Le preguntó a Rosa, que en aquel momento estaba encerrada en el baño, maquillándose, si ese libro era suyo. Rosa lo miró y dijo que no. Amalfitano le rogó que lo mirara otra vez y le dijera con total seguridad si era suyo o no. Rosa le preguntó si se sentía mal. Me siento perfectamente, dijo Amalfitano, pero este libro no es mío y ha aparecido en una de las cajas de libros que mandé desde Barcelona. Rosa le contestó, en catalán, que no se preocupara y siguió maquillándose. Como no me voy a preocupar, dijo Amalfitano, también en catalán, si me parece que estoy perdiendo la memoria. Rosa volvió a mirar el libro y dijo:
tal vez sea mío. ¿Estás segura?, preguntó Amalfitano. No, no es mío, dijo Rosa, seguro que no, la verdad es que es la primera vez que lo veo. Amalfitano dejó a su hija delante del espejo del baño y volvió a salir al jardín devastado, donde todo era de color marrón claro, como si el desierto se hubiera instalado alrededor de su nueva casa, con el libro colgando en la mano. Recapituló las posibles librerías en donde lo hubiera podido comprar. Buscó en la primera página y en la última y en la contraportada alguna señal y encontró, en la primera página, la etiqueta cortada de la Librería Follas Novas, S.L., Montero Ríos 37, teléfonos 981-59-44-06 y 981-59-44-18, Santiago. Evidentemente no Santiago de Chile, único lugar del mundo en donde Amalfitano era capaz de verse a sí mismo en un estado de catatonia total, capaz de entrar en una librería, coger un libro cualquiera sin siquiera mirar la portada, pagarlo y marcharse.
Se trataba, era obvio, de Santiago de Compostela, en Galicia.
Por un instante Amalfitano pensó en un viaje de peregrino por el camino de Santiago. Caminó hasta el fondo del patio, en donde su verja de madera se encontraba con un muro de cemento que protegía la casa vecina. Nunca había reparado en él.
Bardas envidriadas, pensó, el miedo de los propietarios a las visitas no deseadas. El sol de la tarde se reflejaba en las aristas de los vidrios cuando Amalfitano reanudó el paseo por su jardín devastado. La barda de al lado también estaba erizada de vidrios, pero allí primaban más los vidrios verdes y marrones de botellas de cerveza y alcohol. Nunca, ni en sueños, había estado en Santiago de Compostela, tuvo que reconocer Amalfitano deteniéndose a la sombra que la barda del costado izquierdo proporcionaba. Pero eso en realidad importaba poco o nada, algunas de las librerías que frecuentaba en Barcelona tenían un fondo comprado directamente a otras librerías de España, librerías que saldaban sus fondos o que quebraban o, las menos, que hacían la doble labor de librería y distribuidora. Probablemente este libro llegó a mis manos en Laie, pensó, o en La Central, adonde acudí a comprar un libro de filosofía y el dependiente o la dependienta, emocionada porque en la librería se hallaban Pere Gimferrer, Rodrigo Rey Rosa y Juan Villoro discutiendo sobre la conveniencia o no de volar, sobre los accidentes aéreos, sobre si es más peligroso despegar que aterrizar, introdujo, por error, este libro en mi bolso. La Central, probablemente.
Pero si así hubiera sucedido yo habría descubierto el libro al llegar a casa y abrir el bolso o el paquete o lo que fuera, a menos, claro, que durante el camino de vuelta me hubiera sucedido algo terrible o espantoso que eliminara cualquier deseo o curiosidad por examinar mi nuevo o mis nuevos libros. Puede, incluso, que abriera como un zombi el paquete y dejara el libro nuevo sobre la mesilla de noche y el libro de Dieste en la estantería de los libros, abrumado por algo que acabara de ver en la calle, tal vez un accidente automovilístico, tal vez un atraco a mano armada, tal vez un suicida en el metro, aunque si yo hubiera visto algo así, pensó Amalfitano, sin duda ahora lo recordaría o al menos conservaría dentro de mí un recuerdo vago. No recordaría el Testamento geométrico, pero sí que recordaría el incidente que me hizo olvidar el Testamento geométrico.
Y por si esto fuera poco, el problema mayor, en realidad, no residía en la adquisición del libro sino en cómo éste había llegado a parar a Santa Teresa en el interior de las cajas con libros que Amalfitano, antes de partir, había seleccionado en Barcelona.
¿En qué momento de sumisión absoluta había puesto ese libro allí? ¿Cómo había podido embalar un libro sin darse cuenta de que lo hacía? ¿Es que pensaba leerlo cuando llegara al norte de México? ¿Pensaba iniciar con él un estudio errátil de geometría?
¿Y si ése era su plan, por qué lo había olvidado nada más llegar a aquella ciudad levantada en medio de la nada? ¿Es que el libro había desaparecido de su memoria mientras su hija y él volaban de este a oeste? ¿O había desaparecido de su memoria mientras él esperaba, ya en Santa Teresa, la llegada de sus cajas con libros? ¿El libro de Dieste se había desvanecido como un síntoma secundario de jet-lag?
Amalfitano tenía unas ideas un tanto peculiares al respecto.
No las tenía siempre, por lo que tal vez sea excesivo llamarlas ideas. Eran sensaciones. Ideas-juego. Como si se aproximara a una ventana y se forzara a ver un paisaje extraterrestre. Creía (o le gustaba creer que creía) que cuando uno está en Barcelona aquellos que están y que son en Buenos Aires o el DF no existen.
La diferencia horaria era sólo una máscara de la desaparición.
Así, si uno viajaba de improviso a ciudades que en teoría no deberían existir o aún no poseían el tiempo apropiado para ponerse en pie y ensamblarse correctamente, se producía el fenómeno conocido como jet-lag. No por tu cansancio sino por el cansancio de aquellos que en aquel momento, si tú no hubieras viajado, deberían de estar dormidos. Algo parecido a esto, probablemente, lo había leído en alguna novela o en algún cuento de ciencia ficción y lo había olvidado.
Estas ideas o estas sensaciones o estos desvaríos, por otra parte, tenían su lado satisfactorio. Convertía el dolor de los otros en la memoria de uno. Convertía el dolor, que es largo y natural y que siempre vence, en memoria particular, que es humana y breve y que siempre se escabulle. Convertía un relato bárbaro de injusticias y abusos, un ulular incoherente sin principio ni fin, en una historia bien estructurada en donde siempre cabía la posibilidad de suicidarse. Convertía la fuga en libertad, incluso si la libertad sólo servía para seguir huyendo.
Convertía el caos en orden, aunque fuera al precio de lo que comúnmente se conoce como cordura.
Y aunque luego Amalfitano, en la biblioteca de la Universidad de Santa Teresa, encontró datos biobibliográficos sobre Rafael Dieste que confirmaron lo que ya había intuido o le había dejado intuir don Domingo García-Sabell en el prólogo, titulado «La intuición iluminada» y en donde hasta se concedía el lujo de citar a Heidegger (Es gibt Zeit: hay tiempo), durante aquel atardecer en que recorrió como un latifundista medieval su reducido fundo baldío, mientras su hija, como una princesa medieval, se terminaba de maquillar ante el espejo del baño, no pudo recordar, de ninguna de las maneras, ni por qué y dónde había comprado el libro ni cómo éste había terminado embalado y expedido junto con otros ejemplares más familiares y más queridos rumbo a esta populosa ciudad que desafiaba al desierto, en la frontera de Sonora y Arizona. Y entonces, justo entonces, como si fuera el pistoletazo de salida de una serie de hechos que se concatenarían con consecuencias unas veces felices y otras veces funestas, Rosa salió de casa y dijo que se iba al cine con una amiga y le preguntó si tenía llaves y Amalfitano dijo que sí y oyó cómo la puerta se cerraba de golpe y luego los pasos de su hija que recorrían la vereda de lajas mal cortadas hasta la minúscula puerta de madera de la calle que no le llegaba ni a la cintura y luego los pasos de su hija en la acera, alejándose en dirección a la parada del autobús y luego el motor de un coche que se encendía. Y entonces Amalfitano caminó hasta la parte delantera de su jardín estragado y estiró el cuello y se asomó a la calle y no vio ningún coche ni vio a Rosa y apretó con fuerza el libro de Dieste que aún sostenía en su mano izquierda. Y después miró el cielo y vio una luna demasiado grande y demasiado arrugada, pese a que aún no había caído la noche. Y luego se dirigió otra vez hacia el fondo de su jardín esquilmado y durante unos segundos se quedó quieto, mirando a diestra y siniestra, adelante y atrás, por si veía su sombra, pero aunque aún era de día y hacia el oeste, en dirección a Tijuana, aún brillaba el sol, no consiguió verla. Y entonces se fijó en los cordeles, cuatro hileras, atados, por un lado, a una especie de portería de fútbol de dimensiones más pequeñas, dos palos de no más de un metro ochenta enterrados en la tierra y un tercer palo, horizontal, claveteado a los otros por ambos extremos, lo que les concedía, además, cierta estabilidad, y del que pendían los cordeles hasta unos ganchos fijados en la pared de la casa. Era el tendedero de la ropa, aunque sólo vio una blusa de Rosa, de color blanco con bordados ocres en el cuello, y un par de bragas y dos toallas que aún chorreaban. En la esquina, en una casucha de ladrillos, estaba la lavadora. Durante un rato se quedó quieto, respirando con la boca abierta, apoyado en el palo horizontal del tendedero.