dimensiones. Amalfitano se acercó con pasos que quiso reposados y fueron erráticos. Su hija estaba en la cola del tobogán. De pronto, antes de que pudiera hablarle, Amalfitano vio que el niño, por fin, advertía la vigilante presencia de Imma y tras echar a un lado un mechón de pelo levantaba su brazo derecho y la saludaba repetidas veces. Imma, entonces, como si sólo hubiera estado esperando esta señal, levantaba silente su brazo izquierdo, lo saludaba, y echaba a andar hasta salir del parque por la puerta norte, que daba a una transitada avenida.

Cinco años después de su partida Amalfitano volvió a recibir noticias de Lola. La carta era breve y venía de París. En ella Lola le decía que trabajaba haciendo el aseo en grandes oficinas.

Un trabajo nocturno que empezaba a las diez de la noche y que terminaba a las cuatro o cinco o seis de la mañana. París era una ciudad bonita a esa hora, como lo son todas las grandes ciudades cuando la gente duerme. Volvía a casa en metro. El metro, a esa hora, es la cosa más triste del mundo. Había tenido otro hijo, un varón, de nombre Benoît, con el que vivía.

También había estado internada. No especificaba la enfermedad ni decía si aún estaba enferma. No hablaba de ningún hombre. No preguntaba por Rosa. Para ella es como si la niña no existiera, pensó Amalfitano, pero después se dio cuenta de que las cosas no necesariamente tenían que ser así. Lloró durante un rato con la carta entre las manos. Mientras se secaba los ojos se dio cuenta, sólo entonces, de que la carta estaba escrita a máquina. Supo, sin ningún género de dudas, de que Lola la había escrito en una de las oficinas que decía limpiar.

Por un segundo pensó que todo era mentira, que Lola trabajaba de administrativa o de secretaria en alguna gran empresa.

Después lo vio claro. Vio la aspiradora aparcada entre dos hileras de mesas, vio la máquina de encerar como un cruce de mastín y cerdo junto a una planta de interior, vio un enorme ventanal a través del cual parpadeaban las luces de París, vio a Lola con el guardapolvo de la compañía de limpieza, un gastado guardapolvo de color azul, sentada escribiendo la carta y tal vez fumando con suprema lentitud un cigarrillo, vio los dedos de Lola, las muñecas de Lola, los ojos inexpresivos de Lola, vio a otra Lola reflejada en el azogue del ventanal, flotando ingrávida sobre el cielo de París, como una fotografía que está trucada pero que no está trucada, flotando, flotando reflexiva sobre el cielo de París, cansada, enviando mensajes desde la zona más fría, gélida, de la pasión.

Dos años después de enviar esta última carta, siete años después de haber abandonado a Amalfitano y a su hija, Lola volvió a casa y no encontró a nadie. Durante tres semanas estuvo preguntando en las antiguas direcciones que recordaba por las señas de su marido. Unos no le abrían la puerta, porque no conseguían identificarla o porque ya la habían olvidado. Otros la atendían en el umbral, por desconfianza o porque Lola, simplemente, se había equivocado de dirección. Unos pocos la hicieron pasar y le ofrecieron una taza de café o té que Lola nunca aceptó pues parecía tener prisa por ver a su hija y a Amalfitano. Al principio la búsqueda fue descorazonadora e irreal. Hablaba con gente a la que ni ella misma recordaba. Por las noches dormía en una pensión cercana a las Ramblas, donde se apiñaban en habitaciones minúsculas los trabajadores extranjeros.

Halló la ciudad cambiada pero le resultaba imposible decir en qué había cambiado. Por las tardes, después de caminar todo el día, se sentaba en las escalinatas de una iglesia a descansar y oía las conversaciones de quienes entraban y salían, mayoritariamente turistas. Leía libros en francés sobre Grecia y sobre brujería y vida sana. A veces se sentía como Electra, hija de Agamenón y Clitemestra, vagando de incógnito por Micenas, la asesina confundida con la plebe, con la masa, la asesina cuya mente nadie comprende, ni los especialistas del FBI ni la gente caritativa que dejaba caer en sus manos una moneda.

Otras veces se veía como la madre de Medonte y Estrofio, una madre feliz que contempla desde una ventana los juegos de sus hijos mientras en el fondo el cielo azul se debate en los brazos blancos del Mediterráneo. Murmuraba: Pílades, Orestes, y en esos dos nombres se comprendían los rostros de muchos hombres, menos el de Amalfitano, el hombre al que ahora buscaba.

Una noche encontró a un antiguo alumno de su marido, que excepcionalmente la reconoció, como si en sus tiempos de universitario hubiera estado enamorado de ella. El ex estudiante se la llevó a su casa, le dijo que allí podía estar todo el tiempo que quisiera, le acondicionó la habitación de huéspedes para su uso único. La segunda noche, mientras cenaban juntos, el ex estudiante la abrazó y ella dejó que la abrazara durante unos segundos, como si también lo necesitara, y luego le habló al oído y el ex estudiante se separó y fue a sentarse en el suelo, en una esquina de la sala. Durante horas permanecieron así, ella sentada en la silla y él sentado en el suelo, que estaba recubierto de un parquet muy curioso, amarillo oscuro, que más que parquet parecía una alfombra de paja trenzada muy fina. Las velas que había sobre la mesa se apagaron y sólo entonces ella se fue a sentar a la sala, en la otra esquina. En la oscuridad creyó oír unos débiles gemidos. Le pareció que el joven lloraba y se durmió acunada por su llanto. Durante los días siguientes el ex estudiante y ella redoblaron sus esfuerzos. Cuando por fin vio a Amalfitano no lo reconoció. Estaba más gordo que antes y había perdido pelo. Lo vio desde lejos y no dudó ni un segundo mientras se le acercaba. Amalfitano estaba sentado debajo de un alerce y fumaba con expresión ausente. Has cambiado mucho, le dijo ella. Amalfitano la reconoció de inmediato. Tú no, dijo. Gracias, dijo ella. Luego Amalfitano se levantó y se fueron.